sábado, 31 de agosto de 2024
jueves, 29 de agosto de 2024
martes, 27 de agosto de 2024
¡¡¡ AL FIN EL RELATO SOBRE LA FAMILIA NITROFOSKA AL COMPLETO !!!
Hola, humanoides. Hoy les traigo HARINAS IRRADIADAS ARTIACH, uno de los relatos más personales de mi último libro, RADICAL INDEFINIDO. Y digo personal porque este relato germinó en mis circuitos tras escuchar una historia que me contó mi madre, y que por fin arroja un resplandor sobre algunos de los aspectos más androidales de mi familia y de mí mismo.
Hace
unos meses les traje la primera parte de este relato, pero hoy se lo traigo
ENTERO, para que los organismos que aún no han leído mi libro puedan animar con un destello de luz la oscuridad que han dejado crecer a su alrededor . Que ustedes lo disfruten.
©Nitrofoska
Como algunos de ustedes ya saben, amados seres humanos, soy una creación androide del profesor Simónides, que me dio a luz en su laboratorio de la nebulosa Bolívar89, un inmenso hangar atestado de hermosas naves imposibles y fabulosos artefactos capaces de cruzar el universo.
No obstante, al intentar conocer mi pasado mis circuitos se colapsan, entran en un estado de extrema confusión. Mis recuerdos reales y el conocimiento implantado en mis circuitos de memoria se entremezclan en un largo y oscuro pasillo jalonado de puertas y floreros vacíos.
Hoy, mi madre me ha contado una historia que arroja luz sobre algunos de mis aspectos más androidales. Mi madre nació en 1940, tras la devastadora guerra civil. De niña fue muy pálida y delgada, en parte por la falta de alimentos, imposibles de conseguir, por lo menos en Ciudad Humanoide. Para ilustrar su mal aspecto de niña me ha contado que estando con su abuelo, mi bisabuelo Armando, en el parque de Alderdi Eder jugando con José Luis y Maite, sus dos hermanos mayores, sanos y robustos, alguien se acercó preguntando por los tres niños. Mi bisabuelo Armando presentó a mi tío, el mayor, luego a mi tía, la mediana, y cuando llegó el turno de mi madre, Armando dijo: «Y esta pobre, es la pequeña». Cuenta mi madre que mi abuela Pepa, su madre, había alimentado con abundante leche de pecho —costumbre muy extendida entre los seres humanos— a sus dos hijos mayores, pero que debido a la pobre y escasa alimentación de los años 40 no pudo criar en condiciones a su hija pequeña, mi madre, y esto la tenía muy triste y preocupada.
En el cumpleaños de mi abuela Pepa, mi bisabuelo Armando le regaló mil pesetas de la época. Mi abuela Pepa se gastó las mil pesetas en Harinas Irradiadas Artiach para alimentar a su hija Cristina, mi madre.
Sí, han leído ustedes bien, amados seres humanos: Harinas Irradiadas. Con lo cual, tras conocer esta historia he despejado algunas dudas sobre el funcionamiento de mi ciberorganismo.
He investigado acerca de dichas radiaciones y he encontrado lo siguiente: «La irradiación de alimentos consiste en exponerlos a energía procedente de fuentes como los rayos gamma, los rayos X o los haces de electrones. La irradiación no hace que los alimentos sean radioactivos».
Radioactivos tal vez no, pero un poco siderales sí, porque yo noto perfectamente la energía atómica moverse en un denso caos rítmico a través de mis circuitos de hojalata y titanio. En ocasiones, los electrones bailan. Otras veces los neutrones toman el control de la situación biomecánica y las tardes discurren plácidas y dilatadas. La mayoría de las veces los rayos gamma y los rayos X conviven como pueden con electrones, protones, subidones de adrenalina y bajadas de moral. Mis circuitos sienten, día a día, bit a bit, los portentosos efectos de las Harinas Irradiadas Artiach.
El amor de mi abuela y de mi madre, sumados a la refinada técnica del profesor Simónides y a las harinas irradiadas han hecho de mí lo que soy, un androide turbonucléico en estado explosivo, y cuyo único combustible es el amor.
Muchas gracias a mi madre por contarme esta historia. A mis tíos José Luis y Maite por ser tan guapos y robustos. A mi abuela Pepa por comprar tan ingente cantidad de radiaciones cósmicas y a mi bisabuelo Armando por soltar las mil lucas. Muchas gracias a todos. Ocupan un lugar muy importante en mi corazón biónico.
Hasta aquí la historia oficial de la familia. Pero eso no es todo. Hay más, mis amados seres humanos.
No recuerdo a quién le escuché decir que nada nos acerca tanto a Dios como la comida, esos mordiscos y bocados que ingieres y acaban formando parte de ti, de tus músculos, de tu sudor y tu pelo, de tu carácter, de tu humor gastrointestinal. Lo que acaba siendo tú, la argamasa de tu cuerpo.
De modo que ahora les voy a terminar de exponer a ustedes algunos de los alimentos que han hecho de mí lo que soy, y que explican, a mi entender, ciertos sucesos que me acontecieron cuando era pequeño, un niño. Porque yo, antes de convertirme en un amasijo de circuitos de hojalata y titanio, también fui un niño.
En una ocasión mi madre fue convocada por el director del colegio al que yo asistía. Mi madre fue al colegio y el director y mi profesora le dijeron, muy preocupados, que yo solía quedarme en Babia. A continuación, mi profesora refirió que cuando me saca a la pizarra para escribir algo, o para decir la lección, para leer o lo que sea, su hijo arranca, empieza a hablar pausadamente, porque su hijo es muy pausado ya de normal, y de lo tan pausado que va hablando poco a poco se le acaban las pilas, se queda callado, con el libro de texto en una mano, el otro brazo colgando a lo largo de su pequeño cuerpo y mirando al infinito con la boca abierta, sobre la tarima, ensoñado, a la vista de todo el mundo, en Babia.
Yo que usted hablaría con un médico, señora, visitaría un médico, tal vez algún familiar suyo sea médico, qué sé yo, porque no es normal.
