Hola, habitantes. Para celebrar el 2º aniversario de mi libro Radical indefinido, hoy os traigo La cara oculta, uno de sus cuentos.
Que ustedes lo disfruten.
LA CARA OCULTA
©Nitrofoska
Dice mi padre que los chinos han llegado a la cara oculta. Pero no creo que sea verdad, mi padre inventa mucho. Por darse importancia. O por hablar de algo, no sé, el caso es que no para de inventar. Dice mi padre que los chinos van a montar fábricas de armamento ahí, en la cara oculta. No armamento convencional, bombas, misiles ni nada de eso, sino armas digitales, emocionales por decirlo así, armas con las que podrán alterar nuestra voluntad, diseñar nuestra imaginación y manipular nuestros deseos. De forma que pronto algunos artistas, como Luis Miguel o Brad Pitt querrán ser amarillos en lugar de blancos, como Michael Jackson pero a lo chino. Va a ser un guirigay de colores, dice mi padre.
Creo que mi padre dice lo de la cara oculta porque quiere hablar de cosas que nunca se tratan en la familia, acontecimientos que han permanecido ocultos desde siempre, molestos incidentes a los que mi madre se refiere en voz baja y entornando los ojos, como si hablase de un difunto cuyo cadáver, aún caliente, estuviera presente entre nosotros.
Es por eso que mi padre dice que los chinos han llegado a la cara oculta de la luna, porque en mi familia nunca se ha hablado de ciertas cosas. De la ciencia y eso sí, de los avances de la ciencia me refiero, de los planetas y las galaxias, de los microbios y los virus y la física cuántica y los números primos. Pero cuando mi hermana Lucía quedó embarazada con doce años nadie dijo nada. Ella solía dormir la siesta en el regazo de mi abuelo, pero yo en ningún momento escuché un solo comentario de desaprobación o de disgusto cuando se supo que estaba embarazada, es más, tanto mi hermana Lucía como mi abuelo siguieron cenando cada noche en el comedor con la familia. Dos semanas más tarde mi hermana se ausentó por un par de días y al regresar ya no estaba embarazada. Por eso digo lo de la cara oculta.
Dice mi padre que los chinos quieren hacer una copia de la luna, que para eso han ido hasta allí, para clonar la luna en la tierra. No sé dónde la van a meter, me parece que es un poco grande, pero cualquiera le dice eso a mi padre. Es que mi padre tiene una percepción bastante particular de los tamaños y las distancias. Recuerdo un día en que al ir a aparcar el coche en el garaje, la puerta batiente quedó a media asta, bloqueando la entrada. Mi padre decía que el coche pasaba con holgura. Mi madre le dijo: «Pero ¡qué dices!, no entras ni en broma», y eso fue lo que le espoleó definitivamente. Mi padre metió la primera y así, despacito, fue hacia el batiente entornado del garaje. Se veía de lejos que se lo iba a tragar, pero él siguió adelante, imperturbable, con velocidad constante hasta que la puerta de metal del garaje se incrustó en la luna delantera del coche. Claro que antes del choque, mi madre y yo ya habíamos saltado. Mi hermana Lucía no, se quedó en el asiento de atrás, quieta en un rincón con la mirada fija en ninguna parte. Mi madre gritaba despavorida y repetía: «¡Estás loco, estás loco!». Mi padre, por su parte, se agachó en su asiento para que el portón de metal no le rebanara la cabeza y siguió apretando el acelerador. La chapa del coche chirriaba, las ruedas giraban frenéticas en el aire, el motor rugía por el esfuerzo. La puerta del garaje quedó bien hundida en el coche. La luna desapareció, hecha añicos. Esa noche cenamos en silencio en la cara oculta.
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Dice mi padre que La cara oculta de la luna es un disco que él escuchó muchísimo en su juventud. Debe tratarse de un grupo punk, porque mi padre es un poco punk, según dice hasta cantó en alguna banda en sus años mozos. Punk Floid creo que se llaman los de la cara oculta. Un nombre un poco ridículo, pero bueno, gustándole a mi padre se entiende.
El caso es que de tanto escucharlo, dice mi padre que se le gastaron los surcos, porque mi padre escuchaba la música en discos de vinilo, de esos grandes, enormes, que hace falta destinar una habitación solo para almacenarlos.
Dice mi padre que llegó un momento en que el disco estaba tan gastado, se escuchaba tan mal, que decidió hacer una escultura con él. Al parecer calentó el vinilo a la llama de un infiernillo de alcohol con la intención de doblarlo y así poder modelar su forma y transformarlo a capricho en un cohete interestelar listo para surcar el cosmos, o bien en el frágil cuello de un cisne que asomara a través de un oscuro estanque, cualquier cosa con tal de no volver a escuchar esa música ya gastada, desafinada, destripada y rayada con obstinación e insistencia, esa música proveniente de la cara oculta.
