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lunes, 30 de diciembre de 2024
sábado, 28 de diciembre de 2024
jueves, 26 de diciembre de 2024
martes, 24 de diciembre de 2024
UN CUENTO DE NAVIDAD
La fotografía llegó en un sobre ordinario, sin remitente, con mi dirección escrita a mano. Era un sobre corriente, de esos que parecen cargados de facturas o propaganda, lo abrí sin mucho interés. Al principio, pensé que se trataba de una invitación atrasada a alguna fiesta, o tal vez una estrategia mediocre de publicidad navideña. Pero al sacarla, me encontré con una imagen inesperada: un árbol de Navidad perfectamente decorado.
Las luces cálidas formaban una espiral que bajaba desde la punta hasta la base, las cintas rojas caían como si obedecieran a una regla precisa, y pequeños adornos de cristal colgaban de las ramas como si hubieran sido colocados por alguien obsesionado con el equilibrio. Todo en él era impecable, como sacado de un catálogo de lujo. Pero lo que más llamó mi atención no fue el árbol en sí, sino lo que faltaba.
Ni un solo regalo.
«Vaya, otro visionario minimalista», murmuré para mí misma, dejando la foto a un lado con una sonrisa sarcástica. Ya estaba a punto de tirarla junto con la publicidad de pizza a domicilio y los anuncios de descuentos en colchones, cuando algo en el reverso llamó mi atención: una frase escrita a mano.
«¿Todavía crees que fue
culpa de los ratones?»
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El impacto fue inmediato. La frase era absurda, pero en su aparente inofensividad había algo perturbador, algo que encendió una chispa en mi memoria. No quería admitirlo, pero sabía exactamente a qué se refería.
Tenía nueve años cuando ocurrió. Era la víspera de Navidad, y mi madre, como cada año, había convertido nuestra casa en un escaparate navideño digno de una portada de revista. «Perfecto» era su palabra favorita para describirlo, aunque «perfecto» siempre significaba algo diferente para cada uno de nosotros. Para ella, perfecto era que el árbol estuviera tan alineado con las ventanas que los vecinos pudieran envidiarlo desde sus casas. Para mi padre, perfecto era que nadie le hablara mientras se refugiaba en la cocina con una botella de vino. Para mí, perfecto era que el mayor de los regalos bajo el árbol tuviera mi nombre y que, idealmente, fuera un pequeño piano eléctrico. Uno con teclas brillantes y sonidos que prometieran que, por un momento, podría crear algo mágico.
Esa noche, todo estaba dispuesto para que la perfección reinara. El árbol brillaba en el rincón del salón, rodeado de montones de cajas perfectamente envueltas con papel brillante y moños imposibles.
Pero entonces desaparecieron.
Lo noté al bajar de mi habitación. Era temprano, y el olor a pavo horneado llenaba la casa. El árbol estaba igual que siempre, resplandeciente, pero algo en él había cambiado. El espacio bajo las ramas estaba vacío, tan vacío que parecía un cuadro al que alguien hubiera borrado una parte esencial. Cuando lo señalé, mi madre palideció, mientras mi padre resoplaba con ese aire de hastío que parecía ser su estado natural.
«¡Han sido los ratones!», exclamó mi madre, agarrándose a esa idea con la misma intensidad con la que se aferraba a sus interminables listas de tareas. Desde el principio, la ocurrencia fue ridícula. ¿Ratones? ¿Ratones capaces de cargar cajas de medio metro envueltas en papel brillante y desaparecer sin dejar rastro? Pero nadie la contradijo.
Mi padre aprovechó la excusa para desaparecer también. Tomó una copa de vino de la mesa y murmuró algo sobre «el precio de vivir en una casa tan vieja». Mientras tanto, mi madre, decidida a resolver el «misterio», me obligó a arrodillarme y buscar pistas. Sí, pistas. Según ella, los ratones debían haber dejado migajas o trozos de papel rasgado.
Por supuesto, no encontramos nada. Bueno, casi nada. En un rincón detrás del sofá, descubrí una nota escrita con letra infantil:
«Si los regalos te importan tanto, es que no entendiste nada.»