Tras la reunión con el director y mi profesora, mi madre volvió a casa y me sentó a la mesa de la cocina. Ella y yo a solas. Recuerdo bien ese día porque me hizo un montón de preguntas. Si lo pasaba bien en la escuela, si tenía problemas con algún compañerito o con alguna profesora, qué comida nos daban en el comedor. A eso de la comida mi madre le daba mucha importancia.
Cuando hubo escuchado la detallada descripción que hice de los platos que nos sacaban a diario en el comedor, mi madre quedó satisfecha con lo que nutrían a su vástago. Pero de lo que mi madre no era consciente es de que el daño ya estaba hecho, de que la programación androide que me habitaba, que generaba mi actitud y mis pensamientos había entrado en mí a través de su sangre, de su pecho, de su propia respiración. De las Harinas Irradiadas Artiach. De su propio alimento.
En busca de una salida al laberinto que la ocupaba, mi madre fue a visitar a mi abuela Pepa y le contó lo sucedido. Mi abuela Pepa concluyó que lo que yo necesitaba imperiosamente eran vitaminas, proteínas, alimento, hija mía, alimento de verdad. Le recomendó a mi madre que me diera todas las mañanas aceite de hígado de bacalao. Así, sin duda se fortalecerá tu hijo, tomará fuerzas el muchacho, dijo.
Y claro, mi madre hizo lo mismo que había visto hacer a su propia madre. Es decir, me forró a aceite de hígado de bacalao. Y no sé si ustedes lo saben o incluso si lo han padecido en sus propias carnes, pero cuando un organismo infantil es alimentado con gran cantidad de aceite de hígado de bacalao, este aceite acaba por engrasar cada recoveco protéico, cada pliegue celular, y termina formando parte insoluble del propio individuo, que empieza a exudarlo por los poros.
Para que nos entendamos: empiezas a sudar esencia de aceite de hígado de bacalao mientras juegas en el parque, mientras paseas a la luz del sol, mientras estudias en la escuela. Sudas bacalao. Rezumas bacalao. Apestas a pescado.
Me fui poniendo gordito, fuerte y rollizo, eso sí, gordito y fuerte como una bola de cañón. Y dejé de quedarme en Babia con la boca abierta. Pero olía a pescado que daba pavor.
Los niños, y las niñas, empezaron a alejarse de mí. Yo lo notaba, lo sentía, lo percibía. En el parque solo querían jugar conmigo al escondite, porque así me tenían lejos. Y también porque los muy canallas me daban caza con facilidad. Por el olor. La fetidez. La pestilencia que el aceite de hígado de bacalao había impregnado en mi candoroso cuerpo de infante humanoide.
En el entorno de la vida familiar no parece que les molestara tanto mi olor corporal. Supongo que poco a poco fueron acostumbrándose a mi pestilencia y eran incapaces de percibir su intensidad. Aunque en más de una ocasión sorprendí a mi madre olfateando la bolsa de la compra al volver del mercado, o asomando la nariz por la ventana del patio, como para detectar de dónde procedía aquel obstinado olor a pez. Sacaba la cabeza entre las hojas de la ventana y apuntaba con la nariz lo más lejos posible, pero de lo que no alcanzaba a darse cuenta mi madre es de que el olor que ella buscaba, ese desagradable efluvio a mar putrefacta, lo estaba alimentando ella misma con las abundantes y espesas cucharadas de aceite de hígado de bacalao que tres veces al día embutía en mi cuerpo. Es sorprendente lo ciegos que pueden llegar a mostrarse los seres humanos ante determinados hechos. No son capaces de ver un menhir, una pirámide, una nave interplanetaria, ni aunque la tengan ante sus propios ojos.
Como les estaba refiriendo, me puse bien fuerte y gordito, de eso no me quejo, porque el aceite de hígado de bacalao posee altas cualidades nutritivas, el aceite de hígado de bacalao rebosa vitaminas A y D, ustedes deben saberlo.
Pero ojo, como supe más adelante, tras la investigación que llevé a cabo sobre el origen de mis desajustados circuitos, el aceite de hígado de bacalao también puede retardar de manera sensible la coagulación sanguínea.
Y es ahí donde yo me veo, en el parque, jugando al escondite, dándome de bruces contra el suelo. Me veo cayendo de rodillas sobre la gravilla de Alderdi Eder, donde yo también he jugado de niño, como mi madre, mis tíos, mi abuela y mi bisabuelo, y es que los trastornos entran por la sangre y viven en la sangre, no es que aparezcan de la nada, no, ya vienen con nosotros, de serie, como suele decirse para los coches o vehículos, y me veo ahí, jugando al escondite y me caigo sobre la grava y me hago una herida en la rodilla, y yo soy consciente de que a los demás niños les duele también, claro está, pero les echan un chorretón de agua oxigenada, les ponen una venda y ya se reincorporan al juego, a la partida, a la batalla, al lío. Pero yo no, mis amados seres humanos. Yo me hago un arañazo y la sangre empieza a brotar, lánguidamente pero sin fin, sigue saliendo sangre, más y más sangre. Y veo que me ponen primero una tirita, al rato varias capas de esparadrapo, luego echan mano de la venda y luego ya optan por vendarme casi por completo, para asegurar, porque no hay forma de que pare ese flujo continuo de sangre.
El caso es que con toda esa venda envolviéndome el cuerpo más parezco una momia que un muchacho en la flor de la vida. Y el aspecto que uno presenta a los demás puede parecer una tontería, pero resulta esencial en cuanto a la percepción que la persona vaya a tener de sí misma en el futuro. Puede llegar a hacer mucho daño. Hay que ver cómo me mira todo el mundo. Con una mezcla de sentida lástima y de recelo, porque en medio de tanta venda no se me ve bien el rostro, ni los ojos, ni las manos, y las madres y los propios niños desconfían de un ser del que no pueden conocer la piel ni la mirada, un niño envuelto en un conglomerado de trapos, vendas, esparadrapo y mercromina del que se escurren dos ojos vigilantes y sanguinolentos que apestan a pescado.
