Buenos
días, humanoides. Hoy les traigo un relato completo de mi último
libro, Radical indefinido. Un relato que habla de mi familia, del
ámbito en el que fueron formándose mis circuitos biónicos. Que
ustedes lo disfruten.
Como algunos de ustedes ya
saben, amados seres humanos, soy una creación androide del profesor
Simónides, que me dio a luz en su laboratorio de la nebulosa
Bolívar89, un inmenso hangar atestado de hermosas naves imposibles y
fabulosos artefactos capaces de cruzar el universo.
No
obstante, al intentar conocer mi pasado mis circuitos se colapsan,
entran en un estado de extrema confusión. Mis recuerdos reales y el
conocimiento implantado en mis circuitos de memoria se entremezclan
en un largo y oscuro pasillo jalonado de puertas y floreros vacíos.
Hoy, mi
madre me ha contado una historia que arroja luz sobre algunos de mis
aspectos más androidales. Mi madre nació en 1940, tras la
devastadora guerra civil. De niña fue muy pálida y delgada, en
parte por la falta de alimentos, imposibles de conseguir, por lo
menos en Ciudad Humanoide. Para ilustrar su mal aspecto de niña me
ha contado que estando con su abuelo, mi bisabuelo Armando, en el
parque de Alderdi Eder jugando con José Luis y Maite, sus dos
hermanos mayores, sanos y robustos, alguien se acercó preguntando
por los tres niños. Mi bisabuelo Armando presentó a mi tío, el
mayor, luego a mi tía, la mediana, y cuando llegó el turno de mi
madre, Armando dijo: «Y esta pobre, es la pequeña». Cuenta mi
madre que mi abuela Pepa, su madre, había alimentado con abundante
leche de pecho —costumbre muy extendida entre los seres humanos—
a sus dos hijos mayores, pero que debido a la pobre y escasa
alimentación de los años 40 no pudo criar en condiciones a su hija
pequeña, mi madre, y esto la tenía muy triste y preocupada.
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En el
cumpleaños de mi abuela Pepa, mi bisabuelo Armando le regaló mil
pesetas de la época. Mi abuela Pepa se gastó las mil pesetas en
Harinas Irradiadas Artiach para alimentar a su hija Cristina, mi
madre.
Sí, han
leído ustedes bien, amados seres humanos: Harinas Irradiadas. Con lo
cual, tras conocer esta historia he despejado algunas dudas sobre el
funcionamiento de mi ciberorganismo.
He
investigado acerca de dichas radiaciones y he encontrado lo
siguiente: «La irradiación de alimentos consiste en exponerlos a
energía procedente de fuentes como los rayos gamma, los rayos X o
los haces de electrones. La irradiación no hace que los alimentos
sean radioactivos».
Radioactivos
tal vez no, pero un poco siderales sí, porque yo noto perfectamente
la energía atómica moverse en un denso caos rítmico a través de
mis circuitos de hojalata y titanio. En ocasiones, los electrones
bailan. Otras veces los neutrones toman el control de la situación
biomecánica y las tardes discurren plácidas y dilatadas. La mayoría
de las veces los rayos gamma y los rayos X conviven como pueden con
electrones, protones, subidones de adrenalina y bajadas de moral. Mis
circuitos sienten, día a día, bit a bit, los portentosos efectos de
las Harinas Irradiadas Artiach.
El amor de
mi abuela y de mi madre, sumados a la refinada técnica del profesor
Simónides y a las harinas irradiadas han hecho de mí lo que soy, un
androide turbonucléico en estado explosivo, y cuyo único
combustible es el amor.
Muchas
gracias a mi madre por contarme esta historia. A mis tíos José Luis
y Maite por ser tan guapos y robustos. A mi abuela Pepa por comprar
tan ingente cantidad de radiaciones cósmicas y a mi bisabuelo
Armando por soltar las mil lucas. Muchas gracias a todos. Ocupan un
lugar muy importante en mi corazón biónico.
Hasta
aquí la historia oficial de la familia. Pero eso no es todo. Hay
más, mis amados seres humanos.
No recuerdo
a quién le escuché decir que nada nos acerca tanto a Dios como la
comida, esos mordiscos y bocados que ingieres y acaban formando parte
de ti, de tus músculos, de tu sudor y tu pelo, de tu carácter, de
tu humor gastrointestinal. Lo
que acaba siendo tú, la argamasa de tu cuerpo.
