jueves, 16 de enero de 2025

DROGADO

Buenos días, androides. A disfrutar.

Foto: Desconocidx
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martes, 14 de enero de 2025

⇨25 DE ENERO 2025⇨⇨⇨

En 1912 no pudiste acudir a las tertulias del futurismo en Moscú.

En 1917 no pudiste alternar en los cafés dadaístas de Zúrich y París.

En 1938 no pudiste asistir a las reuniones del postmodernismo en Mexico D.F.

Ni a las largas charlas del Realismo Mágico en Barcelona o El Caribe en 1970.

Pero ahora sí puedes asistir a LITERACCIÓN. Su poesía, sus vídeos, sus canciones, su manifiesto. 2025, Madrid.

El mundo está cambiando rápido, el arte y la literatura aún más rápido.

Compruébalo. Vívelo. ¿Te lo vas a perder también?

Coordenadas: 25 de enero 2025, 19h. Tiki-Volcano, Manuela Malasaña 20, Madrid.

Cartel: Mimisme
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lunes, 13 de enero de 2025

BUENOS DÍAS, ANDROIDES

A disfrutar.

Imagen: Desconocidx
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domingo, 12 de enero de 2025

LUNA LLENA


Foto: Desconocidx
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viernes, 10 de enero de 2025

RAYO

Hola, androides. A disfrutar.

Foto:Adam Kyle Jackson
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miércoles, 8 de enero de 2025

LOS MUY QUEMADOS

3 de enero

En el Café Santos, entre mesas cojas y vasos de café frío, se gestó la idea. Ulises estaba de pie, como siempre, gesticulando con la intensidad de alguien que lleva demasiado tiempo encerrado consigo mismo. León escuchaba desde su silla, con el cigarro a medio consumir en los labios, mientras el narrador —es decir, yo— observaba desde su rincón habitual.

Es perfecto. Mira, tenemos las palabras, tenemos algo que decir, ¿por qué no lo hacemos con música? —replicó Ulises, golpeando la mesa con la palma de la mano.

Porque no sabemos tocar —respondió León, sin perder la calma, mientras exhalaba una bocanada de humo.

Ese detalle, que habría sido suficiente para detener cualquier otro proyecto, no pareció importarle a Ulises. Había algo en su forma de hablar, en la chispa que le iluminaba los ojos, que hacía que sus ideas, por absurdas que fueran, parecieran posibles.

El punk no va de tocar bien. Va de gritar lo que otros no se atreven a decir. Y nosotros tenemos mucho que gritar.

León soltó una carcajada breve, más parecida a un bostezo. El café estaba casi vacío, excepto por una pareja en la esquina que discutía en voz baja y el camarero, que secaba vasos con una paciencia infinita.

Está bien, digamos que lo hacemos. ¿Qué nombre le ponemos a la banda? —preguntó León, dejando caer su cigarro en el cenicero con un gesto teatral.

Ulises miró por la ventana, hacia la calle gris y las sombras que se deslizaban bajo la lluvia.

Los Hijos del Horizonte —dijo, casi en un susurro.

León arqueó una ceja, como si le hubieran contado un mal chiste.

Es demasiado poético. Suena a un libro que nadie quiere leer —replicó, con esa mezcla de sarcasmo y sinceridad que le caracteriza.

Ulises se encogió de hombros.

Entonces propón tú algo mejor.

León bebió un sorbo de su café frío, se limpió la comisura de los labios y respondió con una sonrisa.

Los Muy Quemados.

Hubo un silencio breve, cargado. Lo suficiente como para que el camarero levantara la mirada y la bajara de nuevo. Ulises parecía dispuesto a discutir, pero luego asintió.

Sí. ¿Por qué no? Es lo que somos.

Yo, desde mi rincón, no pude evitar reír en voz baja. La idea de montar una banda de punk con nuestras habilidades limitadas era, por supuesto, ridícula. Pero llamarnos Los Muy Quemados la hacía perfecta.