Pueden ustedes sin duda imaginar, mis amados seres humanos, que a pesar de la fortaleza física que adquirí con el aceite de hígado de bacalao, mi ánimo, mi talante, mi espíritu, fueron disminuyendo, disipándose entre efluvios de pescado, ahogados por espesos kilómetros de vendas.
Mi madre y mi abuela, viéndome tan triste y alicaído resolvieron fortalecer la toma de aceite de hígado de bacalao con un reconstituyente «espiritual», dijeron. Empezaron a darme, mañana y tarde, quina Santa Catalina. Los vinos dulces quinados, como es bien sabido, se vendieron durante años como suplemento dietético para niños. De hecho, el anuncio de quina Santa Catalina proclamaba: Es medicina, es golosina, y ahí vemos a un niño vestido con una camiseta de rayas junto a una niña de largas trenzas abalanzándose sobre una botella de quina Santa Catalina, que no es otra cosa que un vino dulce con 15º de alcohol.
En cuestión de días mi ánimo fue escalando muchos enteros. Yo, que en los últimos tiempos de abatimiento franqueaba la puerta de casa con cautela, oteando nervioso a ambos lados, torpe, temeroso y esquivo, empecé a bajar las escaleras pegando saltitos, cantando, trotando. Saludaba efusivamente a mis compañeros y mis compañeras de clase y hasta a mis profesores y al conductor del autobús que nos recogía frente a la casa, y a la señora de la frutería, y al panadero con sus hogazas, a las hogazas también las saludaba, a los perros, a los gatos, en general a cualquier ser vivo que se me cruzase o incluso a los pajaritos, ya ven ustedes, mi ánimo resultaba muy expansivo, muy variable, excéntrico y sublime. Hay que decir que mi popularidad entre las niñas subió muchos enteros. Esto me agradó, me entusiasmó, les hablaba, las halagaba, jugaba con ellas a los médicos o a la cuerda y en general parecía que el tiempo me daba para todo. Esto del tiempo lo pienso ahora, porque entonces no pensaba en qué o a qué dedicaba el tiempo, sencillamente el tiempo fluía, siempre había tiempo por delante, no se agotaba nunca y a mí me daba para todo. Bueno, para todo no, porque los estudios me empezaron a ir regular. Pero lo cierto es que ya no me quedaba dormido o en Babia en la escuela al leer la lección. Más bien todo lo contrario. Tras pimplarme camino a la escuela la generosa ración de quina Santa Catalina dispuesta a diario por mi madre agarraba con soltura el libro que me tendía la maestra y decía la lección. La lección o cualquier otra cosa, en esos tiempo felices yo era capaz de hablar durante horas. Y con gusto. Cuando sonaba el timbre del recreo yo continuaba, impertérrito, orando, perorando sobre cualquier tema. Lo mismo les podía detallar a mis compañeritos cómo se construye un tirabique, un tirachinas capaz de atinar su objetivo desde 50 metros de distancia como les podía platicar sobre la guerra de secesión de los Estados Unidos de América, que no es que me la hubiese estudiado, pero había visto un par de películas en la tele, o en el cine, o en un cómic que me había dejado mi primo y yo improvisaba el resto. Lo pasaba muy bien. Creo que fue aquella etapa la que me animó a seguir viviendo. Vi que la vida podía ser mejor, que la vida podía ser distinta de como la percibimos en un primer momento, esa infancia programada, encorsetada, vigilada, de adiestramiento continuo. Y es que hay que estar ahí, hay que insistir, hay que buscar el hueco por donde poder colarnos cada uno de nosotros, bien sea impartiendo una conferencia al resto de la clase o tomando un baño en la playa o bailando sin descanso o hablando lenguas extranjeras o armando tirabiques o ligándose a chicos o chicas o lo que sea, lo que a cada uno se le dé bien, porque lo que no nazca de ti con un par de lingotazos de quina Santa Catalina es que no nace ya para nada, olvídate, queda sepultado por el peso de los días sin sentido, por el ocaso de la vida rutinaria, de la plácida, adoctrinada y sosegada existencia. Ya todo se vuelve turbio y afilado y espinoso y solo es que te falta un buen vinito, es solo eso, caramba.
Claro que esto de andar día tras día piripi tuvo sus consecuencias en lo que se refiere a mi integridad física. No es que me metiera en alguna pelea o alguna bronca, no, nada de eso, soy de talante pacífico y conciliador. Pero se da la circunstancia de que una mañana, mientras desayunaba en la cocina de casa vi algo que brillaba en la despensa. Una botella de quina Santa Catalina centelleó a través de los estantes. Entré en la despensa. Mi madre no había olvidado darme la diaria ración de quina, pero no obstante, esa botella entera, deslumbrante, precintada, llamó mi atención. Me guiñó un ojo, por decirlo así. La tomé entre mis manos, la descorché y di un trago furtivo. La saboreé como pocas veces he saboreado algo, lentamente, con profundas respiraciones, entornando los ojos. Escondí la botella en mi mochila y bajé al galope las escaleras de casa para coger el autobús del colegio.
A lo largo de ese glorioso día fui pegando traguitos de quina Santa Catalina a cada rato. Cuando la profe escribía en la pizarra, en los cambios de clase, en el baño. También invité a algunos amigos en el recreo. Qué amplio se me fue haciendo el día, qué pequeño y moldeable resultaba el mundo.
Cuando ya por la tarde salíamos de la escuela me enchufé la botella de quina Santa Catalina entre los labios y la vacié en mi garganta. Me relamí, me limpié la boca con la manga de la chaqueta, silbé una tonadilla fácil, y entre bromas y chanzas me fui abriendo paso a través de los demás niños hacia la puerta de salida.
Rodeando la escuela existe un pequeño murete fabricado con argamasa y planchas de madera. Dicho murete está provisto de una portezuela, desde luego, por donde los niños y niñas y profesores entramos y salimos de la escuela.
