lunes, 12 de mayo de 2025

UN RELATO SOBRE EL CAPITANO CLAUDIO

Hola, androides. Buscando entre algunos archivos he encontrado un relato que escribí en los primeros días de este siglo sobre el Capitano Claudio. Un saludo, Capitán.

EL CAPITANO CLAUDIO

La redacción de Der Valle-Bote Zeitung, El Mensajero del Valle, estaba repleta de cañas de pescar, arpones, sogas, mandíbulas de tiburón y peces disecados, entre ellos un gigantesco pez espada. Vestigios de las correrías del Capitán.

Mi jefe, el redactor y propietario de la revista al que todos llamaban Capitano Claudio era un viejo lobo de mar que tenía la costumbre de ronronear, gruñir y blasfemar mientras escribía en su cuaderno de hojas cuadriculadas.

En la redacción del Valle-Bote podías encontrar al Capitano a todas horas, con sus dos metros de altura y sus cien kilos de peso, sentado sobre una minúscula silla con un bolígrafo de plástico atrapado en su robusta manaza y un cuaderno apoyado sobre los pies desnudos, escribiendo inclinado, como si estuviera buscando entre sus pies algo perdido en un naufragio.

El Capitano escribía todos y cada uno de los artículos que publicaba la revista, y los firmaba con diferentes seudónimos, así es que cuando alguien se personaba para protestar o directamente abofetear al autor de los insultos, difamaciones, burlas o atropellos, el Capitano Claudio le decía desde su minúscula silla que el autor de dicho artículo era un anciano que vivía en la montaña y no quería ser molestado. Después atendía amablemente las protestas del damnificado y le deseaba buenos días diciendo que ya se sabe, que con estos viejos locos que vienen a perderse en islas remotas hay que tener un poco de paciencia.

Cuando nos quedábamos a solas, el Capitano estallaba en una sonora carcajada y descargaba el puño derecho sobre su manaza abierta, mientras repetía una y otra vez en español:

—Esto hacer verr, Max, esto hacer verr.

Sin que nunca llegara a explicar qué era lo que nos hacía ver aquello.


Imagen: Nitrofoska
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A primera hora de una tarde de enero especialmente calurosa, una de esas tardes de calima con viento sahariano cargado de arena, un chico alemán entró en una cafetería del puerto y le dijo a la camarera, una bonita muchacha de melena rubia y piel tostada, que estaba locamente enamorado de ella, que prefería poner fin a sus días antes de seguir soportando la angustia que le producía su rechazo.

Debió decirlo acodado en la barra, inclinando la cabeza hacia adelante, viendo pasar ante sus narices un café tras otro, los cafés que ella estaba sirviendo sin prestarle la más mínima atención.

En el puerto la gente comentaba lo sucedido a gritos. Cuando Florian hubo terminado de declarar su no correspondido y desbordado amor a la bonita muchacha de larga melena y piel tostada, se subió a la azotea de un edificio en obras contiguo a la cafetería y se arrojó al vacío, gritando a pleno pulmón sobre la sahariana tarde que envolvía el pueblo: "Ich liebe dich". Te quiero. Algunos decían que Florian había gritado: "Tú eres mi único amor". Otros: "Me mato porque no puedo tenerte". El viejo Isaías decía que el chico gritó "Banzai".

Caminé hasta la redacción de Der Valle-Bote y me encontré al Capitano escribiendo, inclinado hacia el suelo. Le conté lo ocurrido pocos minutos antes en el puerto.  Cuando acabé, me miró deteniendo su bolígrafo de plástico y ladeando la cabeza.

¿Y ha muerto? ¿El chico ha muerto?

Le dije que no, que la ambulancia se lo había llevado con las piernas partidas, y también los brazos, y algunas costillas, o todas, dependiendo de la versión.

El Capitano se puso en pie, levantó los brazos hasta la altura de la cabeza con el bolígrafo de plástico en la mano y dijo mirándome serio, concentrado, con sus ojos azules cruzados, como si una bruma espesa y turbia le impidiera mirar al frente:

Esto hacer verr, Max, esto hacer verr.

El Capitano Claudio se sentó despacio, posando con delicadeza su gran cuerpo sobre el diminuto taburete, arrancó de un certero y comedido zarpazo las hojas de su cuaderno que ya habían sido escritas, las dejó caer a un lado y empezó una nueva página con cuidada caligrafía, doblando con un suave respingo cada coma, y diciendo a cada rato:

Esto hacer verr, Max, esto hacer verr.

Sin que al final acabara por explicar qué era lo que nos hacía ver aquello.

***

Un dibujo de una señal de tráfico, como las que indican que por la zona son frecuentes los desprendimientos de piedras ilustraba la portada del nuevo número de Der Valle-Bote Zeitung. Con la diferencia de que en el interior de la señal que aparecía en la portada de la revista, en lugar de un montón de piedras se veía la silueta de un hombre cayendo al vacío.

Un hombre bien empalmado, con aquello tan tieso como una antorcha, y tan grande que casi hubieras preferido que te cayera encima con todo su peso a que te alcanzara con aquel trabuco. El titular decía algo así como: "No se despisten con los baches que hay en el pueblo. Miren hacia arriba: Peligro, hombres enamorados".

Al día siguiente, cuando fui a la redacción a tomar el primer café del día me encontré con Florian sentado frente a la puerta en una silla de ruedas cromada con las palmas de las manos sobre los muslos, inmóvil, mirando fijamente al Capitano.