Texto e imagen: Nitrofoska
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4 de enero

El primer ensayo fue un caos absoluto. Nos reunimos en un local de paredes agrietadas alquilado por horas a las afueras del barrio. El suelo estaba cubierto de botellas vacías, cables viejos y algo que sospechosamente parecía moho. La batería, donde acabé sentado por descarte, estaba incompleta y cojeaba como si fuera a desmoronarse al primer golpe.

Ulises afinaba el bajo soltando maldiciones, mientras León, por su parte, sostenía una guitarra prestada que en sus manos parecía más un adorno que un instrumento real.

¿Alguna vez has tocado algo? —preguntó León, ajustando las cuerdas con torpeza.

¿Alguna vez has hecho algo bien, cualquier cosa? —respondió Ulises, sin levantar la vista.

Tranquilos, virtuosos —interrumpí desde la batería, probando un golpe que sonó como un disparo apagado.

La primera canción ni siquiera tenía estructura. Ulises marcó un ritmo improvisado con el bajo, León lo siguió con acordes disparejos, peleados entre sí. Yo, detrás de ellos, simplemente intentaba mantener el tiempo, aunque el pedal del bombo insistía en quedarse atascado. Y, sin embargo, había algo en el caos que nos hacía avanzar.

Cuando terminamos, jadeantes y cubiertos de sudor, León rompió el silencio.

Bueno, esto ha sido un horror —dijo, encendiendo un cigarro.

Pero ha sido nuestro horror —replicó Ulises, con una sonrisa torcida.


5 de enero

El segundo ensayo no fue mejor en lo técnico, pero sí más revelador. León llegó con un cuaderno lleno de letras garabateadas. Algunas páginas habían sido tachadas con tanta furia, que estaban despedazadas, hechas jirones. Ulises echó un vistazo y arqueó las cejas.

¿Qué es esto? —preguntó.

Las letras —contestó León.

Había una que hablaba de noches sin fin y ciudades que se derrumban bajo el peso de las promesas incumplidas. Yo la leí en voz alta, tambaleándome con algunas palabras. Ulises negó con la cabeza.

Es demasiado… elegante. Esto es punk. Tiene que ser más directo, más crudo.

León suspiró y arrancó la página. Volvió a escribir, esta vez con movimientos bruscos, casi violentos. Cuando terminó, me pasó la hoja. La letra era más corta, más directa, como un puñetazo en el estómago. La leímos juntos. Había algo en esas palabras que resonaba con una increíble energía condensada, un grito al fin desbocado.

El ensayo continuó. Ulises marcó un ritmo básico con el bajo, León rasgó la guitarra con furia desordenada y yo intenté seguirlos desde la batería, golpeando con más entusiasmo que precisión. Por primera vez, empezábamos a sentirnos como una banda, aunque fuera solo por momentos. El ruido que hacíamos ya no era solo caos, lo guiaba un destello de intención.

Al terminar el ensayo quedamos exhaustos, pero algo había cambiado. Nos miramos en silencio, como si compartiéramos un secreto que no podía ser expresado con palabras.

Esto va en serio, ¿no? —pregunté.

Eso parece —respondió Ulises.


7 de enero

El tercer ensayo fue distinto. Por primera vez, algo encajó. León llegó con la guitarra afinada, una proeza de la que hasta él parecía sorprendido, y Ulises había encontrado un ritmo que podía sostenerse por más de unos pocos segundos. Yo, desde la batería, comencé a sentir el tempo, como si ese ruido caótico comenzara a tener un pulso propio.

Esto empieza a parecer música —dije, dejando caer las baquetas.

León soltó una carcajada seca.

No exageres.

Pero había algo en su mirada que decía lo contrario. Seguimos tocando hasta que nuestras manos estuvieron demasiado doloridas y entumecidas para poder continuar. No éramos buenos, ni siquiera decentes, pero algo en ese local, rodeados de grafitis y cables quemados, nos hacía sentir invencibles.

Antes de irnos, Ulises habló:

Necesitamos un concierto. Algo pequeño, pero real. Una excusa para gritarle al mundo.

León y yo nos miramos, sorprendidos, pero no replicamos.

