Buenos días, androides. Para celebrar el segundo aniversario de mi libro Radical indefinido, hoy les traigo completo el primero de sus relatos, Polvo de eternidad. Magníficamente ilustrado por la artista Marta Gómez-Pintado. Que ustedes lo disfruten.
El tiempo es relativo. Al
pasar junto a la cola que se había formado a la puerta de un mercado
escuché esta frase. Y es cierto, me dije, el tiempo es muy distinto
cuando paseas disfrutando de la brisa del atardecer, a cuando esperas
triste y agotado en una larga fila a que abra la tienda tu carnicero.
El tiempo es así, caprichoso, relativo y cabrón. Porque
en tu tiempo humano un año es un periodo de tiempo importante, pero
abarcable, y sin embargo para una mariposa un año es un abismo, su
vida se extingue en un solo día. Lo de cabrón lo digo porque
después de todo es el tiempo
el que te mata. Acaba contigo. Así de cabrón es el tiempo.
Por
la noche, tumbado en la cama tras un día anodino y gris, esa
sencilla frase que había escuchado en la calle, el tiempo es
relativo, cruzó mis pensamientos para dar un vuelco definitivo a mi
vida y cambiarla para siempre.
El tiempo es relativo. El tiempo es relativo. El tiempo, es,
relativo. Primero una vez, luego otra y al rato una tercera y una
cuarta vez, hasta instalarse sin remedio en mi cabeza. Ese eco, que
se repetía incesante, me tuvo varias semanas
tumbado en la cama,
inmóvil, sin casi respirar ni alimentarme. El tiempo dejó de ser
para mí no ya relativo, sino inexistente, ya que estuve a punto de
morir de inanición y éxtasis reflexivo; dando vuelta a los
segundos, a los minutos, a todas las situaciones posibles en las que
el tiempo supuestamente
se dilata o por el contrario se convierte en un tenue suspiro;
analizando el devenir, el alcance del futuro, el peso del pasado y su
posible retorno, el tiempo metafísico, su relación con el espacio,
el tiempo que podemos acotar con un cronómetro y el que se nos
escapa entre los párpados cada día. El tiempo, el tiempo, ese
tiempo, como en un reloj de arena, se fue posando primero en mi
mente, y después, bajo la forma de un sutil polvo de color dorado,
sobre la superficie de mis manos, brazos, piernas, sobre la
superficie de mi piel.
No me sorprendí por este hecho, me pareció natural que un
pensamiento que me habitaba con semejante intensidad se materializase
de alguna forma, y que lo hiciera bajo el aspecto de un fino polvo
dorado me resultó de lo más hermoso y agradable.
En un
principio, este polvo dorado surgió sin que me percatara de ello,
pero pronto fui creándolo yo mismo con mi pensamiento, con mi
obsesión crónica.
A nivel técnico
resultó más
sencillo de lo que nunca hubiera llegado a imaginar.
Empecé
con un minuto, por jugar, como quien se tumba en la cama a hilvanar
aritos y volutas de humo. Dejaba transcurrir un minuto, y cuando su
último segundo expiraba, justo ahí, lo enlazaba con el primero,
como en la esfera de un reloj, un minuto redondo, esférico, una luna
resplandeciente. Lo
tomaba entre los dedos y lo apretaba, como si fuera un moco o un
trocito de miga de pan, tierna, moldeable y mía.
Poco a poco, muy poco a poco,
fui aumentando la unidad de tiempo hasta llegar a un día, y luego
varios días. Fue
un largo, intenso e interesante proceso durante el cual mi espíritu
y mi ser se fueron fundiendo con el tiempo fugitivo, me iba
aproximando a la eternidad.