Se la mostré a mi madre. Su rostro, ya tensado por la preocupación, adoptó una expresión diferente, una mezcla de alivio y algo que pudo haber sido vergüenza. Tomó la nota de mis manos, la leyó en silencio y luego, sin decir una palabra, la rompió en pedazos tan pequeños que ni un microscopio podría haberlos ensamblado de nuevo. «Una broma de tu hermano», dijo al fin, como si aquella explicación fuera suficiente para cerrar el caso.
Claro, mi hermano. El mismo que estaba a cientos de kilómetros en la universidad. Mi madre no era buena mintiendo, pero tampoco parecía querer esforzarse en hacerlo. Su reacción, sin embargo, fue inesperada. En lugar de continuar indignada por la desaparición de los regalos, se relajó. Fue casi imperceptible, un cambio en la rigidez de sus hombros, una suavidad en sus gestos. Como si aquella desaparición misteriosa hubiera aligerado un peso invisible que cargaba sobre ellos.
La cena transcurrió de manera inusual. Mi madre no mencionó más el tema de los regalos, aunque podía verla lanzar miradas furtivas hacia el árbol vacío. Mi padre, tras varias copas de vino, incluso pareció más sociable de lo habitual, ofreciendo comentarios absurdos sobre cómo los ratones estaban «mejor organizados que nunca». Y yo, aunque seguía sintiéndome confundida por todo lo que había ocurrido, me dejé llevar por la extraña serenidad que había llenado la casa.
Esa noche no hubo regalos, pero tampoco hubo discusiones. Nos sentamos alrededor del árbol vacío con nuestras bebidas en la mano, dejando que el silencio llenara los espacios entre nosotros. No fue incómodo, como había temido. Al contrario, fue casi agradable, como si la falta de expectativas nos hubiera liberado a todos. Cuando mi madre encendió un villancico en la radio, incluso mi padre salió de la cocina, tambaleándose ligeramente, y murmuró algo que sonó vagamente como un «Feliz Navidad».
Miro de nuevo la foto. Al fondo, puedo ver el reflejo de una niña en la ventana, su rostro lleno de una mezcla de confusión y maravilla.
Sin embargo, un detalle más llama mi atención. La forma en que las luces del árbol se reflejan en el cristal tiene algo extraño. No es solo mi rostro el que aparece. En la esquina del reflejo, apenas visible, puede verse la silueta de una caja. Y aunque no se distingue con claridad, sé lo que es: un pequeño piano eléctrico.
Me río en voz baja, como si la fotografía se burlara de mí, recordándome que no todo lo que desaparece se pierde para siempre. A veces.
©Nitrofoska
domingo, 22 de diciembre de 2024
viernes, 20 de diciembre de 2024
ÁLBUM AQVO
jueves, 19 de diciembre de 2024
martes, 17 de diciembre de 2024
LITERACCIÓN
encaramada al mástil chino.
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domingo, 15 de diciembre de 2024
EL EXPERIMENTO
Nunca he confiado en los experimentos sociales. Si algo me enseñaron los años —años de trabajos absurdos, citas fracasadas y noches en vela frente a pantallas vacías—, es que la naturaleza humana se defiende de la verdad con un celo impresionante. Sin embargo, allí estaba, sentada en un sofá incómodo, frente a un hombre que me observaba con una mezcla de curiosidad y desdén. No era un científico ni un filósofo, apenas un empleado más de la agencia. Su camisa estaba arrugada, y llevaba las gafas torcidas sobre la nariz. No podía decidir si me irritaba su presencia o si era un alivio que alguien en aquella sala se mostrara tan humano como yo.
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El experimento tenía reglas claras: durante tres días, debía comportarme como si amara a un completo desconocido. No se trataba de coquetear ni de escenificar un romance convencional. «Amar» era la palabra clave, repetida obsesivamente en los formularios y en las instrucciones. Amar como se ama de verdad, como si el alma misma estuviera en juego. Me pareció un concepto ridículo, después de todo, ¿qué sabían ellos sobre el amor? A veces ni siquiera estoy segura de saberlo yo.
El hombre al otro lado de la habitación, mi «pareja asignada», era más joven de lo que esperaba. Su cabello desordenado y su chaqueta demasiado ajustada sugerían a alguien acostumbrado a una vida precaria pero no carente de vanidad. Me miraba como quien examina un objeto en una vitrina, intentando decidir si merece la pena su precio. No recuerdo haber escuchado su nombre con atención, y él tampoco pareció interesado en recordar el mío.
