jueves, 8 de mayo de 2025

POLVO DE ETERNIDAD

Buenos días, androides. Para celebrar el segundo aniversario de mi libro Radical indefinido, hoy les traigo completo el primero de sus relatos, Polvo de eternidad. Magníficamente ilustrado por la artista Marta Gómez-Pintado. Que ustedes lo disfruten.

POLVO DE ETERNIDAD
©Nitrofoska

El tiempo es relativo. Al pasar junto a la cola que se había formado a la puerta de un mercado escuché esta frase. Y es cierto, me dije, el tiempo es muy distinto cuando paseas disfrutando de la brisa del atardecer, a cuando esperas triste y agotado en una larga fila a que abra la tienda tu carnicero. El tiempo es así, caprichoso, relativo y cabrón. Porque en tu tiempo humano un año es un periodo de tiempo importante, pero abarcable, y sin embargo para una mariposa un año es un abismo, su vida se extingue en un solo día. Lo de cabrón lo digo porque después de todo es el tiempo el que te mata. Acaba contigo. Así de cabrón es el tiempo.

Por la noche, tumbado en la cama tras un día anodino y gris, esa sencilla frase que había escuchado en la calle, el tiempo es relativo, cruzó mis pensamientos para dar un vuelco definitivo a mi vida y cambiarla para siempre.

El tiempo es relativo. El tiempo es relativo. El tiempo, es, relativo. Primero una vez, luego otra y al rato una tercera y una cuarta vez, hasta instalarse sin remedio en mi cabeza. Ese eco, que se repetía incesante, me tuvo varias semanas tumbado en la cama, inmóvil, sin casi respirar ni alimentarme. El tiempo dejó de ser para mí no ya relativo, sino inexistente, ya que estuve a punto de morir de inanición y éxtasis reflexivo; dando vuelta a los segundos, a los minutos, a todas las situaciones posibles en las que el tiempo supuestamente se dilata o por el contrario se convierte en un tenue suspiro; analizando el devenir, el alcance del futuro, el peso del pasado y su posible retorno, el tiempo metafísico, su relación con el espacio, el tiempo que podemos acotar con un cronómetro y el que se nos escapa entre los párpados cada día. El tiempo, el tiempo, ese tiempo, como en un reloj de arena, se fue posando primero en mi mente, y después, bajo la forma de un sutil polvo de color dorado, sobre la superficie de mis manos, brazos, piernas, sobre la superficie de mi piel.

No me sorprendí por este hecho, me pareció natural que un pensamiento que me habitaba con semejante intensidad se materializase de alguna forma, y que lo hiciera bajo el aspecto de un fino polvo dorado me resultó de lo más hermoso y agradable.

En un principio, este polvo dorado surgió sin que me percatara de ello, pero pronto fui creándolo yo mismo con mi pensamiento, con mi obsesión crónica.

A nivel técnico resultó más sencillo de lo que nunca hubiera llegado a imaginar.

Empecé con un minuto, por jugar, como quien se tumba en la cama a hilvanar aritos y volutas de humo. Dejaba transcurrir un minuto, y cuando su último segundo expiraba, justo ahí, lo enlazaba con el primero, como en la esfera de un reloj, un minuto redondo, esférico, una luna resplandeciente. Lo tomaba entre los dedos y lo apretaba, como si fuera un moco o un trocito de miga de pan, tierna, moldeable y mía.

Poco a poco, muy poco a poco, fui aumentando la unidad de tiempo hasta llegar a un día, y luego varios días. Fue un largo, intenso e interesante proceso durante el cual mi espíritu y mi ser se fueron fundiendo con el tiempo fugitivo, me iba aproximando a la eternidad.

Imagen: Marta Gómez-Pintado
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Con el lento paso de los días tomé conciencia de un notable suceso: cuando ese polvo dorado entraba por mi nariz o por mi boca a través de la respiración, el tiempo se detenía. Entiéndase, se detenía el tiempo de mi organismo, la oxidación celular y el deterioro de mi ADN, pero no mi tiempo existencial, que seguía en paralelo sin que mi tiempo real se consumiera. Esto me fascinó, y solo por volver a experimentar una y otra vez esa nueva sensación que recién había descubierto dejé pasar varios años más, tumbado en mi cama, reflexionando sobre la relatividad del tiempo. Y degustándola.

No obstante, fue el propio polvo dorado el que me obligó a salir de mi intenso letargo. Llegó un momento en que me cubría por completo y dificultaba mi respiración, incluso nublaba mi vista. Tuve que incorporarme. Tras sacudirme el polvo, que se extendió como una alfombra centelleante a los pies de mi cama, encendí el ordenador para saber en qué fecha estábamos: ¡Era el año 2048! ¡Habían transcurrido veinticinco años! Me levanté de la silla y a tropezones me acerqué al espejo del dormitorio. Entré en el campo de visión del espejo, temeroso, con la espalda pegada a la pared, como si el reflejo fuera a golpearme. Frente a mí vi a un ser demacrado, con el pelo largo revuelto en una maraña y la barba desarreglada y tupida. Tras lavarme, cortarme el pelo y afeitarme comprobé que apenas había envejecido, aparentaba poco más o menos la misma edad que cuando me tumbé en la cama pensando que el tiempo es relativo. Al instante supe que el causante de esta asombrosa reacción, tanto temporal como física era el polvo dorado.

Eché un rápido vistazo al dormitorio. Estaba cubierto por una alfombra áurea, brillante, cegadora, que se extendía sobre la cama, sobre los armarios, las sillas, tapizando las paredes. Me hallaba confuso, no tenía una idea clara de lo que estaba sucediendo ni de lo que me rodeaba, pero supe que el polvo radiante que había nacido en mi habitación poseía cualidades sobrenaturales, divinas, que no podría deshacerme de él con un golpe de escoba o abriendo las ventanas para que volara junto a las ráfagas pestilentes de los vehículos. Mientras decidía qué hacer con él lo fui envasando.

