Hacía años que Alejandro no se detenía a mirarse en un espejo. No por vanidad, sino por descuido. Se afeitaba mecánicamente cada mañana, en una rutina tan automatizada que apenas prestaba atención a su rostro. Pero aquella noche, al entrar al baño de su nuevo apartamento, algo lo hizo detenerse.
La luz del espejo era más fría que la del resto del apartamento, y su reflejo se veía más nítido de lo que recordaba. Se inclinó levemente sobre el lavabo y notó el cansancio en sus ojos, las arrugas incipientes en la frente. Pero entonces, al parpadear, sintió un escalofrío: su reflejo tardó una fracción de segundo más en hacer lo mismo.
Alejandro se quedó inmóvil. Tal vez se tratara de su imaginación, una jugarreta del cansancio. Se pasó una mano por el cabello y vio cómo su reflejo lo imitaba sin problema. Probó hacer una mueca, mover los dedos, girar la cabeza. Todo parecía en orden.
Suspiró y abrió el grifo para lavarse la cara. El agua estaba fría. Cerró los ojos un instante, disfrutando la sensación refrescante, y cuando los abrió, el reflejo aún tenía los ojos cerrados.
Se apartó del lavabo de golpe. El corazón se le aceleró. Miró otra vez el espejo, pero su reflejo ya lo imitaba correctamente. Tragó saliva y sonrió nervioso.
—Debo estar más cansado de lo que creía —murmuró, aunque su voz sonó hueca en el baño silencioso.
Apagó la luz y salió, convencido de que se trataba de un efecto de su fatiga.
Los días siguientes, Alejandro intentó no pensar en lo sucedido. Sin embargo, cada vez que pasaba frente a un espejo, no podía evitar mirarse. Al principio, nada raro ocurrió. Se repetía que todo había sido una ilusión, un truco de su mente agotada.
Pero una noche, mientras se cepillaba los dientes, sucedió de nuevo. Fue sutil: su reflejo parpadeó con un leve retraso. Alejandro sintió cómo se le helaban las manos, pero no apartó la vista.
—No puede ser —susurró.
Esta vez decidió ponerlo a prueba. Movió la cabeza lentamente de un lado a otro. Su reflejo lo imitó sin fallos. Chasqueó los dedos. Ningún problema.
Exhaló, aliviado. Pero cuando se inclinó para escupir la pasta de dientes y volvió a alzar la vista, su reflejo estaba mirándolo fijamente con una sonrisa que él no había trazado.
El cepillo de dientes se le escurrió entre los dedos.
Retrocedió torpemente hasta la puerta y salió del baño sin apagar la luz. Se quedó un momento en el pasillo, con la respiración entrecortada, sintiendo el pulso acelerado. Cuando se atrevió a mirar de reojo hacia el espejo, su reflejo pareció normal.
Pero algo en su expresión le hizo entender que había visto bien.
Y que el reflejo también lo sabía.
Esa noche, Alejandro decidió que el reflejo, que «esto» había llegado demasiado lejos.
Arrancó la sábana del espejo, lo descolgó de la pared y lo llevó hasta la cocina. Se quedó unos segundos frente a él, contemplando su reflejo con una mezcla de temor y rabia.
—Sea lo que seas, no vas a seguir jodiéndome.
Tomó un martillo del cajón de herramientas y, sin pensarlo un instante, lo estrelló contra el cristal.
El golpe resonó en todo el apartamento. Se formaron grietas en la superficie, pero el espejo no se rompió del todo. Alejandro levantó el martillo para asestar otro golpe… y entonces, el reflejo se movió.
No de forma errática, ni con retraso. Se movió antes que él.
Alejandro sintió un nudo de pánico en el estómago.
El reflejo levantó su propio martillo, pero en lugar de golpear el cristal, sonrió y lo dejó caer al suelo.
Luego, extendió la mano hacia el espejo.
Alejandro no tuvo tiempo de reaccionar. Las grietas en el vidrio comenzaron a ensancharse, palpitando como si estuvieran vivas, y antes de que pudiera retroceder, sintió un tirón en el pecho.
Un frío indescriptible lo recorrió de pies a cabeza.
Y cayó.
La sensación de vértigo se disipó en un instante.
Alejandro se encontraba en su baño. O al menos, eso parecía. Pero algo estaba… torcido.
El aire era denso. La luz del techo parpadeaba con un resplandor enfermizo. El agua del lavamanos estaba quieta, como si no existiera el tiempo.
Y frente a él, en el espejo, estaba su apartamento.
Su verdadero apartamento.
Alejandro parpadeó, intentando entender qué estaba viendo. Entonces, en el reflejo, alguien entró en la habitación.
Él mismo.
Su reflejo.
El otro Alejandro se estiró con tranquilidad, flexionando los dedos como quien prueba un traje nuevo. Se inclinó hacia el espejo y le dedicó una sonrisa burlona.
Alejandro sintió un puño de hielo cerrándose en su garganta.
Golpeó el cristal con fuerza.
—¡No! ¡Sácame de aquí!
El otro Alejandro inclinó la cabeza, estudiándolo como si fuera un insecto atrapado en un frasco.
Luego apagó la luz del baño.
Y se fue.
Alejandro quedó en la oscuridad, con su propio reflejo convertido en una puerta cerrada.
Quiso gritar, pero el sonido se apagó en el aire inmóvil.
Y entonces, el espejo comenzó a reflejar algo más.
Algo que no era su apartamento.
Algo que lo miraba desde la negrura.
©Nitrofoska