Pero existe la flamante posibilidad de trotar apenas bajando la suave pendiente, y al llegar a la altura de la valla, tomar apoyo y deslizar las piernas y el cuerpo entero sobre el cercado y caer al otro lado mientras una gran sonrisa de triunfo se dibuja en nuestro rostro.
Y eso es lo que quise hacer yo aquel día. Saltar la valla. Porque cuando llegué a la puerta de salida de la escuela y vi aquella valla al fondo supe que tenía que saltarla, pasar con estilo sobre ella deslizando las piernas y dejarme caer graciosamente al otro lado mientras entonaba una alegre melodía. Y para culminar la acción, esbozar un leve giro sobre mi propio eje, y con una mano apoyada en el pecho inclinar mi cuerpo en señal de reverencia hacia el fascinado público. Y pública.
Pero las cosas no sucedieron exactamente así. Yo me dirigí ufano hacia la valla, eso sí, y tras apoyar mi mano derecha para sortearla, mi pie izquierdo se trabó con uno de los tablones y mi cara fue a estrellarse contra el duro asfalto de la carretera.
Y no digo duro por decir. Digo duro porque lo comprobé. Mis dientes se estamparon contra el asfalto y se partieron en dos o tres pedazos, y los que no se rompieron quedaron grotescamente hundidos hacia el paladar, que empezó a sangrar como un géiser borboteante. Y fue ahí, estampado en la acera, cubierto por un considerable y tupido matojo de vendas, con efluvios de alcohol envolviendo el apestoso hedor a pescado que formaba ya parte indisoluble de mi ser y esa boca fracturada y sanguinolenta, donde acabó por conformarse en mí el ser humano que todos llevamos dentro.
Sí, porque en ese momento me sentí humano. No me he sentido tan humano en mi vida. Y es que a menudo tendemos a pensar que lo que define y caracteriza al ser humano, su esencia, está conformada por la bondad altruista, o la solidaridad, o la ternura. Y tal vez sea así, yo no digo que no, no puedo decirlo con fundamento, yo no soy del todo humano. Pero lo que sí puedo decir desde mi piel de niño, que lo fui, es que nunca nada me hizo sentir tan humano como la hostia que me pegué aquel día en los dientes. El dolor nos hace humanos. El dolor nos hace tan humanos o más que el olor. ¿No suelen pronunciar ustedes a menudo la frase: Aquí huele a humanidad? ¿Por qué no dicen, por qué no afirman ustedes: Aquí duele, aquí me duele la humanidad?
El olor y el dolor. Hasta en la propia palabra se ve con claridad que son casi, prácticamente lo mismo, que la una está contenida en la otra, no me invento nada. El dolor nos invade, nos define, dibuja los límites de nuestro cuerpo. Y si define tan a la perfección los límites de nuestro cuerpo, ¿es descabellado pensar que también defina los límites de nuestra alma?
Si es que los androides tenemos alma, objetarán ustedes. Pero esa es otra cuestión.
No sé lo que va a ser de mí.
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sábado, 24 de agosto de 2024
viernes, 23 de agosto de 2024
CURSO ONLINE DE MARGARITA AIZPURU
Hola, humanoides. Os cuento que del 16 al 20 de septiembre, todo online, tienen ustedes la oportunidad de estudiar y practicar lo que a muchxs de ustedes siempre les ha apasionado: «ELABORACIÓN Y EJECUCIÓN DEL PROYECTO EXPOSITIVO. COMISARIADO Y AUTOCOMISARIADO DE EXPOSICIONES Y ACTIVIDADES ARTÍSTICAS».
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jueves, 22 de agosto de 2024
EL DESCANSO
No es fácil hacerse una idea de lo que sucedió en su descanso, de lo que aquella noche habitó su bonita y lábil cabeza. Debió sin duda tratarse de un hermoso sueño, porque alcancé a ver sonrisas y estrellas y piruetas dibujarse en su cara, surcar sus labios, pintar con un ligero rubor sus mejillas.
Permanecí ahí, observando, disfrutando de la transformación hasta que ya casi al amanecer el sueño me venció. Fue entonces cuando la vi tal y como es ahora, en aquella intersección doble, surcada por hierros y mecanismos imposibles más propios de tiempos medievales que de un futuro lejano, pero quién sabe, son extraños, los sueños.
Y así continúa. Flota. Lejos. Con los ojos cerrados, imaginando este mundo en el que vivimos nosotros. Imaginándole a usted, imaginándome a mí.
Permanecí mucho tiempo quieto, inmóvil, mirándola. Hasta que tuve que levantarme, abandonar aquella habitación deslumbrante. Tal vez para tomar un café.
Buenos días, humanoides.
martes, 20 de agosto de 2024
LECTURA
domingo, 18 de agosto de 2024
SOLO QUIERO VIVIR
Hola, androides. Hoy les traigo SOLO QUIERO VIVIR, el relato de mi último libro del que les hablé la semana pasada. Ese relato en el que introduje un «androide sportivo» para darle a la narración un barniz de futuro, cuando en realidad me estaba basando en una fiesta de los 90. Puro engaño.
Ahh, por cierto, la protagonista y narradora de esta historia es una mujer. ¿Soy yo una mujer? No, no lo soy. Tampoco un hombre. Soy un androide, con sus tornillitos y sus circuitos de hojalata.
Qué farsa, dirán algunos y algunas y algunes de ustedes. Pues sí, una completa farsa. A disfrutar.
SOLO QUIERO VIVIR
©Nitrofoska
Él ya se encontraba mal antes de la fiesta. Sus retorcidas marcas de viruela se veían acentuadas por unas profundas ojeras, y su cara, demacrada, lucía más pálida de lo habitual.
Debí convencerle de que se quedara en casa a descansar, lo sé, pero cualquiera le dice nada cuando está a punto de empezar la fiesta de Riqui.
Llevaba un flamante pañuelo de seda de Salvatore Ferragamo, que sobresalía majestuoso del bolsillo superior de su esmoquin de Armani. Unos distinguidos zapatos de piel oscura de Aubercy y la inconfundible fragancia Opera Prima de Bvlgari que revoloteaba a su alrededor en las grandes ocasiones.