Caminamos juntos bajo el cielo nublado, con una energía arrolladora que sabía a promesa. Los Muy Quemados estaban listos para el incendio.

©Nitrofoska

Otros relatos:
LOS POETAS DEL BARRIO

Todos, en la pestaña RELATOS de esta web
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martes, 7 de enero de 2025

VAMOS A EMPEZAR EL DÍA

Buenos días, humanoides. A disfrutar.

Imagen: Desconocidx
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domingo, 5 de enero de 2025

ARQUITECTURA

Buenos días, androides. ¿Cómo van estos días?

Foto: Beòmsik Wòn
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sábado, 4 de enero de 2025

LITERACCIÓN EN TIKI-VOLCANO

Hola, androides. Hoy os traigo la foto de un antepasado analógico que mis amigos Miguel y Julia, comandantes de la nave Tiki-Volcano, han rescatado de las sorpresivas callejuelas del Rastro. Una enorme alegría me embarga. Formará parte destacada de mis exiguos archivos familiares.

Decirles también que MUY PRONTO la nave Tiki-Volcano acogerá el evento LITERACCIÓN. Les iré hablando de ello. De momento, a disfrutar del invieRRnO!

Foto de mi antepasado analógico
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Julia, Miguel y Max en Tiki
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25 de enero en Tiki-Volcano 
¡ATENTXS!
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jueves, 2 de enero de 2025

2025

Buenos días, androides. ¿Cómo arranca esto?

Primer día de 2025 / Foto: Mimisme
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miércoles, 1 de enero de 2025

LOS POETAS DEL BARRIO

27 de diciembre

En la esquina donde el café Santos agoniza, el tiempo no pasa: se desmorona. Desde la ventana empañada se distinguen las luces temblorosas de la avenida, los coches atrapados en la lluvia, y más allá, como un espectro que pocos parecen notar, la figura del edificio en ruinas que todos en el barrio llaman «el Horizonte». Su nombre, pura ironía, porque no ofrece más perspectiva que la de su colapso inminente. Sus muros son un esqueleto de cemento sobre el que alguien, con urgencia feroz, pintó un grafiti: «Estuvimos aquí». Las letras, torcidas y enormes, son un grito clavado en la pared.

León asegura que ese grafiti lo hizo un poeta. Dice también que alguna vez lo conocimos, que incluso compartimos tragos con él en este mismo café. Ni Ulises ni yo recordamos nada de eso. León insiste en que el grafiti no es un simple acto de rebeldía juvenil. No, según él es un manifiesto. ¿De qué? Nunca acaba por explicarlo. León tiene la manía de hablar como si conociera verdades secretas, siempre dejando algo a medias, como si nos hiciera un favor al ocultar detalles.

Hoy, mientras bebíamos café aguado y debatíamos la mejor manera de colarnos en el edificio antes de que lo demolieran, alguien entró al café dejando un rastro de lluvia en el piso. Era un hombre alto, envuelto en un abrigo gris. Lucía una cicatriz en el cuello que se ramificaba como un mapa secreto. Se sentó en la barra y pidió un brandy. Eran las diez de la mañana. Ulises dijo que era un inspector del gobierno; León aseguró que era un poeta.

¿Por qué un poeta? —pregunté.

Por la cicatriz. ¿Qué otra cosa puede ser?

León tiene teorías para todo. Dice que los poetas llevan cicatrices porque se las hacen ellos mismos, con palabras, con noches en vela, con amores que no soportan el peso de sus propios sueños. Dice que no hay poeta sin una herida, visible o no, y que el grafiti en el edificio lo confirma. Cuando le pregunté si él mismo tenía alguna cicatriz, desvió la conversación con una sonrisa que no supe interpretar.

Texto e imagen: Nitrofoska
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28 de diciembre

El Horizonte, según los rumores, será demolido el próximo lunes. No queda mucho tiempo. Ulises dice que es una pérdida absurda; León lo llama una tragedia. Yo pienso que es inevitable, como todo en esta ciudad que devora su pasado a mordiscos lentos pero constantes. Aun así, hemos decidido entrar hoy al edificio.