Le saludé y traté de charlar un rato con él. Pero Florian me contestaba con monosílabos, dedicándome cada vez una breve mirada y la mejor de sus sonrisas forzadas, tras lo cual volvía a girar la cabeza para seguir observando al Capitano Claudio, que se encontraba como si una medusa le cubriera el cuerpo, rascándose a la par con el bolígrafo de plástico y con su gran mano de marinero.

***

Cuando volví por la tarde ahí seguía Florian. Quieto como una estatua.

El Capitano Claudio se movía de un lado a otro a trompicones, con la cabeza gacha, los ojos desorbitados y los dedos de sus pies descalzos agarrotados, como un ave que ha caído del nido y no sabe a qué rama asirse.

Le pregunté a Claudio qué estaba sucediendo, y él se acercó a mí arqueado y de puntillas, como un gatito, juntando las palmas de las manos como si fuera a ponerse a rezar, con sus vivos ojos azules azuzados por el miedo, el desconcierto y el orgullo, incapaces de pedir perdón.

Balbuceó algo despacio, procurando parecer sereno. Algo como: "No sé qué quiere de mí, yo no le he hecho ningún daño, el que ha tenido el accidente ha sido él, yo no lo puedo remediar".

Eso de "El accidente lo ha tenido él" resultaba algo insólito saliendo de su boca. En un estado normal, el Capitano Claudio habría dicho: "No he sido yo el que se ha tirado de un cuarto piso." O: "No ha sido a mí a quien han dado calabazas." O: "Yo no me he despeñado como una cabra sólo porque una chica no quiere tomar café conmigo".

En ese momento alguien tendría que haberle dicho al Capitán: "Esto nos hace verr, Capitano, esto nos hace verr".

***

Florian seguía ahí al día siguiente, sentado en su silla cromada con las manos sobre los muslos y sus ojos limpios, aniñados y tibios observando al Capitán.

La gente entraba y salía de la redacción, pero a diferencia de lo que era habitual, el Capitán se aferraba al recién llegado y le contaba mil historias sin sentido o le hacía una tras otras un sinfín de preguntas inconexas. Temía quedarse solo, en silencio, sentir la presencia de Florian, su mirada volátil y serena, sus manos en reposo y su cuerpo fracturado y lleno, rebosante de sensato desequilibrio mental.

A última hora el Capitano Claudio, Florian y yo nos quedamos a solas. Un grueso tomo sobre técnicas de navegación cayó de la estantería.

El Capitano se tapó las orejas con las manos, como si hubiera estallado una bomba, como si todas las palabras que luchaban por salir de su cabeza hubieran aumentado de tamaño tras una detonación provocando un maremoto en el interior de su cráneo.

Entonces se lanzó contra las paredes, sacudió los arpones, metió los brazos entre las mandíbulas de los tiburones, hizo girar el timón y acarició el metal de las brújulas, como suplicándoles que le indicaran el rumbo a seguir.

El Capitano Claudio tenía metido a Florian flotando en el cerebro como una gran bola de brea fría y viscosa que poco a poco iba impregnando su cuerpo de desazón y tormento. Pensé que cuando toda esa marea de amor propio impregnara por fin sus pies desnudos la vida volvería a ser coser y cantar para el Capitano, como de costumbre. «Y no olvidarr botellla de rron, marinerro.»

***

Hacía ya dos semanas que aquello duraba, con Florian anclado en la puerta de la redacción y el Capitano descompuesto, cuando una mañana nos llegó de la imprenta el nuevo ejemplar de Der Valle-Bote Zeitung

Abrí uno de los paquetes. En la portada se veía una foto del Capitán que él mismo se hizo extendiendo los brazos y apretando el obturador con la cámara pegada a la cara y la bocaza abierta, carcajeando o cantando, o pidiendo algo a gritos en una pesadilla.

La foto estaba enmarcada por una señal como las que indican que por la zona suelen caer piedras. El titular decía: "No hagan caso ni del cielo, ni de los baches del suelo ni del infierno. Peligro: Capitán desconsiderado y cotilla. Promete pedir disculpas ante el Gran Jefe, porque de veras lo siente".

Era la forma del Capitano de pedir perdón en su barco.

Miré al Capitano Claudio, que parecía muy atareado apilando los paquetes de revistas uno encima del otro. Cogí un ejemplar y se lo di a Florian.

Toma, Florian —le dije.

Florian observó la portada un buen rato y luego leyó la revista sin atisbo de sorpresa. La leyó como si se tratara de un periódico deportivo hablando de su equipo tras un partido amistoso.

Cuando acabó, Florian me devolvió la revista.

Creo que esto es para ti, Florian.

Y Florian se fue.

El Capitano y yo acabamos de apilar los fajos de revistas, me senté sobre uno de los montones y encendí un cigarrillo. El Capitán no quiso fumar. Vi sobre sus pies desnudos una mancha oscura y viscosa, como de petróleo o brea.

El Capitano Claudio empuñó su bolígrafo de plástico y se sentó sobre su diminuta silla flexionando una pierna, mientras la otra quedaba estirada y dura, como un raíl dispuesto a soportar el paso de un tren muy pesado. Dijo hundiendo su nariz en el cuaderno:

Esto hacer verr, Max, esto hacer verr. 

©Nitrofoska

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