Era de noche, pero nos miraba tras unas gafas de sol de Gucci. Negras.
Sin apenas saludar, se me acercó y puso en mis manos las llaves de su coche. Ahí fue cuando me di cuenta de que algo extraño estaba pasando. Nunca hasta la fecha me había dejado conducir su resplandeciente Porsche Cayenne. Fue un gusto, la verdad. Me cambió el ánimo. El bólido se deslizaba suave por la autopista, con una furia y una potencia contenida que me embriagaba, me hipnotizaba. Durante el trayecto Lola habló sobre los canapés que nos esperaban. Dijo que el anfitrión del evento atesoraba la merecida fama de mantener a su servicio a la mejor cocinera de la ciudad. Lola siempre tiene hambre, y eso que está más delgada que un alambre. ¡Qué tipo tiene, la tía! Sin embargo come como una piraña, come, come y come. No sé dónde lo mete, la muy zorra.
Él, muy recto en el asiento trasero, no dijo nada, ni siquiera un leve suspiro durante el largo trayecto. Al pasar junto a una enorme rotonda tomé la tercera salida y le pregunté si íbamos bien, si era por ahí. Me contestó sin prestarme atención, moviendo con suavidad la mano hacia adelante. El formidable diamante incrustado en el anillo de oro blanco que exhibía en su dedo anular hizo centellear la cabina del Porsche. Y nada más. Al llegar me pidió las llaves del coche y agarró a Lola por la cintura, para joderme. Los vi subir muy despacio, como desmayados, por la escalinata de mármol que trepaba hasta la mansión de Riqui, donde iba a dar comienzo la que todo el mundo en Ciudad Humanoide llamaba La Fiesta del Año. Y del siglo también, por lo menos para mí. No recuerdo haber tenido jamás una regla tan abundante y dolorosa como la de aquel día. Pero sonreía sin parar, cómo no, mostrando dientes y risa y jolgorio hasta la tumba, eso no lo voy a cambiar.
Coqueteé como nunca con Álvaro Sosa, el actor. Le ponía las tetas bajo la barbilla una y otra vez y empujaba un poco, lo justo. Lo tenía más caliente que un obispo en una guardería, aunque sabía de antemano que no me lo iba a triscar, con semejante río sanguinolento manando de mi entrepierna, ni de palo, no way. Pero ese flirteo lujurioso me mantenía entretenida, me hacía olvidar la sangre, y la bilis, y en general todo el espanto que me rodeaba.
Yo no vi muy bien lo que pasó, solo a medias, estaba demasiado centrada en mi regla y en los aspectos negativos de mi vida, que en días así me acuden a borbotones, sin piedad, desordenados, chillones y malévolos, invaden mi cabeza y nublan mi vista, y es ahí, ahí es cuando más sonrío.
Se desnudó en medio del escenario. Antes, bueno, creo que no he dicho nada sobre la pistola que llevaba en la mano, una pistola más grande que su anillo, una pistola de esas con el tubito delgado, como las que usa el agente 007, que parecen las más mortíferas. Pues apuntando con esa pistola instó a los músicos a que siguieran tocando, como si nada. Lo que es yo no podría decir ni mi nombre con esa pistola apuntándome a la cara, y menos con la regla, pero por fortuna yo me encontraba abajo, lo bastante lejos como para que lo que veía no me asustara demasiado.
En medio del alboroto llegué a pensar que él podía llevar consigo un paquete bomba o algo así. Pero enseguida se me fue esa idea de la cabeza. Para volar el baile, para hacerlo saltar por los aires hay que tener los cojones bien puestos, no como este medio marica, que se desnuda y para que le miren ha de sacar una pistola porque lo que tiene entre las piernas no dispara ni mantequilla.
Se fue desnudando al ritmo de La marcha turca de Mozart, que iba descarrilando ligeramente, porque los músicos, más que las partituras era la pistola lo que no perdían de vista.
Lola se estaba trabajando a un tipo muy alto, tal vez fuera un androide sportivo de estos que hay ahora por todas partes, o un jugador de baloncesto de algún equipo importante, vete a saber cuál; pero importante o no el tipo era alto como una torre, como la torre de Pisa más bien, porque se le veía torcido, mirando desvaído hacia el escenario y a esa pistola danzante, como todo el mundo. Menos yo, que miraba más entre mis piernas. Por una cosa u otra siempre estoy mirando entre mis piernas o entre las piernas de un hombre, no lo puedo creer. Si no lo digo en voz alta reviento, pero es así, siempre con la nariz metida en una entrepierna, creo que ya va siendo hora de que siente la cabeza de una vez, que plante una familia, que funde un árbol, yo qué sé, algo.
Lola se apretaba al jugador de baloncesto sportivo, le ponía las manos en los hombros, ocultaba su rostro entre las solapas de su esmoquin, se aferraba a él, bien apretadita a sus músculos. Yo no tenía el día, no tenía el día, habría sido una buena oportunidad para hacerme con el Sosa, pero no tenía el día, solo eso.
Fue entonces cuando vi que se había desnudado por completo. Y se había metido la pistola en la boca. El chorro de sangre que rezumaba entre mis piernas me recordó que soy mortal. A pesar de todas las rayas que me había metido. Y es que la cocaína me hace sentir fuera del alcance de cualquier peligro, incluso de la muerte. En ese momento, aunque sabía a ciencia cierta que él no iba a disparar sentí que yo era mortal, que algo de mí estaba muriendo en ese salón de baile.
Después él dejó la pistola por un instante sobre el atril de uno de los músicos, para rascarse o algo así, y fue entonces cuando un tipo delgado y musculoso saltó sobre el escenario y lo inmovilizó. Luego se lo llevó la policía. Antes tuvieron que vestirlo. Pero eso yo no lo vi. Me negué a asistir a semejante innoble espectáculo. Si bien es verdad que con tanto ajetreo se me había bajado la coca y casi me quedo dormida. Menos mal que vino el Yony y me rescató con un par de rayas. Pero yo no tenía el día y acabé discutiendo con el Yony y más tarde también con Lola. Quería que me diera las llaves del Porsche, las llaves del coche de ese pringao, pero se negó. Se las saqué del bolso y me fui de la fiesta. Sola. Como salen las damas que cuentan. Sola y sangrante.
