Sucedió
al empezar el ciclo nocturno del asteroide Eunice, en la órbita de Juno. El
atardecer era plácido, de tintes pastel y silencio boreal. Yo bebía una
triglina recostado en una de las sedosas hamacas que se distribuían por la
playa de magnesio.
Unos
metros a mi izquierda, un candroide encendía un cigarrillo de la marca Atómiko,
de pie, acomodado sobre sus poderosas patas traseras, contemplando el ocaso
mientras saboreaba el humo del uranio enriquecido.
Era
tanta la tranquilidad de aquel anochecer en Eunice, que ni la Medium Medusa hubiera podido adivinar esto que va a
suceder a continuación.
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Una
vieja furgoneta Volkswagen de 2021 aparece rodando sobre la playa. No es
frecuente que un vehículo circule sobre el magnesio. Va despacio, dejando una
densa nube gris a su paso.
Se
detiene a mi altura, como a cien metros frente a la atalaya donde estamos el candroide
y yo.
Se abre
la puerta lateral de la furgoneta y sale un organismo esquizoide, un humano
grande, como de cien kilos de peso, vestido con uniforme de vigilante color
caqui, como un carcelero orbital.
Saca
una jaula en la que un perro de cuatro patas, de los que ya escasean en la galaxia,
ladra enloquecido. Muerde los barrotes. Sus enormes dientes brillan sobre los
últimos rayos de sol.
El
carcelero pone la jaula delante de la furgoneta, donde los focos encendidos
crean un halo incandescente.
Un
vehículo se acerca por el otro extremo de la playa. Se trata de una pequeña
nave, un platillo despresurizado de fabricación casera que se acerca despacio,
acariciando el aire, a pocos centímetros sobre la arena de magnesio. Lleva las
luces encendidas, abriendo un pasillo luminoso en el denso crepúsculo. Cuando
su haz de luz forma una intersección con el que proyecta la Volkswagen, el
platillo se detiene.
A mi
lado, el candroide aspira una profuna calada de su cigarrillo marca Atómiko.
Del
platillo despresurizado sale un grupo de tres seres humanos, dos hombres y una
mujer de raza blanca terrestre. Hablan a gritos en una lengua centroeuropea. La
noche cambia de color. Los focos de los vehículos hacen desaparecer la lluvia
estelar.
Los
humanoides del platillo sacan una jaula con un perro de pelea. El perro ladra
frenético en la jaula. Los humanoides bromean entre ellos y lanzan alaridos
desafiantes al carcelero. Le dicen que le han puesto dientes de titanio a su
perro de pelea, que lo va a triturar al otro.
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El
carcelero pone las largas de su furgoneta, la luz invade la playa, el magnesio
brilla con sus reflejos metálicos, peligrosos, su reflejo de veneno.
Las dos
jaulas, los dos perros, frente a frente, en una pelea que los dejará
destrozados de por vida. O tal vez muertos.
El grupo
centroeuropeo muestra una bolsa con diamantes de Sudáfrica. El carcelero
muestra a su vez su bolsa de diamantes. La apuesta está hecha. El ganador se
quedará con todo.
Se
abren las dos jaulas. Los perros se tiran uno contra el otro. Ahora sí los veo
bien bajo los focos. Son un Pitbull y un
Rottweiler. Tremendos los dos. Fuertes, ágiles, hambrientos, adiestrados para
matar. Veo brillar la dentadura de titanio del Pitbull, que ya ha hundido sus
dientes en la piel de su rival.
A mi
lado, el candroide saca del interior de su cazadora un arma negurítica de doble
cañón vacilado, capaz de abatir cualquier tipo de criatura orbital de un solo
tiro. El candroide mira su arma, me mira a mí, luego otra vez al arma y luego
al frente, donde los dos perros pelean a muerte.
El
candroide baja caminando despacio hasta la playa. Cuando se encuentra ya muy
cerca de los haces de luz que proyectan los dos vehículos veo que empuña su
arma. Los humanos centroeuropeos y el carcelero no le dedican ni una sola mirada,
absortos en la pelea. El candroide dispara una vez. El centroeuropeo del bigote
cae fulminado sobre la arena de magnesio con una mezcla de asombro e
incredulidad pintada en el rostro. Entonces los otros comprenden lo que está
pasando y miran al candroide. Pero ya es tarde para ellos, no les da tiempo a echar
mano a sus armas. El candroide lanza otros tres disparos. Tres cuerpos humanos
más se desploman sobre la metálica alfombra de magnesio.
Los
perros siguen peleando, ajenos a lo que está pasando.
El
candroide se agacha en la arena. Guarda su arma negurítica de doble cañón
vacilado en el interior de su cazadora de cuero, de la que saca una especie de
cuchara cromada. Despacio, muy despacio, con ayuda de la cuchara le saca los
ojos de sus cuencas al carcelero. Se las arroja a los perros, que pelean ya con
menos convicción, extrañados de sentirse tan solos. El candroide va sacando los
ojos uno a uno a los cuatro humanos. Les tira a los perros los cuatro pares de
ojos. Los perros han dejado de pelear y olfatean los globos oculares, los
lamen. El Pitbull se anima a mordisquear uno de ellos. El Rottweiler le sigue.
Devoran los ojos.
El
candroide se levanta, se acerca a la furgoneta Volkswagen y apaga el motor y
las luces. Hace lo mismo con el platillo despresurizado. La oscuridad regresa a
la playa de magnesio. Las estrellas vuelven a brillar en el oscuro cielo del
asteroide Eunice. Los perros giran en redondo, desconcertados. Empiezan a
caminar por la playa, sin rumbo, libres.
El
candroide se acerca a la orilla, que está creciendo y se encuentra ya muy cerca
de los humanoides muertos. Limpia la cuchara cromada en el agua de mar y la
guarda en el bolsillo interior de su cazadora, junto al arma. Luego se limpia
las zarpas, las deja secar a la brisa nocturna, se da la vuelta y regresa a la atalaya
muy lentamente, hundiendo sus botas de fibra sideral en la arena.
La
marea sigue creciendo y arrastra los cuerpos de los seres humanos hacia el
interior, hacia los dominios de Neptuno, con quien deberán ajustar cuentas.
El
candroide se tumba en una hamaca, pide una triglina y enciende un Atómiko. Yo
pido otra triglina. Hace una noche maravillosa.
© Nitrofoska
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