«Es sencillo», había dicho el coordinador antes de encerrarnos en aquel pequeño apartamento de alquiler. «Hablen, toquen, cocinen juntos. Si surge un conflicto, háblenlo. Y, por favor, recuerden que todo está grabado». Esa última frase se deslizó entre nosotros como una presencia ominosa, una sombra que lo contaminaba todo. Las cámaras, camufladas en las esquinas, eran discretas pero no invisibles, su función no era observarnos, sino recordarnos que estábamos siendo observados.
Al principio intentamos cumplir con lo mínimo. Las primeras horas se llenaron de silencios incómodos, frases hechas y preguntas superficiales. Me sorprendió descubrir que no me molestaba tanto su compañía como el eco de mis propias palabras. ¿Cuántas veces había dicho lo mismo, con las mismas pausas exactas, en otros escenarios, a otras personas? Cuando hablamos de nuestras vidas —trabajos mediocres, relaciones pasadas—, sentí que estábamos improvisando diálogos para una obra que ninguno deseaba protagonizar.
Fue en la primera noche cuando ocurrió algo inesperado. Estábamos sentados a la mesa, cenando pasta fría que él había preparado sin entusiasmo, cuando mencioné a mi ex pareja. Lo hice sin intención, casi por reflejo, como quien toca una herida vieja para comprobar si aún duele. Él escuchó en silencio y, tras una breve pausa, confesó algo similar: un matrimonio fallido, dos años de peleas y una separación definitiva. Su voz no tenía ni rastro de amargura, pero había algo en sus palabras que me resultó terriblemente familiar. No era tristeza, sino resignación, una aceptación serena de que el amor, tal como lo concebimos, no es más que una ficción elaborada.
Esa conversación marcó un cambio. A la mañana siguiente, cuando lo vi preparando café en la pequeña cocina, sentí por primera vez un atisbo de algo que podría llamar simpatía. No amor, desde luego, pero algo cercano al respeto. Quizás fuera su forma de apartarse el cabello de la frente o la manera en que me ofreció el azúcar antes de servirse él mismo. En cualquier caso, me encontré deseando que hablara, que llenara el silencio con algo, cualquier cosa.
Cuando lo hizo, no fue exactamente lo que esperaba.
«¿Tú crees que esto funciona?», dijo mientras revolvía su taza. «Este experimento, quiero decir. ¿Crees que se puede amar a alguien porque sí, porque te lo piden?»
La pregunta me desarmó. Hasta ese momento, no había considerado el propósito real del experimento. Supuse que era un estudio más sobre las dinámicas humanas, uno de tantos, financiado por alguna universidad o instituto de investigación. Pero la palabra «amor» adquirió un peso diferente al escucharla en su voz, como si ahora me estuviera pidiendo una respuesta más profunda.
«No lo sé», respondí al fin, con la honestidad que nunca usé en mis relaciones reales. «Creo que el amor es… más complicado. Más caótico. No sé si puede fabricarse así, como si fuera un producto en serie.»
«Pero lo estamos intentando, ¿no?» Su sonrisa era irónica, casi cruel, pero sus ojos eran sinceros. «Estamos aquí, fingiendo que esto tiene sentido. Quizá eso sea suficiente.»
No respondí. No porque no tuviera nada que decir, sino porque, por primera vez, sentí que entendía lo que realmente estábamos haciendo allí. No estábamos intentando amar. Estábamos intentando convencer a alguien —a las cámaras, a nosotros mismos— de que el amor aún podía existir.
La segunda noche fue distinta. No podría explicar exactamente qué cambió, pero había algo en el aire, algo más pesado. Quizá fuera el silencio, o el hecho de que el día había transcurrido sin apenas contacto físico. Intentamos hacer lo que el manual sugería: cocinar juntos, intercambiar anécdotas. Incluso jugamos a un juego de cartas que encontramos en un cajón del armario, una actividad que me pareció tan absurda como inofensiva. Pero al caer la noche, ambos éramos más conscientes que nunca de lo que nos faltaba.
La distancia se sentía como un vacío tangible. No había ternura en nuestras palabras ni complicidad en nuestras acciones. Y sin embargo, el experimento seguía su curso, como si la mera acumulación de minutos juntos pudiera transformar la indiferencia en algo significativo.