Fui a la comisaría central y pregunté por él. Estaba esposado en un rincón, sentado en una silla de plástico de estas plegables, como si fuera un objeto perdido, no más. Le di las llaves del Porsche Cayenne y le dije: «Esto es tuyo». Antes de que pudiera abrir la boca me di la vuelta y salí de ahí. Había empezado a llover. El precioso vestido rojo de Prada, que me sentaba como un guante se mojó, se apretó a mi cuerpo, empapado. Me quité los zapatos de tacón y seguí caminando descalza bajo la lluvia. Me negué a tomar un taxi. Quería llegar a mi casa paso tras paso, por mis propios medios. Aunque la compresa iba bien amarrada, empezaba a pesar demasiado y amenazaba con caer y soltar el tomate en la acera. Me daba igual. Todo me da igual. Solo quiero vivir.
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viernes, 16 de agosto de 2024
miércoles, 14 de agosto de 2024
DÍAS DE PLAYA
lunes, 12 de agosto de 2024
domingo, 11 de agosto de 2024
PAPARAZZI
Hola, humanoides. Hoy les traigo uno de los relatos de RADICAL INDEFINIDO, mi último libro.
Los cuentos que componen R.I. podrían dividirse en «Relatos cibernéticos, de ciencia ficción» y «Relatos costumbristas, de la vida cotidiana, sucesos que han ocurrido en mi efímera vida humanoide.
PAPARAZZI es un relato del segundo grupo, de los tiempos en que me ganaba la vida montado en un coche agarrado a una cámara de fotos persiguiendo a petardxs más o menos famosxs.
Cuando escribí los relatos salieron así, sin más, sin pensarlo, tal vez por la doble vida que habita en mis neuronas y circuitos. Cuando tuve 20 relatos y 5 poemas y quise armar un libro los retoqué en su totalidad, para cubrirlos con un barniz que les otorgara cierta coherencia de grupo.
Con lo cual, en la descripción de, por ejemplo, una fiesta de los años 90 en que baso mi relato SOLO QUIERO VIVIR, aparece un androide sportivo, un campeón olímpico de titanio y silicio que tropieza con nuestra heroína, se disculpa y desaparece de nuestra vista. Y tan solo esa mención nos arroja del presente, nos borra del pasado, esa sola mención nos lanza a un futuro incierto. No se tomen ustedes a mal estos pequeños trucos, estas tretas que utilizo para que todo el libro navegue en la misma dirección, para que el viaje de su lectura les resulte a ustedes más satisfactorio.
Otro día les traigo SOLO QUIERO VIVIR. Hoy tienen aquí PAPARAZZI. A ver si son ustedes capaces de descubrir las artimañas que he introducido entre las frases y palabras que siguen para que la historia crezca en interés. A disfrutar.
Texto e imagen: Nitrofoska
PAPARAZZI
—Ven por la noche, sobre las doce, y te lo tengo preparado.
Y así fue, a las doce de la noche el exteniente del ejército de tierra Servando Delgado me mostraba la bolsa de basura con los desperdicios de la jornada de Mirta Sastre, la famosa cantante española.
Corría el rumor de que Mirta Sastre estaba embarazada, y las conjeturas se habían disparado en las revistas del corazón: ¿desde cuándo está embarazada? ¿Espera un niño o una niña? ¿Qué nombre le pondrá al bebé? Y la pregunta del millón de euros: ¿quién es el padre?
En esos días, la prensa de papel cuché parecía dispuesta a pagar por cualquier foto de la cantante, bien fuera tomando el té, paseando al perro o regando las flores. Pero no eran esas las fotos que yo buscaba, las que lograrían sacarme del resbaladizo hoyo de deudas y números rojos en que me encontraba desde hacía ya demasiado tiempo. Necesitaba algo más punzante, más rotundo, una foto de Mirta Sastre con el padre de la supuesta criatura, una foto de los dos juntos mirándose a los ojos, abrazados, entrelazados o besándose apasionados en la noche, una foto definitiva que sacase a la luz de una vez por todas el intenso enigma capaz de sumir en la incertidumbre a todo un país: a quién mete en su cama Mirta Sastre. Ahí, en el corazón de esa foto había dinero suficiente como para respirar una larga temporada.
Localicé un lugar desde el que poder observar el movimiento de personas y vehículos frente al domicilio de la diva Sastre, un palacio suntuoso, imponente, a la altura de su viva leyenda y aparqué ahí. Pasé los siguientes días encerrado y oculto en mi coche, anotando las matrículas de los autos que la visitaban y tomando fotos de todas y cada una de las personas que cruzaban el umbral de su casa, atento al más mínimo detalle que pudiera proporcionarme una pista.
Al atardecer del quinto día creí tener algo entre manos cuando un pintoresco joven de pelo largo llegó al volante de un magnífico Audi de color dorado. Sin embargo, esa misma noche supe que se trataba del primo de Mirta. Al parecer, solían verse con cierta frecuencia para charlar y gestionar los numerosos y desperdigados bienes familiares.
Me lo dijo el exteniente del ejército de tierra Servando Delgado, que a la sazón desempeñaba las labores de chófer, jardinero y hombre para todo en casa de Mirta Sastre. Delgado odiaba a la diva Sastre. Supongo que su cerebro, modelado en la ardua, espartana y tan masculina disciplina militar llevaba muy mal el hecho de que una mujer le diera órdenes.