Imagen: Marta Gómez-Pintado
Click para ampliar
Con el lento paso de los días
tomé
conciencia de un notable suceso: cuando
ese polvo dorado entraba por mi nariz o por mi boca a través de la
respiración, el tiempo se detenía. Entiéndase, se detenía el
tiempo de mi organismo, la oxidación celular y el deterioro de mi
ADN, pero no mi tiempo existencial, que seguía en paralelo sin que
mi tiempo real se
consumiera. Esto me fascinó, y solo por volver a experimentar una y
otra vez esa nueva sensación que recién había descubierto dejé
pasar varios años más, tumbado en mi cama, reflexionando sobre la
relatividad del tiempo. Y degustándola.
No obstante, fue el
propio polvo dorado el que me obligó a salir de mi intenso letargo.
Llegó un momento en que me cubría por completo y dificultaba mi
respiración, incluso nublaba mi vista. Tuve que incorporarme. Tras
sacudirme el polvo, que se extendió como una alfombra centelleante a
los pies de mi cama, encendí el ordenador para saber en qué fecha
estábamos: ¡Era el año 2048!
¡Habían transcurrido veinticinco años! Me levanté de la silla y a
tropezones me acerqué al espejo del dormitorio. Entré en el campo
de visión del espejo, temeroso, con la espalda pegada a la pared,
como si el reflejo fuera a golpearme. Frente a mí vi a un ser
demacrado, con el pelo largo revuelto en una maraña y la barba
desarreglada y tupida. Tras lavarme, cortarme el pelo y afeitarme
comprobé que apenas
había envejecido, aparentaba poco
más o menos la misma
edad que cuando me tumbé en la cama pensando que el tiempo es
relativo. Al instante supe que el causante de esta asombrosa
reacción, tanto temporal como física era el polvo dorado.
Eché
un rápido vistazo al dormitorio. Estaba cubierto por
una alfombra áurea, brillante, cegadora, que
se extendía
sobre la cama, sobre los armarios, las sillas, tapizando
las paredes. Me
hallaba confuso, no tenía una idea clara de lo que estaba sucediendo
ni de lo que me rodeaba, pero supe que el polvo radiante que había
nacido en mi habitación poseía
cualidades
sobrenaturales,
divinas,
que no podría deshacerme de él con
un golpe de escoba o
abriendo las ventanas para que volara junto a las ráfagas
pestilentes de los
vehículos. Mientras
decidía qué hacer con él lo fui
envasando.
Compré
ampollas de vidrio en Amazon
y el año que siguió lo dediqué a envasar el Polvo de Eternidad,
como empecé a llamarlo en mis largos monólogos internos mientras
reflexionaba sobre la nueva dimensión que se abría ante mí. La
eternidad me hablaba, me llamaba, me susurraba al oído; era
consciente de que había conseguido sintetizarla y estaba asustado,
pero a la vez infinitamente
satisfecho. Estuché el Polvo de Eternidad con cuidado, con mimo, y
lo fui almacenando en una fresca bodega desocupada que tenía en el
sótano.
Mientras tanto, mis pausadas
meditaciones seguían destilando polvo dorado. Cada pensamiento se
convertía en diminutas partículas de eternidad que aspiraba
mientras vivía este tiempo suplementario, esta vida extra. El
tiempo, entendido desde el punto de vista de la humanidad, hacía
mucho que se había detenido. Mi cuerpo y mi mente viajaban a lomos
de la dorada eternidad.
Pronto empecé a dar forma a mi bodega del tiempo,
atesorando en cada uno de sus rincones incontables experiencias
cotidianas, acontecimientos sublimes del pasado y del futuro con sus
risas desbordantes y sus profundas heridas, misteriosas sagas
medievales y oscuras intrigas palaciegas, dramas anónimos e
ilusiones frescas e infantiles. Todo ese tiempo estuchado en mi
bodega, que pronto se convirtió en un almacén en el que se podrían
haber vivido mil realidades distintas en un mismo cuerpo. Sí, amigos
míos, a mi disposición se encontraban las partículas elementales
de la eternidad. Había
conseguido sintetizarlas, aislarlas y envasarlas en pequeñas
burbujas de vidrio herméticas. Las repasaba una y otra vez,
escuchando sus conversaciones, su música, sus pasos en la noche, sus
desafíos y sus duelos a la luz del sol, su ternura y su violencia
inusitada; saboreaba sus manjares y escupía su bilis inmunda, todo a
la vez, simultáneamente,
en un interminable y atronador coro de voces asincopadas.