Fue él quien dio el primer paso hacia lo que podría llamarse el núcleo del experimento. Después de la cena, se sentó en el sofá y me invitó a acompañarlo. Su invitación era más que un gesto, era un desafío. Me senté a su lado, cruzando los brazos por instinto, como si mi cuerpo supiera que debía protegerse.
«Si realmente quisiéramos», dijo de repente, sin mirarme, «podríamos hacerlo. Podríamos fingirlo todo. Podríamos darles lo que buscan. Una historia perfecta. ¿No crees?».
Su voz tenía un tono que me desconcertó. No era acusador, ni siquiera cínico. Era más bien… melancólico. Lo miré, buscando en su rostro alguna pista sobre lo que realmente quería decir. Pero su expresión era impenetrable.
«¿Y por qué haríamos eso?», respondí. Mi voz sonó más seca de lo que esperaba.
«Porque es más fácil», dijo, y entonces me miró. «Porque al final, lo único que esperan de nosotros es que les confirmemos lo que ya creen. Que el amor puede simularse. Que es una ecuación que se resuelve con tiempo y cercanía. Quizá tengan razón.»
La última frase quedó suspendida en el aire, cargada de una duda que no me atreví a cuestionar. En lugar de responder, me dejé caer hacia atrás, apoyando la cabeza en el respaldo del sofá. Las cámaras estaban allí, como siempre, observándonos desde ángulos que ya habíamos olvidado. Por un momento, me pregunté qué sería más interesante para los que nos miraban: el conflicto que no existía entre nosotros o la calma que fingíamos mantener.
Entonces ocurrió algo inesperado. Él se inclinó hacia mí y tomó mi mano. Su contacto no fue suave ni afectuoso, fue casi torpe, como si estuviera probando algo por primera vez. No lo aparté. No porque quisiera corresponderle, sino porque quería saber hasta dónde estaba dispuesto a llegar. Sentí cómo sus dedos rozaban los míos, cómo su pulgar trazaba un círculo lento sobre mi palma.
«¿Es esto lo que quieren?», pregunté, en un tono que no pude evitar que sonara hostil. «¿Que actuemos como si esto tuviera algún sentido?».
«No lo sé», dijo, y soltó mi mano con la misma lentitud con la que la había tomado. «Pero si nadie está mirando, ¿qué más da? Puede que sea lo único real que nos quede.»
No dije nada más esa noche. Cuando me fui a la cama, lo escuché moverse en la sala, quizás acomodándose en el sofá, quizá simplemente evitando el sueño. Me quedé despierta más de lo que hubiera querido, sintiendo el calor residual de su mano en la mía. No era amor, ni siquiera deseo. Era algo más elemental, algo que no sabía si debía rechazar o aceptar.
La tercera y última mañana comenzó con una claridad inusual. El cielo estaba despejado, y la luz inundaba el pequeño apartamento. Cuando me desperté, él ya estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia fuera. Su silueta parecía más sólida, como si en esas últimas horas hubiera encontrado un propósito que yo aún no podía discernir.
«Hoy termina, ¿verdad?» Su voz era baja, como si no quisiera perturbar el aire entre nosotros.
«Sí», respondí desde la cama, aún con el cuerpo pesado por el sueño. «Hoy termina.»
No añadió nada más. Pero en su silencio, algo en mi interior comenzó a resquebrajarse. Tal vez era la certeza de que, después de esto, nuestras vidas volverían a ser lo que siempre habían sido: líneas paralelas que nunca se cruzarían de nuevo.
Cuando llegó la tarde, nos encontrábamos sentados uno frente al otro, separados por la mesa donde había quedado el eco de nuestras conversaciones. Había algo solemne en el ambiente, como si el apartamento, con sus muebles impersonales y sus cámaras ocultas, compartiera nuestro conocimiento de que el final estaba cerca. No hablamos mucho. Tal vez porque no queríamos romper el frágil equilibrio que habíamos construido en esos días.
Fue él quien rompió el silencio.
«¿Sabes? Creo que esto no es realmente sobre el amor. Ni siquiera sobre nosotros.» Su voz era tranquila, pero había una intensidad contenida que me obligó a levantar la vista. «Creo que solo están esperando que fracasemos.»
Lo observé detenidamente, buscando señales de ironía, pero su expresión era impenetrable. «¿Y si no fracasamos?» pregunté, sin saber realmente qué quería decir con eso.