Compré ampollas de vidrio en Amazon y el año que siguió lo dediqué a envasar el Polvo de Eternidad, como empecé a llamarlo en mis largos monólogos internos mientras reflexionaba sobre la nueva dimensión que se abría ante mí. La eternidad me hablaba, me llamaba, me susurraba al oído; era consciente de que había conseguido sintetizarla y estaba asustado, pero a la vez infinitamente satisfecho. Estuché el Polvo de Eternidad con cuidado, con mimo, y lo fui almacenando en una fresca bodega desocupada que tenía en el sótano.

Mientras tanto, mis pausadas meditaciones seguían destilando polvo dorado. Cada pensamiento se convertía en diminutas partículas de eternidad que aspiraba mientras vivía este tiempo suplementario, esta vida extra. El tiempo, entendido desde el punto de vista de la humanidad, hacía mucho que se había detenido. Mi cuerpo y mi mente viajaban a lomos de la dorada eternidad.

Pronto empecé a dar forma a mi bodega del tiempo, atesorando en cada uno de sus rincones incontables experiencias cotidianas, acontecimientos sublimes del pasado y del futuro con sus risas desbordantes y sus profundas heridas, misteriosas sagas medievales y oscuras intrigas palaciegas, dramas anónimos e ilusiones frescas e infantiles. Todo ese tiempo estuchado en mi bodega, que pronto se convirtió en un almacén en el que se podrían haber vivido mil realidades distintas en un mismo cuerpo. Sí, amigos míos, a mi disposición se encontraban las partículas elementales de la eternidad. Había conseguido sintetizarlas, aislarlas y envasarlas en pequeñas burbujas de vidrio herméticas. Las repasaba una y otra vez, escuchando sus conversaciones, su música, sus pasos en la noche, sus desafíos y sus duelos a la luz del sol, su ternura y su violencia inusitada; saboreaba sus manjares y escupía su bilis inmunda, todo a la vez, simultáneamente, en un interminable y atronador coro de voces asincopadas.

Una vez que mi bodega quedó colmada y tuve el tiempo a mi disposición y antojo podría haberlo utilizado, salir a la calle y vivirlo durante siglos, o incluso regalarlo o venderlo. Pero estaba tan fascinado por mi propio descubrimiento que pasé varios años más dedicado a él, dedicado al tiempo, a mirarlo, olerlo, sentirlo, solo eso, a envasarlo y ordenarlo desde el más antiguo al más reciente, desde el que había dejado una huella más profunda en mi recuerdo al que pasara fugaz y desapercibido, desde el tiempo que amaba y revivía una y otra vez al tiempo que trataba de olvidar sepultándolo en más polvo dorado, en toneladas de tiempo futuro que era capaz de producir sin fin.

Cuando el tiempo de la humanidad estuvo en mi poder, vacié unos granitos de polvo dorado de todas y cada una de las ampollas de vidrio en una gigantesca marmita, mezclé y removí las muestras con extremo cuidado y prendí el fogón. Un vapor espeso y brillante inundó la estancia en lentas oleadas, como un océano luminoso, vibrante y universal. Cuando el vapor, macizo, se adueñó de la totalidad del espacio y yo no pude retener por más tiempo la respiración, aspiré, aspiré todo ese humo sideral de una sola bocanada. Una bocanada larga, densa, sólida, que fue entrando en mi organismo como una cremallera metálica y bien engrasada, desde la garganta hasta los pies, y luego más allá de los pies, más allá de cualquier pedestal grecorromano, en el pasado absoluto.

Al instante visualicé la vida de miles, de millones de personas. Vidas espléndidas, entrañables y robustas, vidas radiantes, vidas audaces, vidas vulgares y sombrías. Vidas hechas jirones, vidas brumosas y lejanas, vidas próximas y pegadas a mi piel. Vidas que respiraban con dificultad y vidas que alimentaban huracanes, vidas en conserva, en formol, enfrascadas y caducas, vidas sembradas de obstinación y perseverancia. Vidas marcadas por la casualidad y el azar, vidas infinitas abiertas en canal desfilando por mi mente.

No obstante, el hecho de sentir de súbito ese conocimiento arrollador atravesar mi cabeza a la velocidad de la luz no fue un obstáculo para que localizara con facilidad mi pasado, mi propio pasado personal que se abría camino tembloroso, titilando, abrumado por el gentío que se cruzaba gritando en todas direcciones. Me agarré a él como a una barandilla en medio de una terrible tormenta y recorrí el sendero resbaloso e incierto que se abría ante mis pasos y que llevaba directamente a mi infancia, y luego, ya más despacio, como si penetrara en una región ingrávida, al útero de mi madre, al momento de mi gestación.

Cuando estuve ahí, en el útero de mi madre, tuve que tomar una decisión. Dar marcha atrás y seguir disfrutando del polvo dorado, del tiempo infinito, del tiempo envasado de incontables seres humanos o explorar lo desconocido, mi propia dimensión. Tragué aire y sin pensarlo dos veces seguí por el sendero de la cuenta atrás. No fue fácil, pero me alegro de haber tomado ese camino. Ahora estoy aquí, fuera del tiempo terrestre, fuera de lugar para los humanos, fuera de la humanidad. A bordo de un meteorito improvisado, veloz, libre e imparable. En órbita continua. Y tengo tiempo. Mucho tiempo. Tengo todo el tiempo del mundo.

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