El café estaba casi vacío. León llegó tarde, como siempre, con el pelo revuelto y el abrigo empapado. Ulises ya estaba ahí, absorto en un libro pequeño que decía haber tomado «prestado» de un vendedor ambulante. Nunca paga por libros, dice que la poesía no debería tener un precio. Cuando León se sentó, le arrebató el libro de las manos y lo hojeó con la curiosidad impertinente de un niño desarmando un juguete.

Esto es basura —declaró.

Es de un poeta de verdad —replicó Ulises.

¿Qué significa ser un poeta de verdad? —pregunté, sin esperar respuesta.

León dejó el libro sobre la mesa, tan cerca de mi taza que las gotas del borde lo alcanzaron. Se inclinó hacia nosotros con la mirada encendida, como si estuviera a punto de revelarnos un secreto que llevaba mucho tiempo guardando.

Hoy entramos al Horizonte. Si no lo hacemos ahora, no lo haremos nunca.

El café de pronto quedó en silencio. Al fondo, en la radio, sonaba una canción vieja que hablaba de caminos y despedidas. Ulises asintió primero. Yo también. León sonrió como si acabara de vencer en un juego cuyo resultado le es indiferente.

Nos levantamos juntos, dejando unas monedas en la mesa. Afuera, la lluvia persistía. La calle olía a tierra mojada y a algo más, algo que en aquel momento no supe identificar pero que ahora reconozco: el olor de los recuerdos que están a punto de ser enterrados.

El Horizonte, visto de cerca, es menos majestuoso de lo que imaginaba. Desde fuera parece un titán abatido, pero por dentro no es más que un esqueleto hueco, un eco de algo que alguna vez tuvo vida. Las paredes están cubiertas de símbolos que no alcanzo a descifrar: rituales de furia, quizá, o de desesperación. León caminaba delante, guiado por un rastro invisible. Ulises soltaba maldiciones cada vez que el suelo crujía.

Llegamos a una sala amplia, oscura, con un ventanal roto que dejaba entrar la luz gris de la tarde. El aire estaba cargado de humedad y un olor indefinible, una mezcla de polvo y algo que no pude identificar. León encendió una linterna. En el centro de la sala, destacaba un círculo dibujado con pintura roja. Dentro del círculo había un cuaderno. León se inclinó para recogerlo, pero la mano de Ulises lo detuvo en seco.

No toques nada. Esto no es un juego —dijo con firmeza.

León lo ignoró. Con una sonrisa casi infantil, tomó el cuaderno y comenzó a leer en voz alta. Las palabras, caóticas y delirantes, rebotaron contra las paredes. Ulises lo observaba con desconfianza. Yo me quedé quieto, atrapado entre el deseo de huir y la imposibilidad de hacerlo.

Cuando León terminó de leer, el silencio se hizo denso, nos faltó el aire. Ulises fue el primero en respirar.

¿De quién es esto? —preguntó, con la voz más baja de lo habitual.

León cerró el cuaderno y lo guardó en su mochila. Luego nos miró a ambos, con una sonrisa que no supe interpretar.

Es nuestro —dijo.

No encontramos al poeta. Solo rastros: cenizas de cigarro, marcas de vasos en las superficies corroídas por el tiempo. León se dedicó a inspeccionar cada detalle, como si pudiera hallar respuestas en las quemaduras dispersas. Ulises, en cambio, buscaba algo concreto entre los papeles desparramados por el suelo. Yo me quedé junto al ventanal roto, mirando cómo la ciudad vivía indiferente, ajena al naufragio de aquel espacio.

Tal vez nunca existió —dije, más para mí mismo que para ellos.

No digas estupideces —respondió León sin alzar la vista.

El silencio volvió a instalarse entre nosotros. Pero entonces, Ulises encontró algo: una libreta, maltratada por el tiempo, con las esquinas dobladas y manchas de café. En la primera página, con letras tambaleantes, se leía: «Esto no es poesía. Es todo lo que me queda».