«No creo que eso importe.» Su sonrisa era leve, casi imperceptible. «Ellos ya tienen su respuesta. Tal vez la tenían incluso antes de que comenzáramos.»
Las palabras flotaron entre nosotros, y durante un momento me sentí extrañamente conectada a él, como si compartiéramos una complicidad que iba más allá de lo que las cámaras podían registrar. Me pregunté si esa era la verdadera naturaleza del amor: no el deseo ni la pasión, sino la simple conexión, efímera y contingente, que surge cuando dos personas reconocen la soledad del otro.
El coordinador llegó al anochecer. Su presencia, con su camisa arrugada y sus movimientos torpes, rompió la burbuja que habíamos creado. Nos informó de que el experimento había concluido y pronto recibiríamos un correo con los resultados preliminares. Su tono era profesional, clínico. No nos preguntó cómo nos sentíamos ni si queríamos añadir algo a los datos que habían recopilado. Supuse que eso no era relevante para ellos.
Cuando llegó el momento de separarnos, no hubo abrazos ni palabras de despedida. Él recogió su chaqueta y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se giró y me miró por última vez.
«Fue interesante, al menos», dijo, y luego se marchó.
Me quedé en el apartamento un rato más, como si necesitara procesar lo que había ocurrido. Cuando finalmente me levanté para irme, me detuve frente a una de las cámaras y la miré fijamente. No sé por qué lo hice. Tal vez para recordarles que yo también había estado observando, que no eran los únicos que tenían preguntas.
Salí a la calle. El aire era fresco, y las luces de la ciudad parpadeaban en la distancia. Por un instante, me pregunté qué habría pasado si hubiera intentado algo más, si me hubiera permitido cruzar esa línea invisible entre lo que fingimos y lo que sentimos realmente. Pero el pensamiento desapareció tan rápido como había llegado.
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viernes, 13 de diciembre de 2024
jueves, 12 de diciembre de 2024
martes, 10 de diciembre de 2024
domingo, 8 de diciembre de 2024
jueves, 5 de diciembre de 2024
EL CRISTO
La gente del barrio apenas recuerda cuándo comenzó aquello. Se podría decir que el Cristo del poste de la luz se materializó frente a ellos una madrugada, como si lo hubieran depositado allí desde el delirio de un sueño febril, en ese intersticio donde la vigilia y el sueño se entrelazan y se confunden. Fue Ramírez, el barrendero, quien lo vio primero. Ahí estaba, un Jesucristo a gran escala, con las manos clavadas a la cruceta del poste y la mirada vuelta hacia el cielo, pidiendo tal vez clemencia o explicaciones, todo bañado en la luz amarilla y sorda de un farol callejero.
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La imagen resultaba tan absurda como majestuosa. Ese Cristo, con su manto harapiento agitado por el viento, con su cuerpo escultural atrapado en la utilitaria arquitectura urbana tenía algo de milagroso, pero también de profano. Su figura rompía con la rutina de los lunes, con el traqueteo de los camiones de basura y el insomnio resignado de algunos vecinos asomados a las ventanas. Había un olor acre en el aire, una mezcla de basura acumulada y humedad estancada que se mezclaba con la sensación de que algo sagrado había irrumpido de forma inesperada. Sin embargo, había algo perverso en la manera en que sus pies desnudos colgaban sobre el enjambre de cables, como si se hubiera fundido en la miseria de ese paisaje gris y señalara un camino hacia una verdad que nadie quería ver.
Los rumores no tardaron en correr como la pólvora. Algunos dijeron que era una intervención artística, la obra de un genio incomprendido. Otros aseguraron que había sido colocado por alguna secta, un grupo de fanáticos con ideas de penitencia.
Sin embargo, el Cristo tenía algo que lo hacía distinto, algo que no encajaba en una simple estatua. Su expresión no era la de un molde inanimado, sino que parecía reflejar un dolor sincero y resignado. Al tercer día, una grieta apareció sobre su frente, y la gente se agolpó al pie del poste para ver cómo desde esa frente fracturada goteaba un líquido oscuro que parecía aceite quemado. Las voces se alzaron: que si lloraba por la humanidad, que si lloraba por el barrio olvidado y sus calles sin futuro. La humedad del aire hizo que el olor del aceite quemado se extendiera, penetrando en las casas cercanas y volviendo el ambiente sofocante, opresivo.