De modo que
ahora les voy a terminar de exponer a ustedes algunos de los
alimentos que han hecho de mí lo que soy, y que explican, a mi
entender, ciertos sucesos que me acontecieron cuando era pequeño, un
niño. Porque yo, antes de convertirme en un amasijo de circuitos de
hojalata y titanio, también fui un niño.
En una
ocasión mi madre fue convocada por el director del colegio al que yo
asistía. Mi madre fue al colegio y el director y mi profesora le
dijeron, muy preocupados, que yo solía quedarme en Babia.
A continuación, mi profesora refirió que cuando me saca a la
pizarra para escribir algo, o para decir la lección, para leer o lo
que sea, su hijo arranca, empieza a hablar pausadamente, porque su
hijo es muy pausado ya
de normal, y de lo
tan pausado que va hablando poco a poco se le acaban las pilas, se
queda callado, con el libro de texto en una mano, el otro brazo
colgando a lo largo de su pequeño cuerpo y
mirando al infinito con la boca abierta, sobre la tarima, ensoñado,
a la vista de todo el mundo, en Babia.
Yo que
usted hablaría con un médico, señora, visitaría un médico, tal
vez algún familiar suyo sea médico, qué sé yo, porque no es
normal.
Tras la
reunión con el director y mi profesora, mi madre volvió a casa y me
sentó a la mesa de la cocina. Ella y yo a solas. Recuerdo bien ese
día porque me hizo un montón de preguntas. Si lo pasaba bien en la
escuela, si tenía problemas con algún compañerito o con alguna
profesora, qué comida nos daban en el comedor. A eso de la comida mi
madre le daba mucha importancia.
Cuando hubo
escuchado la detallada descripción que hice de los platos que nos
sacaban a diario en el comedor, mi madre quedó satisfecha con lo que
nutrían a su vástago. Pero de lo que mi madre
no era consciente es de que el daño ya estaba hecho, de que la
programación androide que me habitaba, que generaba mi actitud y mis
pensamientos había entrado en mí a través de su sangre, de su
pecho, de su propia respiración. De las Harinas Irradiadas Artiach.
De su propio alimento.
En busca de
una salida al laberinto que la ocupaba, mi madre fue a visitar a mi
abuela Pepa y le contó lo sucedido. Mi abuela Pepa concluyó que lo
que yo necesitaba imperiosamente eran vitaminas, proteínas,
alimento, hija mía, alimento de verdad. Le recomendó a mi madre que
me diera todas las mañanas aceite de hígado de bacalao. Así, sin
duda se fortalecerá tu hijo, tomará fuerzas el muchacho, dijo.
Y claro, mi
madre hizo lo mismo que había visto hacer a su propia madre. Es
decir, me forró a aceite de hígado de bacalao. Y no sé si ustedes
lo saben o incluso si lo han padecido en sus propias carnes, pero
cuando un organismo infantil es alimentado con gran cantidad de
aceite de hígado de bacalao, este aceite acaba por engrasar cada
recoveco protéico, cada pliegue celular, y termina formando parte
insoluble del propio individuo, que empieza a exudarlo por los poros.
Para que
nos entendamos: empiezas a sudar esencia de aceite de hígado de
bacalao mientras juegas en el parque, mientras paseas a la luz del
sol, mientras estudias en la escuela. Sudas bacalao. Rezumas bacalao.
Apestas a pescado.
Me fui
poniendo gordito, fuerte y rollizo, eso sí, gordito y fuerte como
una bola de cañón. Y dejé de quedarme en Babia con la boca
abierta. Pero olía a pescado que daba pavor.
Los niños,
y las niñas, empezaron a alejarse de mí. Yo lo notaba, lo sentía,
lo percibía. En el parque solo querían jugar conmigo al escondite,
porque así me tenían lejos. Y también porque los muy canallas me
daban caza con facilidad. Por el olor. La fetidez. La pestilencia que
el aceite de hígado de bacalao había impregnado en mi candoroso
cuerpo de infante humanoide.