León leyó esas palabras en voz alta, como si cargaran el peso de un epitafio. Luego, cerró la libreta con cuidado y la dejó sobre la mesa. Se levantó, y sin mirar a nadie, dijo simplemente:

Ya basta.

Salimos en silencio. Afuera, la lluvia había cesado, pero el aire seguía cargado de humedad. Caminamos sin rumbo fijo, sin decir nada, sin hablar.


1 de enero

El Horizonte cayó el lunes. Entre la multitud, algunos miraban con morbo, otros con una nostalgia inexplicable. León no apareció. Ulises y yo observamos cómo los muros se desmoronaban entre nubes de polvo y se elevaban al cielo como un lamento, intentando escribir en el viento algo que nadie parecía capaz de leer: «Estuvimos aquí».

Ulises, con los ojos fijos en el vacío que dejó el edificio, murmuró:

No se ha borrado. Sigue ahí.

Por un momento, creí que era cierto. Aún lo creo.

©Nitrofoska

Otros relatos:
EL EXPERIMENTO
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lunes, 30 de diciembre de 2024

¡FELIZ 2025!

¡Feliz Año Nuevo, androides!

Imagen: Nitrofoska
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sábado, 28 de diciembre de 2024

DEJEN DE SER TAN PENDEJOS

Buenos días, humanoides, no me sean tan pendejos.

Viñeta: Absurda Melancolía
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jueves, 26 de diciembre de 2024

BAILARSE

Hola, androides. A bailarse.

Foto: Desconocidx
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martes, 24 de diciembre de 2024

UN CUENTO DE NAVIDAD

La fotografía llegó en un sobre ordinario, sin remitente, con mi dirección escrita a mano. Era un sobre corriente, de esos que parecen cargados de facturas o propaganda, lo abrí sin mucho interés. Al principio, pensé que se trataba de una invitación atrasada a alguna fiesta, o tal vez una estrategia mediocre de publicidad navideña. Pero al sacarla, me encontré con una imagen inesperada: un árbol de Navidad perfectamente decorado.

Las luces cálidas formaban una espiral que bajaba desde la punta hasta la base, las cintas rojas caían como si obedecieran a una regla precisa, y pequeños adornos de cristal colgaban de las ramas como si hubieran sido colocados por alguien obsesionado con el equilibrio. Todo en él era impecable, como sacado de un catálogo de lujo. Pero lo que más llamó mi atención no fue el árbol en sí, sino lo que faltaba.

Ni un solo regalo.

«Vaya, otro visionario minimalista», murmuré para mí misma, dejando la foto a un lado con una sonrisa sarcástica. Ya estaba a punto de tirarla junto con la publicidad de pizza a domicilio y los anuncios de descuentos en colchones, cuando algo en el reverso llamó mi atención: una frase escrita a mano.

«¿Todavía crees que fue culpa de los ratones?»

Texto e imagen: Nitrofoska
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El impacto fue inmediato. La frase era absurda, pero en su aparente inofensividad había algo perturbador, algo que encendió una chispa en mi memoria. No quería admitirlo, pero sabía exactamente a qué se refería.

Tenía nueve años cuando ocurrió. Era la víspera de Navidad, y mi madre, como cada año, había convertido nuestra casa en un escaparate navideño digno de una portada de revista. «Perfecto» era su palabra favorita para describirlo, aunque «perfecto» siempre significaba algo diferente para cada uno de nosotros. Para ella, perfecto era que el árbol estuviera tan alineado con las ventanas que los vecinos pudieran envidiarlo desde sus casas. Para mi padre, perfecto era que nadie le hablara mientras se refugiaba en la cocina con una botella de vino. Para mí, perfecto era que el mayor de los regalos bajo el árbol tuviera mi nombre y que, idealmente, fuera un pequeño piano eléctrico. Uno con teclas brillantes y sonidos que prometieran que, por un momento, podría crear algo mágico.

Esa noche, todo estaba dispuesto para que la perfección reinara. El árbol brillaba en el rincón del salón, rodeado de montones de cajas perfectamente envueltas con papel brillante y moños imposibles.

Pero entonces desaparecieron.