Fue Dante Martínez, el ex-electricista que ahora vendía cigarrillos de contrabando quien dijo que aquello era un aviso. «Ese Cristo no está llorando aceite. Es el alma de esta ciudad que se está derramando por sus heridas. Ya lo verán». Nadie le hizo demasiado caso, pero el mensaje quedó latiendo, como el eco de una profecía maldita. Y en efecto, una mañana, cuando alguien intentó trepar por el poste para quitar la figura —tal vez por morbo o por desafío a lo sagrado—, un destello azul recorrió con furia los cables, un chispazo vivo y fulgurante, como una advertencia divina. El hombre cayó al suelo con los ojos abiertos y las manos chamuscadas. Desde ese momento, devoción y miedo se fusionaron en el nuevo sentir del barrio.
Los días siguientes, la vecindad fue golpeada por una serie de tragedias inexplicables. Primero, un accidente de tráfico sacudió la calle principal cuando dos automóviles chocaron justo frente al poste del Cristo. Los conductores resultaron heridos, la gente dijo que la mirada fija de la figura los había hecho perder el control. Pocos días después, las aguas del barrio se contaminaron de manera repentina. La disentería se propagó como una sombra, dejando a los vecinos débiles, incapaces de comprender cómo algo tan esencial había podido llegar a volverse tóxico. Como si todo eso no fuera suficiente, una noche de tormenta el suministro eléctrico falló, sumiendo al barrio en la más completa oscuridad.
La desesperación se hizo palpable. La figura del Cristo seguía allí, con la grieta en la frente y su semblante imperturbable. Ramírez, agotado, se sentía impotente frente a la acumulación de desgracias, y cada madrugada se acercaba al poste, buscando respuestas. La figura, iluminada solo por el tenue resplandor de las velas de las ofrendas, le devolvió una mirada vacía, indiferente a todo lo que sucedía a sus pies. Había noches en que Ramírez sentía el frío del suelo filtrarse por sus zapatos mientras observaba el rostro del Cristo, y en esos momentos le invadía una extraña mezcla de furia y resignación, un deseo de desafiar al Cristo y, al mismo tiempo, de implorarle por un milagro.
Las tragedias parecían no tener fin, pero una noche, en medio de la oscuridad, el Cristo cambió de expresión. Para algunos, ese cambio mostraba un destello de piedad; para otros, una sonrisa siniestra. Y luego sucedió lo inesperado. Algún vecino osado, cansado ya del infortunio y decidido a desafiar con una dosis de humor la sombra lúgubre que los cubría, se armó de valentía y colgó una gorra de béisbol sobre la cabeza del Cristo, agregándole además unas gafas de sol. Al día siguiente, el ambiente en el barrio había cambiado. Las risas reemplazaban al murmullo de temor, y la figura en lo alto del poste, con su nuevo atuendo, se había convertido en una especie de aliado contra la desesperanza.
Fue así como la tensión que había envuelto al barrio comenzó a disolverse. La bocina colocada en la base del poste no tardó en aparecer, y pronto el chotis y la cumbia inundaron las calles. El sonido de la música, combinado con el calor del asfalto, parecía revivir el color de las fachadas apagadas, y la gente comenzó a pasar frente al poste con una sonrisa, como si aquel Cristo, antes tan severo, ahora fuera parte de la comunidad, un protector excéntrico que veía por ellos.
Ramírez, que antes pasaba siempre temeroso junto al poste, comenzó a tararear y dar pequeños saltitos con la música. Las miradas furtivas se convirtieron en sonrisas abiertas, y las ofrendas cambiaron: ahora eran velas, sí, pero también frutas, naranjas y piñas y cerezas y guirnaldas de luces que adornaban al Cristo como si se tratara de una festividad viva y perpetua. Los colores de las luces bailaban sobre el manto harapiento del Cristo, y Ramírez se encontró a menudo parado junto a su escoba para admirar el espectáculo. «Bueno, esto ya es otra cosa», murmuró esbozando una sonrisa.
Los cambios en el Cristo se convirtieron en un evento comunitario. Cada semana amanecía con algo nuevo: una bufanda tejida durante el invierno, unas sandalias de plástico colgando de sus pies, un cartel que decía: «¡Haz algo!». Lo que había comenzado como un enigma perturbador ahora se transformaba en una especie de talismán humorístico que el barrio había hecho suyo. La solemnidad oscura se desmoronaba, y en su lugar brotaba algo distinto, una energía colectiva llena de música, risa y redención ligera.