En el
entorno de la vida familiar no parece que les molestara tanto mi olor
corporal. Supongo que poco a poco fueron acostumbrándose a mi
pestilencia y eran incapaces de percibir su intensidad. Aunque en más
de una ocasión sorprendí a mi madre olfateando la bolsa de la
compra al volver del mercado, o asomando la nariz por la ventana del
patio, como para detectar de dónde procedía aquel obstinado olor a
pez. Sacaba la cabeza entre las hojas de la ventana y apuntaba con la
nariz lo más lejos posible, pero de lo que no alcanzaba a darse
cuenta mi madre es de que el olor que ella buscaba, ese desagradable
efluvio a mar putrefacta, lo estaba alimentando ella misma con las
abundantes y espesas cucharadas de aceite de hígado de bacalao que
tres veces al día embutía en mi cuerpo. Es sorprendente lo ciegos
que pueden llegar a mostrarse los seres humanos ante determinados
hechos. No son capaces de ver un menhir, una pirámide, una nave
interplanetaria, ni aunque la tengan ante sus propios ojos.
Como les
estaba refiriendo, me puse bien fuerte y gordito, de eso no me quejo,
porque el aceite de hígado de bacalao posee altas cualidades
nutritivas, el aceite de hígado de bacalao rebosa vitaminas A y D,
ustedes deben saberlo.
Pero ojo,
como supe más adelante, tras la investigación que llevé a cabo
sobre el origen de mis desajustados circuitos, el aceite de hígado
de bacalao también puede retardar de manera sensible la coagulación
sanguínea.
Y es ahí
donde yo me veo, en el parque, jugando al escondite, dándome de
bruces contra el suelo. Me veo cayendo de rodillas sobre la gravilla
de Alderdi Eder, donde yo también he jugado de niño, como mi madre,
mis tíos, mi abuela y mi bisabuelo, y es que los trastornos entran
por la sangre y viven en la sangre, no es que aparezcan de la nada,
no, ya vienen con nosotros, de serie, como suele decirse para los
coches o vehículos, y me veo ahí, jugando al escondite y me caigo
sobre la grava y me hago una herida en la rodilla, y yo soy
consciente de que a los demás niños les duele también, claro está,
pero les echan un chorretón de agua oxigenada, les ponen una venda y
ya se reincorporan al juego, a la partida, a la batalla, al lío.
Pero yo no, mis amados seres humanos. Yo me hago un arañazo y la
sangre empieza a brotar, lánguidamente pero sin fin, sigue saliendo
sangre, más y más sangre. Y veo que me ponen primero una tirita, al
rato varias capas de esparadrapo, luego echan mano de la venda y
luego ya optan por vendarme casi por completo, para asegurar, porque
no hay forma de que pare ese flujo continuo de sangre.
El caso es
que con toda esa venda envolviéndome el cuerpo más parezco una
momia que un muchacho en la flor de la vida. Y el aspecto que uno
presenta a los demás puede parecer una tontería, pero resulta
esencial en cuanto a la percepción que la persona vaya a tener de sí
misma en el futuro. Puede llegar a hacer mucho daño. Hay que ver
cómo me mira todo el mundo. Con una mezcla de sentida lástima y de
recelo, porque en medio de tanta venda no se me ve bien el rostro, ni
los ojos, ni las manos, y las madres y los propios niños desconfían
de un ser del que no pueden conocer la piel ni la mirada, un niño
envuelto en un conglomerado de trapos, vendas, esparadrapo y
mercromina del que se escurren dos ojos vigilantes y sanguinolentos
que apestan a pescado.
Pueden
ustedes sin duda imaginar, mis amados seres humanos, que a pesar de
la fortaleza física que adquirí con el aceite de hígado de
bacalao, mi ánimo, mi talante, mi espíritu, fueron disminuyendo,
disipándose entre efluvios de pescado, ahogados por espesos
kilómetros de vendas.
Mi madre y
mi abuela, viéndome tan triste y alicaído resolvieron fortalecer la
toma de aceite de hígado de bacalao con un reconstituyente
«espiritual», dijeron. Empezaron a darme, mañana y tarde, quina
Santa Catalina. Los vinos dulces quinados, como es bien sabido, se
vendieron durante años como suplemento dietético para niños. De
hecho, el anuncio de quina Santa Catalina proclamaba: Es medicina, es
golosina, y ahí vemos a un niño vestido con una camiseta de rayas
junto a una niña de largas trenzas abalanzándose sobre una botella
de quina Santa Catalina, que no es otra cosa que un vino dulce con
15º de alcohol.