A pesar del minucioso empeño que puse en pasar desapercibido, el exteniente Delgado detectó mi presencia en el mismo momento en que aparqué mi auto frente a la casa de su patrona. Servando era un sabueso, un sabueso herido, y se identificó de inmediato con mi causa. Le motivaba verme pasar horas encerrado y agazapado en mi coche frente a la vivienda de su detestada jefa, comiendo bocadillos y meando en una lata con la vista clavada en la puerta. Le recordaba a los inicios de su carrera militar, esas largas guardias en las diminutas garitas de su Cádiz natal. Al caer la segunda noche, Delgado cruzó la carretera que me separaba de la casa de Mirta Sastre y me ofreció con ímpetu castrense un hatillo con bocadillos de jamón y lomo y una botella de litro de coca-cola. «Toma, chico, toma, te sentará bien».
A partir de ese momento, Servando Delgado se mostró tan involucrado en mi trabajo como yo mismo. Su entusiasmo y sus deseos de colaborar eran desbordantes, parecía haber descubierto su auténtica vocación. Este valioso cómplice absolutamente imprevisto me resultó de gran utilidad. Me hacía llegar las conversaciones telefónicas que mantenía Mirta Sastre, me filtraba citas o reuniones a las que iba a acudir o incluso me hacía propuestas del tipo: «Deja chico, ya la vigilo yo. Esta tarde ha dicho que no va a salir, si veo algo fuera de lo normal, te llamo».
Aproveché para acudir a la gala de La mujer perfecta que se celebraba esa tarde en un restaurante de moda de la calle Mandanga. En el photocall del evento fotografié a algunas celebridades de segunda fila, posados que se venderían baratos pero seguros y me permitirían ir atravesando el molesto e inexorable día a día. También repartí mi tarjeta a algunos periodistas, camareros y gente de la farándula por si veían o escuchaban algo sobre Mirta Sastre u otra petarda. Si salta algo gracias a tu información me acordaré de ti, les decía.
Tras el evento de la calle Mandanga cené un plato humeante de estofado de lentejas. Por fin algo caliente. Se me saltaban las lágrimas. Lo saboreé de pie, en un bar del centro cuyo mostrador asoma a la calle y desde el que podía tener vigilado mi coche, aparcado en segunda fila. Unos minutos antes de las doce de la noche estaba entrando en la vivienda del exteniente del ejército Servando Delgado, una caseta de cemento adosada a la fabulosa mansión de Mirta Sastre. Vamos a ver qué nos cuenta esa bolsa de basura.
—Pues
muy embarazada no parece que esté. Cuánta compresa, cuánta
sangre.
—Mira.
—¡Hostia! ¿¡¡Pero este
no es el rey!!?
—Sí. El mismo. El rey de nuestro
querido país.
—¿Se la está chupando o se está atando
un zapato?
—No lo sé. Tal vez las dos cosas.
—Aquí sí que tienes tema, muchacho.
Desde luego que había tema. Había un tema enorme.
El día siguiente amaneció nublado, oscuro, pesado. Muy temprano, antes de que nada ni nadie hubiese asomado su nariz a la calle, fui hasta la casa de Mirta Sastre y enfoqué mi cámara a su puerta, dispuesto a sacar adelante este tema, dispuesto a salir del profundo bache económico que me mantenía obcecado y confuso.
No podía dejar de pensar en la foto de la basura. La atesoraba en el bolsillo interior de mi chaqueta y la miraba de reojo a cada rato, como si el rey fuera a materializarse frente a la puerta de Mirta Sastre por el mero hecho de que yo ojease una y otra vez la foto en que se profesaban intenso cariño mutuo.
Al caer el sol, tras un muy largo día encerrado en mi coche sin que ocurriera nada relevante, el vehículo de Mirta Sastre salió del garaje. Servando no me había avisado de ningún movimiento extraordinario, en realidad no me había avisado de nada desde anoche. Probablemente, pensé, el exteniente se ha asustado al saber que el novio de Mirta Sastre es el propio rey, el capitán general de todos los ejércitos de este país. Las cosas no iban como yo esperaba. Como de costumbre, me dije mientras arrancaba el motor de mi automóvil.
El coche de Mirta Sastre, un lujoso sedán negro, rueda despacio, tomando cada curva con parsimonia. Lo sigo a una distancia prudente, con los ojos fijos en cada giro.
El sedán se incorpora a la autopista y tras unos cuarenta kilómetros tuerce de improviso a la derecha para hundirse en la oscuridad de una vía comarcal que desemboca frente a una alta y sólida verja poco iluminada. Al fondo, entre las sombras, se dibuja la silueta de un lujoso palacete.
El sedán negro queda inmóvil frente a la cancela. Yo me echo a un lado del estrecho camino y apago el motor y las luces. Abro la ventanilla y un frío soplo de aire me golpea el rostro con violencia. Empuño mi cámara y vuelvo a mirar la foto de reojo. Aunque no veo nada sé que el rey está ahí, en la foto y también en la casa, tiene que estar ahí.
Al cabo de un minuto la verja se abre a través de algún mecanismo remoto y el coche de Mirta Sastre se pierde en el interior de la finca privada.
Tomo mi cámara y el mejor teleobjetivo de que dispongo, un Canon EF capaz de clavar una foto a cien metros de distancia con la luz de una vela, salto la valla que rodea el palacio y me oculto entre unos tupidos setos.
Apunto con obstinación mi Canon EF hacia la entrada del palacete. A cada rato oteo las ventanas en busca de una imagen, de un reflejo, un destello que me pueda servir. Pero ante mi creciente crispación ni una sola sombra se mueve en la casa.
Al amanecer, un sol tamizado ilumina con un suave resplandor el espléndido palacio y sus amplios y modernos ventanales. Tras una larga noche a la intemperie, los pájaros, confiados, revolotean a mi alrededor. Un hilo de pegajosas mucosidades brota sin pausa de mi nariz; alergias, picores y escalofríos me envuelven en un temblor continuo. De pronto, la puerta de la mansión se entreabre y a través de la esponjosa neblina aparece una silueta desvaída que la cruza despacio, girando su cuerpo, como si estuviera manteniendo una conversación con alguien situado en el interior.