Lo cierto es que más tarde yo escuché ese disco y no está del todo mal, tonadillas de psicodelia hippy. Pero a lo que iba, a mi padre le gustó tanto la escultura que había hecho con La cara oculta de la luna que se lio a quemar y moldear toda la colección de vinilos de su hermano Tolo. Llegó a transformar la lisa superficie de los discos en paisajes lunares, en dragones enfurecidos, en suaves amapolas, autopistas de peaje, locomotoras a vapor, tímidos jilgueros, pirañas voraces, guitarras eléctricas, sensuales bailarinas y cofres del tesoro.
Mi padre pasó varias semanas entregado al arte de modelar el vinilo, no solo La cara oculta de la luna, sino muchos otros títulos que no recuerdo. Mi tío Tolo sí los recuerda, uno por uno, y años después aún es capaz de recitar su colección completa de discos de vinilo de memoria. Los enumera entonando melodías enfermas, porque cuando mi tío Tolo volvió del viaje a Katmandú, se encontró con que su fabulosa colección de vinilos se había convertido en una delirante montonera de arte abstracto. Pasó varios días en la habitación de los discos, sentado en posición de loto en el suelo, mirando ese mar de plástico quemado, olfateando ese aire que aún guardaba intacto el persistente olor del acetileno, observando ese techo grasiento y repugnante, ennegrecido por el humo del vinilo. Creo que en esa habitación, a mi tío Tolo se le desvaneció de un plumazo el budismo que había practicado e interiorizado en sus seis meses en el Nepal, porque un buen día, tras pasar la tarde entera en su cementerio de discos, fue a la habitación de mi padre y sin decir palabra lo sacó de la cama en pelotas, lo amordazó y lo ató a una silla de ruedas que había en el salón, cogió las esculturas de vinilo y empezó a fundirlas y a pegarlas sobre la piel desnuda de mi padre, poco a poco, una a una, mientras este suplicaba bajo las cuatro o cinco vueltas de cinta americana que tapaban su boca. Mi tío Tolo fue colocando sobre su hermano todas y cada una de las esculturas musicales que poblaban su habitación, de forma que cuando terminó, ya al amanecer, mi padre había desaparecido bajo un ingente montón de artístico vinilo moldeado. Entonces mi tío Tolo abrió la puerta de casa y empujó a su hermano, atado a la silla, escaleras abajo. Esto sucedió en septiembre, el último día del verano. Lo recuerdo bien porque al día siguiente mi madre iba a cocinar un cocido completo, decía que el cocido no era para comer en verano.
Aquel otoño empezó estupendo, el cocido estaba delicioso, suculento, la verdad es que mi madre cocina genial. Mi padre pasó algunos días en el hospital por las quemaduras y por los tremendos golpes que se pegó en su vertiginoso descenso de las escaleras. Mi tío Tolo volvió a Katmandú a seguir practicando el budismo. Yo no entiendo mucho de eso, pero en mi opinión necesita seguir entrenando, se altera con mucha facilidad. Mi padre no ha vuelto a tocar el infiernillo de alcohol, aunque tiempo después se descargó La cara oculta de la luna y de vez en cuando la escucha mientras repara el coche… o la nave interplanetaria, como dice él.
Dice mi padre que en la película Blade Runner, Deckar, el cazador, también es un replicante, igual que Roy, Rachel y los otros. Vamos, que para mi padre todo el mundo es un replicante menos él. Hasta nosotros, sus propios hijos, somo replicantes, según él. Esto le permite ignorarnos casi por completo, porque según mi padre los replicantes estamos programados y no tenemos libre albedrío. Según mi padre el único que tiene libre albedrío es él. Mayormente durante el día, porque por las noches, después de haberse trincado dos botellas de vino y siete whiskys ni él mismo se cree que tenga ni albedrío ni nada. Pobre. Es un poco patán, pero yo lo quiero mucho. Es el único que habla de la cara oculta y de replicantes. A veces, cuando está muy muy borracho habla de la carne de buey y del abuelo. Es entonces cuando a mi madre le centellea de un modo extraño la mirada. Nunca antes le había visto un brillo así, sulfuroso, fulgurante. Y entonces acaricia a Lucía en el muslo. Igual es que mi madre es de verdad una replicante, como dice mi padre. Lo sea o no, lo cierto es que cocina muy bien, sobre todo la carne de buey que le trae el tuerto. Me gusta ir por las noches a que me prepare una tila en la cocina. Y escuchar a mi locutora en la cara oculta.
© Max Nitrofoska
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