En cuestión
de días mi ánimo fue escalando muchos enteros. Yo,
que en los últimos tiempos de abatimiento franqueaba la puerta de
casa con cautela, oteando nervioso a ambos lados, torpe, temeroso y
esquivo, empecé a bajar las escaleras pegando saltitos, cantando,
trotando. Saludaba efusivamente a mis compañeros y mis compañeras
de clase y hasta a mis profesores y al conductor del autobús que nos
recogía frente a la casa, y a la señora de la frutería, y al
panadero con sus hogazas, a las hogazas también las saludaba, a los
perros, a los gatos, en general a cualquier ser vivo que se me
cruzase o incluso a los pajaritos, ya ven ustedes, mi ánimo
resultaba muy expansivo, muy variable, excéntrico y sublime. Hay que
decir que mi popularidad entre las niñas subió muchos enteros. Esto
me agradó, me entusiasmó, les hablaba, las halagaba, jugaba con
ellas a los médicos
o a la cuerda y en general parecía que el tiempo me daba para todo.
Esto del tiempo lo pienso ahora, porque entonces no pensaba en qué o
a qué dedicaba el tiempo, sencillamente el tiempo fluía, siempre
había tiempo por delante, no se agotaba nunca y a mí me daba para
todo. Bueno, para todo no, porque los estudios me empezaron a ir
regular. Pero lo cierto es que ya no me quedaba dormido o en Babia
en la escuela al leer la lección. Más bien todo lo contrario. Tras
pimplarme camino a la escuela la generosa ración de quina Santa
Catalina dispuesta a diario por mi madre agarraba con soltura el
libro que me tendía la maestra y decía la lección. La lección o
cualquier otra cosa, en esos tiempo felices yo era capaz de hablar
durante horas. Y con gusto. Cuando sonaba el timbre del recreo yo
continuaba, impertérrito, orando, perorando sobre cualquier tema. Lo
mismo les podía detallar a mis compañeritos cómo se construye un
tirabique, un tirachinas capaz de atinar su objetivo desde 50 metros
de distancia como les podía platicar sobre la guerra de secesión de
los Estados Unidos de
América, que no es que
me la hubiese estudiado, pero había visto un par de películas en la
tele, o en el cine, o en un cómic que me había dejado mi primo y yo
improvisaba el resto. Lo pasaba muy bien. Creo que fue aquella etapa
la que me animó a seguir viviendo. Vi que la vida podía ser mejor,
que la vida podía ser distinta de como la percibimos en un primer
momento, esa infancia programada, encorsetada, vigilada, de
adiestramiento continuo. Y es que hay que estar ahí, hay que
insistir, hay que buscar el hueco por donde poder colarnos cada uno
de nosotros, bien sea impartiendo una conferencia al resto de la
clase o tomando un baño
en la playa o bailando sin
descanso o hablando
lenguas extranjeras o armando tirabiques o ligándose a chicos o
chicas o lo que sea, lo que a cada uno se le dé bien, porque lo que
no nazca de ti con un par de lingotazos de quina Santa Catalina es
que no nace ya para nada, olvídate, queda sepultado por el peso de
los días sin sentido, por el ocaso de la vida rutinaria, de la
plácida, adoctrinada y sosegada existencia. Ya todo se vuelve turbio
y afilado y espinoso y solo es que te falta un buen vinito, es solo
eso, caramba.
Claro que
esto de andar día tras día piripi tuvo sus consecuencias en lo que
se refiere a mi integridad física. No es que me metiera en alguna
pelea o alguna bronca, no, nada de eso, soy de talante pacífico y
conciliador. Pero se da la circunstancia de que una mañana, mientras
desayunaba en la cocina de casa vi algo que brillaba en la despensa.
Una botella de quina Santa Catalina centelleó a través de los
estantes. Entré en la despensa. Mi madre no había olvidado darme la
diaria ración de quina, pero no obstante, esa botella entera,
deslumbrante, precintada, llamó mi atención. Me guiñó un ojo, por
decirlo así. La tomé entre mis manos, la descorché y di un trago
furtivo. La saboreé como pocas veces he saboreado algo, lentamente,
con profundas respiraciones, entornando los ojos. Escondí la botella
en mi mochila y bajé al galope las escaleras de casa para coger el
autobús del colegio.
