"No sabemos de qué han muerto, comisario, no sabemos de qué han muerto."
El responsable del equipo forense fue categórico: "Los cuerpos están sanos. No han sufrido violencia, no han sido envenenados, se encuentran en perfecto estado, pero muertos, claro está."
El comisario Artano se saltó una parada en el trayecto del metro, que conocía como la palma de su mano. Al salir del vagón tropezó con una mujer que le increpó en una lengua extranjera. En la calle llovía, ese xirimiri, esa llovizna que caía sin fin en esta ciudad del demonio.
El sol ya se había puesto sobre Zorrozaurre, la céntrica isla de Bilbao donde en los últimos tiempos se aglomeraban los modernos de la zona, con sus locales de diseño y su aire sofisticado. "Y en las dos últimas semanas, al parecer, también los cadáveres
—pensó el comisario Artano mientras cruzaba el puente de titanio que daba acceso a la isla—, sobre todo los cadáveres que no deberían estar muertos."
Zorrozaurre había sufrido una severa transformación. Durante el desarrollo industrial su muelle fue uno de los epicentros de carga, grúas, hangares y desperdicios, todo ello salpicado por algunas cantinas y garitos diseminados a lo largo de ambas orillas, destinados principalmente a comidas para los numerosos trabajadores de la zona, estibadores, marinos, funcionarios de las navieras, vigilantes, prostitutas, macarras y polizontes que habían sigo expulsados de algún buque o se habían quedado en Bilbao esperando su navío, un navío que nunca llegaba.
Ahora, con la reciente construcción de un centro europeo de coordinación de vuelos siderales, Bilbao se había afianzado entre las ciudades punteras de los Estados Unidos de Europa, o por lo menos eso decían el alcalde y los medios de divulgación digital. "Con este xirimiri incesante es dudoso que Bilbao haya podido convertirse en nada que no sea una gran seta putrefacta", pensó Artano.
A pesar de sus continuas protestas, al comisario Artano le gustaba Bilbao. Llegó de joven y pronto se aclimató. Luego conoció a Begoña, una bella mujer alta, distante y taciturna con la que inició una relación que le hizo moderadamente feliz. Al poco tiempo nació su niña, Maitena, que significa la más querida en euskera, la lengua vasca, y que murió a las pocas semanas de vida. Los médicos no se pusieron de acuerdo sobre cómo y por qué había surgido la enfermedad, esa dermatitis vigorosa que contraía y estrujaba la piel en lentos espasmos, como si una quemadura permanente arrasara la dermis, produciendo espantosos dolores en la recién nacida.
Begoña decía que era debido a las toneladas de veneno sedimentado durante décadas de industrialización demencial en la ría. En los siglos XIX y XX, cuando las fábricas, los gigantescos hornos, las fantasmagóricas chimeneas tomaron la ciudad escupiendo humo y fuego las veinticuatro horas del día, Bilbao era una ciudad industrial rica y envenenada, y era este veneno el que ahora estaba aflorando y mezclándose con el aire del que había venido, brotando junto al agua que bebían, cubriendo cada objeto que tocaban.
No se trataba de una idea particular de Begoña, mucha gente en Bilbao lo pensaba. Artano, por su parte, procuraba mantener este asunto alejado de sus pensamientos cotidianos, pero hoy planeaba sobre su cabeza la idea de que el veneno había regresado, de que la putrefacción, la escoria, la corrupción acumuladas durante largo tiempo estaban retornando poco a poco a la superficie de la que procedían. Ahora que los seres humanos, los androides y organismos de otros mundos habían aprendido a convivir, ahora que las enfermedades derivadas de los primeros contactos entre distintas especies de la galaxia habían sido neutralizadas, ahora, sí, ese maldito veneno regresaba, como su recuerdo de Maitena, una y otra vez, su pequeña Maitena que no sobrevivió a la ciudad.
Tampoco su matrimonio sobrevivió a la precoz muerte de la pequeña. Al poco tiempo de morir la niña, Begoña regresó a casa de sus padres, a su Durango natal. Y allí seguía, trabajando en una tienda de lanas, o de macramé, algo manual; decía que moviendo las manos no pensaba en el veneno. Eso decía Begoña.
Artano enfiló el túnel de entrada a la isla a trompicones y atravesó el tubo catalizador. Llevaba encima una copia de todos los informes que había podido encontrar sobre las muertes de Zorrozaurre. Cuatro cadáveres en una semana. Cuatro muertes misteriosas de personas que aparecían sin vida, con expresión irreal, en éxtasis, mirando al cielo. Cuatro muertes sobre las que minuciosos estudios forenses no habían podido ofrecer un diagnóstico preciso. Un caso que a pesar de ser muy reciente estaba estrangulando la vida de Artano, envenenando el aire que respiraba a pequeñas bocanadas, casi suspiros. Se asfixiaba. El veneno.
>>sigue en mi próxima compilación de relatos LA CARA OCULTA. Lamento hacerles esperar, mis amados seres humanos, pero creo que la lectura de estos relatos resultará más interesante en su conjunto.
© Max Nitrofoska
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POLVO DE ETERNIDAD