La mesa estaba puesta desde hacía rato, aunque nadie parecía dispuesto a sentarse. El mantel tenía manchas antiguas, redondas, como de vasos olvidados, y un par de migas junto al plato más cercano a la ventana. No era hora de comer, ni de cenar. No era hora de nada.
En el pasillo, la mujer seguía allí, parada, con las manos hundidas en los bolsillos del batín. Escuchaba con atención, como si esperara un ruido, una señal, una voz que rompiera el entumecimiento de la casa. Pero no había nada. Solo el zumbido bajo de la nevera y, más lejos, el ronroneo inconstante del tráfico.
El chico estaba en su cuarto, aunque ella no lo sabía con certeza. Desde que le dieron el portátil nuevo, había empezado a encerrarse. No tanto por gusto como por costumbre. Se le pegó la rutina del encierro con la misma facilidad con la que antes se le pegaban los anuncios de la tele: con una mezcla de fascinación y rechazo.
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Ella pensó en decirle algo. Solo para comprobar si respondía. Pero no se movió. Ya no insistía. La última vez que llamó a su puerta, la respuesta fue un murmullo apagado, sin forma gramatical, y le pareció suficiente.
Volvió a la cocina. Movió los cubiertos de sitio. Los platos eran de loza blanca, con un filo azul casi borrado. Eran de la madre. O tal vez no. Ya ni eso recordaba con certeza. Tenía esa forma de olvidar que no era descuido sino defensa.
Del otro lado del patio, una vecina tendía ropa. Las pinzas eran de madera. El gesto de colgar las prendas, una por una, tenía algo mecánico, como un ritual. Camisetas, calcetines, una sábana de flores desvaídas. La vecina la observó un instante. Pensó que quizá debería hacer la colada también. Pero no tenía ropa suficiente para justificar el esfuerzo.
Encendió la radio. Solo unos segundos. Una voz hablaba de política internacional. Apagó. Se sirvió un vaso de agua. El vaso estaba astillado por el borde, pero no cortaba. A veces, por la noche, soñaba que se lo llevaba a la boca y se desangraba en silencio.
El chico, finalmente, salió del cuarto. Caminaba con pasos blandos, casi sin apoyar los talones. Estaba más flaco que antes. O tal vez era el pijama, que le caía como una prenda prestada. No la miró. Fue directo a la nevera. Abrió, cerró. Se llevó algo a la boca.
—¿Has comido? —preguntó ella sin alzar demasiado la voz.
Él encogió los hombros. Seguía sin mirarla.
—Podríamos comer algo juntos.
—Ya he comido —dijo él, pero la respuesta era automática, carente de contenido.
Ella no insistió. Se sentó al borde de la mesa. No para comer, sino por ocupar un lugar. El chico se fue otra vez, con el paquete de galletas medio abierto en la mano. Al irse, dejó la puerta entreabierta. Ese gesto, más que cualquier palabra, fue lo que le hizo daño.
Pensó en seguirlo, cruzar la puerta y entrar en su cuarto como lo hacía antes, sin pedir permiso, sin medir las distancias. Pero hacía tiempo que esas cosas habían dejado de estar permitidas. Ahora cada paso, cada palabra, era una prueba. Una posibilidad de estropearlo todo.
Se quedó en la cocina. El reloj del microondas marcaba una hora equivocada. Había perdido la costumbre de ponerlo en hora. El chico se lo había dicho una vez: que era inútil. Que daba igual qué hora dijera si nadie la usaba para nada.
Recordó entonces una frase. No sabía de dónde venía, si de un libro, de una película o de una conversación lejana. Decía: «Los hijos se van, pero no como uno espera. Se van quedándose». Le pareció exacta. Una definición precisa de ese modo suyo de irse sin irse.
El resto de la tarde transcurrió como tantas otras: sin marcas, sin rupturas, sin nada que permitiera distinguirla de la anterior. A ratos, ella se sentaba en el sofá. A ratos, se levantaba y recorría la casa como si buscara algo extraviado. No sabía qué. Solo que, de encontrarlo, todo mejoraría.
Hacia las siete, sonó el timbre. Una sola vez. Ella se sobresaltó, como si no recordara que existía gente fuera. Caminó hasta la puerta y miró por la mirilla. Era una mujer joven. Llevaba una carpeta bajo el brazo y una sonrisa tensa, casi fingida.
—Buenas tardes. ¿Está tu madre?
Ella tardó un segundo en comprender.
—Soy yo —dijo.
La joven asintió, se disculpó con un gesto mínimo y explicó que venía a hablar de unos formularios, unos datos del centro. Era del instituto. Mencionó el nombre del chico. Lo dijo como si fuera evidente que ella debía saber a qué se refería.
—¿Ha tenido algún problema últimamente? —preguntó la joven.
La mujer dudó. Pensó en las tardes encerrado, en las comidas rechazadas, en la puerta entreabierta. Pero no dijo nada de eso.
—No. Está bien. A veces calla mucho, pero eso es normal a su edad, ¿no?
La joven sonrió otra vez, aunque esta vez no parecía saber muy bien por qué. Le entregó unos papeles y se despidió con amabilidad cortés. Cuando se fue, el pasillo quedó más oscuro que antes.
El chico no preguntó quién era. Ni siquiera asomó la cabeza. Ella dejó los papeles sobre la mesa, junto al plato vacío. No los leyó. Sabía que hablaban de él, pero prefería no saber en qué tono.
Esa noche, antes de acostarse, se asomó a su cuarto. Él estaba tumbado boca arriba, con los ojos abiertos. En la pantalla, una imagen detenida: un videojuego, o una serie, o un vídeo sin movimiento. Difícil de saber.
—¿Quieres que apague la luz? —preguntó ella.
Él no respondió. Solo giró la cabeza, muy levemente, en su dirección.
Ella se quedó un segundo más en el umbral.
—Mañana podríamos salir, si quieres. A dar una vuelta.
El chico volvió a mirar al techo.
—Mañana no puedo.
—Bueno. Otro día.
Cerró despacio. Se quedó un rato en el pasillo, escuchando. No se oía nada. El silencio era tan limpio que le pareció una forma nueva de distancia. Una que ya no podría acortar.
Se fue a dormir. Antes de apagar la luz, pensó en la vecina del otro lado del patio, en las pinzas de madera, en la sábana de flores desteñidas. Pensó que, si al día siguiente llovía, la ropa quedaría empapada. Y que quizá nadie saldría a recogerla.
©Nitrofoska