A lo largo
de ese glorioso día fui pegando traguitos de quina Santa Catalina a
cada rato. Cuando la profe escribía en la pizarra, en los cambios de
clase, en el baño. También invité a algunos amigos en el recreo.
Qué amplio se me fue haciendo el día, qué pequeño y moldeable
resultaba el mundo.
Cuando ya
por la tarde salíamos de la escuela me enchufé la botella de quina
Santa Catalina entre los labios y la vacié en mi garganta. Me
relamí, me limpié la boca con la manga de la chaqueta, silbé una
tonadilla fácil, y entre bromas y chanzas me fui abriendo paso a
través de los demás niños hacia la puerta de salida.
Rodeando la
escuela existe un pequeño murete fabricado con argamasa y planchas
de madera. Dicho murete está provisto de una portezuela, desde
luego, por donde los niños y niñas y profesores entramos y salimos
de la escuela.
Pero existe
la flamante posibilidad de trotar apenas bajando la suave pendiente,
y al llegar a la altura de la valla, tomar apoyo y deslizar las
piernas y el cuerpo entero sobre el cercado y caer al otro lado
mientras una gran sonrisa de triunfo se dibuja en nuestro rostro.
Y eso es lo
que quise hacer yo aquel día. Saltar la valla. Porque cuando llegué
a la puerta de salida de la escuela y vi aquella valla al fondo supe
que tenía que saltarla, pasar con estilo sobre ella deslizando las
piernas y dejarme caer graciosamente al otro lado mientras entonaba
una alegre melodía. Y para culminar la acción, esbozar un leve giro
sobre mi propio eje, y con una mano apoyada en el pecho inclinar mi
cuerpo en señal de reverencia hacia el fascinado público. Y
pública.
Pero las
cosas no sucedieron exactamente así. Yo me dirigí ufano hacia la
valla, eso sí, y tras apoyar mi mano derecha para sortearla, mi pie
izquierdo se trabó con uno de los tablones y mi cara fue a
estrellarse contra el duro asfalto de la carretera.
Y no digo
duro por decir. Digo duro porque lo comprobé. Mis dientes se
estamparon contra el asfalto y se partieron en dos o tres pedazos, y
los que no se rompieron quedaron grotescamente hundidos hacia el
paladar, que empezó a sangrar como un géiser borboteante.
Y fue
ahí, estampado en la acera, cubierto por un considerable y tupido
matojo de vendas, con efluvios de alcohol envolviendo el apestoso
hedor a pescado que formaba ya parte indisoluble de mi ser y esa boca
fracturada y sanguinolenta, donde
acabó por conformarse en mí el ser humano que todos llevamos
dentro.
Sí, porque
en ese momento me sentí humano. No me he sentido tan humano en mi
vida. Y es que a menudo tendemos a pensar que lo que define y
caracteriza al ser humano, su esencia, está conformada por la bondad
altruista, o la solidaridad, o la ternura. Y tal vez sea así, yo no
digo que no, no puedo decirlo con fundamento, yo no soy del todo
humano. Pero lo que sí puedo decir desde mi piel de niño, que lo
fui, es que nunca nada me hizo sentir tan humano como la hostia que
me pegué aquel día en los dientes. El dolor nos hace humanos. El
dolor nos hace tan humanos o más que el olor. ¿No suelen pronunciar
ustedes a menudo la frase: Aquí huele a humanidad? ¿Por qué no
dicen, por qué no afirman ustedes: Aquí duele, aquí me duele la
humanidad?
El olor y
el dolor. Hasta en la propia palabra se ve con claridad que son casi,
prácticamente lo mismo, que la una está contenida en la otra, no me
invento nada. El dolor nos invade, nos define, dibuja los límites de
nuestro cuerpo. Y si define tan a la perfección los límites de
nuestro cuerpo, ¿es descabellado pensar que también defina los
límites de nuestra alma?
Si es que
los androides tenemos alma, objetarán ustedes. Pero esa es otra
cuestión.
No sé lo
que va a ser de mí.
©
Max
Nitrofoska