Una vez que mi bodega quedó
colmada y tuve el tiempo a mi disposición y antojo podría haberlo
utilizado, salir
a la calle y vivirlo durante siglos, o incluso regalarlo o venderlo.
Pero estaba tan fascinado por mi propio descubrimiento que pasé
varios años más dedicado a él, dedicado al tiempo, a mirarlo,
olerlo, sentirlo, solo eso, a envasarlo y ordenarlo desde el más
antiguo al más reciente, desde el que había dejado una huella más
profunda en mi recuerdo al que pasara fugaz y desapercibido, desde el
tiempo que amaba y revivía una y otra vez al tiempo que trataba de
olvidar sepultándolo en más polvo dorado, en toneladas de tiempo
futuro que era capaz de producir sin fin.
Cuando el
tiempo de la humanidad estuvo en mi poder, vacié unos granitos de
polvo dorado de todas y cada una de las ampollas de vidrio en una
gigantesca marmita, mezclé y removí las muestras con extremo
cuidado y prendí el fogón. Un vapor espeso y brillante inundó la
estancia en lentas oleadas, como un océano luminoso, vibrante y
universal. Cuando el vapor, macizo, se adueñó de la totalidad del
espacio y yo no pude retener por más tiempo la respiración, aspiré,
aspiré todo ese humo sideral de una sola bocanada. Una bocanada
larga, densa, sólida, que fue entrando en mi organismo como una
cremallera metálica y bien engrasada, desde la garganta hasta los
pies, y luego más allá de los pies, más allá de cualquier
pedestal grecorromano, en el pasado absoluto.
Al
instante visualicé la vida de miles, de millones de personas. Vidas
espléndidas, entrañables y robustas, vidas radiantes, vidas
audaces, vidas vulgares
y sombrías. Vidas
hechas jirones, vidas brumosas y lejanas, vidas próximas y pegadas a
mi piel. Vidas
que respiraban con dificultad y vidas que alimentaban huracanes,
vidas en conserva, en formol, enfrascadas y caducas, vidas sembradas
de obstinación y perseverancia. Vidas
marcadas por la casualidad y el azar, vidas infinitas abiertas en
canal desfilando por mi mente.
No obstante, el hecho de
sentir de súbito ese conocimiento arrollador atravesar mi cabeza a
la velocidad de la luz no fue un obstáculo para que localizara con
facilidad mi pasado, mi propio pasado personal que se abría camino
tembloroso, titilando, abrumado por el gentío que se cruzaba
gritando en todas direcciones. Me agarré a él como a una barandilla
en medio de una terrible tormenta y recorrí el sendero resbaloso e
incierto que se abría ante mis pasos y que llevaba directamente
a mi infancia, y luego, ya más despacio, como si penetrara en una
región ingrávida, al útero de mi madre, al momento de mi
gestación.
Cuando estuve ahí, en el útero de mi madre, tuve que tomar una
decisión. Dar marcha atrás y seguir disfrutando del polvo dorado,
del tiempo infinito, del tiempo envasado de incontables seres humanos
o explorar lo desconocido, mi propia dimensión. Tragué aire y sin
pensarlo dos veces seguí por el sendero de la cuenta atrás. No fue
fácil, pero me alegro de haber tomado ese camino. Ahora estoy aquí,
fuera del tiempo terrestre, fuera de lugar para los humanos, fuera de
la humanidad. A bordo de un meteorito improvisado, veloz, libre e
imparable. En órbita continua. Y tengo tiempo. Mucho tiempo. Tengo
todo el tiempo del mundo.
➡24 relatos más en mi libro RADICAL INDEFINIDO. Puedes comprarlo AQUÍ