No puedo asegurar que la imagen sea real, tal vez se trate de un espejismo producido por la bruma del alba, por mis cansados ojos o mi propio deseo de movimiento, de acción, de que suceda algo de una maldita vez. No obstante acomodo la cámara, la enfoco y contengo la respiración. Acaricio el obturador. Mirta Sastre, su nebuloso resplandor da un paso hacia el exterior mientras se abrocha el abrigo para protegerse del frío de la madrugada. Cuando va a cerrar la puerta, esta se abre de golpe y a través de la lente veo salir al rey, despeinado, en pijama, con cara de dormido. El rey da un paso hacia afuera en el porche, inclina su cuerpo sobre Mirta Sastre y le da un beso apretado en la boca. Hago unas veinte fotos en los escasos segundos que dura la escena. Cuando el rey vuelve a entrar en el palacio y cierra la puerta tras de sí escucho mi corazón latir a mil revoluciones. Retumba con tal intensidad contra mis tímpanos que temo se escuche desde la casa. Abrazo mi cámara preñada con fuerza, sintiendo con gozo su peso sobre mi vientre. Poco a poco, tendido boca arriba, recupero la respiración. Mirta Sastre permanece inmóvil y pensativa bajo el porche, envuelta en su confortable abrigo de piel. A los pocos segundos aparece su sedán negro. Lo conduce Servando Delgado. Supongo que el exteniente Delgado ha acabado por encontrar el frágil equilibrio entre el odio que le inspira su jefa y la lealtad que le debe a su máximo superior. Y en ese equilibrio no entro yo.
Una hora más tarde llego a casa. Revelo las fotos, las meto en un sobre y cruzo la ciudad a toda máquina rumbo a la agencia. Pienso en la pastaza que voy a ganar, los miles de euros que me esperan tras esta larga y tediosa caza. Por el camino estoy a punto de arrollar a un mendigo vestido con una casaca de color púrpura que lleva un cachorro en brazos. Detengo el coche y les hago una foto.
La secretaria me dice que el jefe está ocupado. Me siento frente a la puerta de su despacho y reviso los positivos. Los volteo, los estudio, los cambio de orden. Al cabo de un rato sale un tipo bajito que me saluda con un ligero movimiento de cabeza. El jefe se despide de él, le dice algo a la secretaria y me hace pasar. Tomo asiento mientras el jefe regresa a su puesto y sin decir nada dejo suavemente las fotos sobre la mesa, esperando su reacción. Él abre el sobre, mira las fotos y dice:
—Buen
trabajo. Muy buen trabajo, Jon, pero al rey no se le puede sacar en
la prensa, muchacho, es intocable. ¿Cuánto tiempo llevas con
nosotros?
—Tres meses.
—Pues ya sabes una
cosa más. Cuando salgas de aquí, y espero que eso no suceda
pronto, conocerás al dedillo las pequeñas particularidades de
nuestro oficio, Jon. Es una verdadera lástima ver tanto talento y
tanto esfuerzo desperdiciados. Pero estás en el lugar correcto,
tenlo por seguro. La verdadera universidad del corazón es esta.
—Es un consuelo.
—Sin embargo, voy a tomar las
fotos para mí mismo. Las guardaré en este cajón, a ver si en el
futuro nos resultan de alguna utilidad. Te voy a dar dos mil euros,
¿te parece bien?
—Sí… claro.
—Aquí
tienes, dos mil pavos.
En la puerta de la agencia vuelvo a cruzarme con el mendigo de la casaca de color púrpura y su cachorro. Le doy cien pavos al mendigo y al cachorro los caramelos que acabo de coger en la recepción.
Por la tarde llamo a Servando y le invito a un café. Mira al suelo y refunfuña con su lengua pastosa: «Es que con el rey no me puedo meter, chico, con el rey no».
—Lo entiendo, Serva, no pasa nada.
Era la última semana de marzo. La primavera brotaba, resplandecía en Ciudad Humanoide.
Dejé la urbanización de Mirta Sastre y enfilé la calle de los Misterios. Tomé cada una de sus curvas con libertad y emoción, pensando en los reyes y las reinas, la alergia al polen y los mocos nauseabundos, los estornudos que estallan y te nublan la vista y la puta madre que los parió a todos.
Ya cerca de Chamartín recibo una llamada en el móvil. Conecto el manos libres y me saluda Paca Prendas, una periodista que conocí en un photocall.
—Hola, Jon —dice Paca con excitación, atropellando las palabras— está Lalla Hashna
con
el Litri, el torero.
—¿Cómo? ¿Cómo dices, Paca?
—Sí, se ha venido aquí, la hija del rey de Marruecos a
Aliseda, en Extremadura. Está en la finca del Litri, ha venido a
pasar el fin de semana con él o yo qué sé, tío, con dos
furgonetas llenas de guardaespaldas a follar con un torero español.
Eso es un buen tema para ti, ¿no?
—Muchos reyes, Paca,
muchos reyes. Así no se puede ganar dinero.
—¿Cómo?
¿No te interesa? ¿No vas a venir, Jon?
—Sí, Paca,
ahora mismo voy para allá. ¿Tienes planes para esta noche?
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sábado, 10 de agosto de 2024
miércoles, 7 de agosto de 2024
martes, 6 de agosto de 2024
LOS HUMANOS EXISTEN
La Corporación la había embarcado en un largo y costoso viaje a través del espacio en busca de lo que en su planeta habían dado en llamar «La Humanidad». Pero ella nunca llegó a creer de forma cabal que existieran los seres humanos, o por lo menos no tal y como se mostraban en la hemeroteca de los inagotables y apretados cartuchos de memoria.
Tal vez ya en la propia Tierra podría encontrase con alguna mutación sonora, pitidos o ecos instalados en el aire con recuerdos susurrados de la Humanidad.
Sin embargo, tras aterrizar, cuando aquella espesa niebla que la rodeaba se disipó, vio que a su alrededor se movían… cómo, cómo llamarlos… ¡Sí! ¡Seres humanos! De carne y hueso. Atávicas criaturas que aún palpitan en los reductos de sus ya deslavazados circuitos de memoria. Existen, es cierto que existen, se dijo.
Porque al parecer, los seres humanos existen. Con el calor que hace.
Buenos días, people, a
disfrutar.