Lo noté al bajar de mi habitación. Era temprano, y el olor a pavo horneado llenaba la casa. El árbol estaba igual que siempre, resplandeciente, pero algo en él había cambiado. El espacio bajo las ramas estaba vacío, tan vacío que parecía un cuadro al que alguien hubiera borrado una parte esencial. Cuando lo señalé, mi madre palideció, mientras mi padre resoplaba con ese aire de hastío que parecía ser su estado natural.

«¡Han sido los ratones!», exclamó mi madre, agarrándose a esa idea con la misma intensidad con la que se aferraba a sus interminables listas de tareas. Desde el principio, la ocurrencia fue ridícula. ¿Ratones? ¿Ratones capaces de cargar cajas de medio metro envueltas en papel brillante y desaparecer sin dejar rastro? Pero nadie la contradijo.

Mi padre aprovechó la excusa para desaparecer también. Tomó una copa de vino de la mesa y murmuró algo sobre «el precio de vivir en una casa tan vieja». Mientras tanto, mi madre, decidida a resolver el «misterio», me obligó a arrodillarme y buscar pistas. Sí, pistas. Según ella, los ratones debían haber dejado migajas o trozos de papel rasgado.

Por supuesto, no encontramos nada. Bueno, casi nada. En un rincón detrás del sofá, descubrí una nota escrita con letra infantil:

«Si los regalos te importan tanto, es que no entendiste nada.»

Se la mostré a mi madre. Su rostro, ya tensado por la preocupación, adoptó una expresión diferente, una mezcla de alivio y algo que pudo haber sido vergüenza. Tomó la nota de mis manos, la leyó en silencio y luego, sin decir una palabra, la rompió en pedazos tan pequeños que ni un microscopio podría haberlos ensamblado de nuevo. «Una broma de tu hermano», dijo al fin, como si aquella explicación fuera suficiente para cerrar el caso.

Claro, mi hermano. El mismo que estaba a cientos de kilómetros en la universidad. Mi madre no era buena mintiendo, pero tampoco parecía querer esforzarse en hacerlo. Su reacción, sin embargo, fue inesperada. En lugar de continuar indignada por la desaparición de los regalos, se relajó. Fue casi imperceptible, un cambio en la rigidez de sus hombros, una suavidad en sus gestos. Como si aquella desaparición misteriosa hubiera aligerado un peso invisible que cargaba sobre ellos.

La cena transcurrió de manera inusual. Mi madre no mencionó más el tema de los regalos, aunque podía verla lanzar miradas furtivas hacia el árbol vacío. Mi padre, tras varias copas de vino, incluso pareció más sociable de lo habitual, ofreciendo comentarios absurdos sobre cómo los ratones estaban «mejor organizados que nunca». Y yo, aunque seguía sintiéndome confundida por todo lo que había ocurrido, me dejé llevar por la extraña serenidad que había llenado la casa.

Esa noche no hubo regalos, pero tampoco hubo discusiones. Nos sentamos alrededor del árbol vacío con nuestras bebidas en la mano, dejando que el silencio llenara los espacios entre nosotros. No fue incómodo, como había temido. Al contrario, fue casi agradable, como si la falta de expectativas nos hubiera liberado a todos. Cuando mi madre encendió un villancico en la radio, incluso mi padre salió de la cocina, tambaleándose ligeramente, y murmuró algo que sonó vagamente como un «Feliz Navidad».

Miro de nuevo la foto. Al fondo, puedo ver el reflejo de una niña en la ventana, su rostro lleno de una mezcla de confusión y maravilla.

Sin embargo, un detalle más llama mi atención. La forma en que las luces del árbol se reflejan en el cristal tiene algo extraño. No es solo mi rostro el que aparece. En la esquina del reflejo, apenas visible, puede verse la silueta de una caja. Y aunque no se distingue con claridad, sé lo que es: un pequeño piano eléctrico.

Me río en voz baja, como si la fotografía se burlara de mí, recordándome que no todo lo que desaparece se pierde para siempre. A veces.

©Nitrofoska

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