Una mañana, alguien colocó un ventilador de pilas en la base del poste, y pronto la figura del Cristo, con su manto ondeando perezosamente, pareció disfrutar de una brisa divina, refrescándose en los días más calurosos como cualquier otro vecino, con ese aire desenfadado de quien, por fin, se permite un descanso. Los niños del barrio comenzaron a llamarlo «El Cristo Fresquito», y se reunían cerca del poste para jugar mientras sus padres descansaban. El sonido de las risas de los niños se elevaba hasta perderse entre los cables eléctricos, llenando el aire de una calidez que el barrio había olvidado hacía tiempo. Nadie esperaba ya milagros oscuros ni castigos divinos, sino, al contrario, un guiño de buena suerte o una carcajada compartida.
Fue entonces cuando comenzaron los «Milagros modernos del Cristo Fresquito». Todo empezó con Gregorio, el conductor del camión del butano. Juró que, mientras conducía por la calle principal, vio al Cristo guiñarle un ojo. Gregorio, conocido por ser propenso a exagerar, sobre todo cuando empinaba el codo, contó que poco después encontró un billete de veinte euros en la acera. La historia corrió como la pólvora, y el barrio, que tanto había sufrido, comenzó a llenar sus días de pequeños milagros, historias y anécdotas que, aunque improbables, le devolvían un sentido de pertenencia y alegría.
Incluso las autoridades, que en un principio habían intentado desmontar la figura, parecieron rendirse ante la energía positiva que se respiraba en el barrio. Los operarios que una vez habían enfermado misteriosamente ahora se acercaban a tomarse fotos con el Cristo del poste, posando con los pulgares hacia arriba y dejando propinas en una caja improvisada que decía «Fondo para la próxima fiesta del barrio». Algunos incluso bromeaban con que «El Cristo Fresquito» tenía mejores ideas para la comunidad que el propio ayuntamiento.
Y así, el Cristo del poste permaneció allí por muchos años, con sus gafas de sol reflejando el brillo cambiante de las estaciones, su gorra de béisbol inclinada con desparpajo, sus sandalias de plástico y su bufanda colorida ondeando al viento, como un testigo alegre del renacimiento del barrio al que pronto dio nombre: «El barrio del Cristo Fresquito».
«¿Quién iba a decirlo, verdad?», decía Ramírez mientras barría la acera, mirando al Cristo con una sonrisa. «De todas las cosas que podrían habernos pasado, tuvimos la suerte de que nos tocara un Cristo con un gran sentido del humor». Y con eso, se alejó tarareando un chotis, mientras el Cristo del poste, El Cristo Fresquito, adornado y resplandeciente, seguía mirando al cielo, disfrutando él también del espectáculo.
©Nitrofoska
miércoles, 4 de diciembre de 2024
martes, 3 de diciembre de 2024
domingo, 1 de diciembre de 2024
ÉBOLI DE MERR Y SU CORTEJANDO FUEGO
Hola, androides. El próximo día 4 tendrá lugar la 47 edición de Cortejando Fuego, el evento poético que Éboli de Merr lleva varios años organizando en Pinto. Sí, han leído ustedes bien, edición 47.
A Éboli la conocí en distintos eventos poéticos, ella se muestra siempre muy vehemente, recitando con belleza y convicción, un placer escucharla.
En 2018 me invitó a uno de sus Cortejando Fuego, que se celebró un 31 de julio en Pinto, a 25 kilómetros de Madrid, con el termómetro en cotas muy altas. Pensé para mí: «¿Y quién demonios va a ir hasta allí a recitar y escuchar poesía?»
Cuando llegué a Pinto me encontré con un bonito local, amplio, con escenario y equipo de sonido y luces y muy bien preparado para el evento. Pero sobre todo, lleno, lleno de gente. Esa es Éboli de Merr, ese es su magnetismo y en lo que se traduce su amor por la poesía.
Celebro una nueva edición de su Cortejando Fuego. Celebro que la llama siga ardiendo. No os lo perdáis, androides, ya sabéis que el fuego purifica. Y una buena purificación les vendrá a ustedes pero que muy bien.
➡Coordenadas: miércoles 4 de diciembre a las 18h en el Puerto Pirata de Pinto. ¡En órbita!