miércoles, 30 de abril de 2025

EL REFLEJO

Hacía años que Alejandro no se detenía a mirarse en un espejo. No por vanidad, sino por descuido. Se afeitaba mecánicamente cada mañana, en una rutina tan automatizada que apenas prestaba atención a su rostro. Pero aquella noche, al entrar al baño de su nuevo apartamento, algo lo hizo detenerse.

La luz del espejo era más fría que la del resto del apartamento, y su reflejo se veía más nítido de lo que recordaba. Se inclinó levemente sobre el lavabo y notó el cansancio en sus ojos, las arrugas incipientes en la frente. Pero entonces, al parpadear, sintió un escalofrío: su reflejo tardó una fracción de segundo más en hacer lo mismo.

Alejandro se quedó inmóvil. Tal vez se tratara de su imaginación, una jugarreta del cansancio. Se pasó una mano por el cabello y vio cómo su reflejo lo imitaba sin problema. Probó hacer una mueca, mover los dedos, girar la cabeza. Todo parecía en orden.

Imagen: Nitrofoska

Suspiró y abrió el grifo para lavarse la cara. El agua estaba fría. Cerró los ojos un instante, disfrutando la sensación refrescante, y cuando los abrió, el reflejo aún tenía los ojos cerrados.

Se apartó del lavabo de golpe. El corazón se le aceleró. Miró otra vez el espejo, pero su reflejo ya lo imitaba correctamente. Tragó saliva y sonrió nervioso.

Debo estar más cansado de lo que creía —murmuró, aunque su voz sonó hueca en el baño silencioso.

Apagó la luz y salió, convencido de que se trataba de un efecto de su fatiga.

Los días siguientes, Alejandro intentó no pensar en lo sucedido. Sin embargo, cada vez que pasaba frente a un espejo, no podía evitar mirarse. Al principio, nada raro ocurrió. Se repetía que todo había sido una ilusión, un truco de su mente agotada.

Pero una noche, mientras se cepillaba los dientes, sucedió de nuevo. Fue sutil: su reflejo parpadeó con un leve retraso. Alejandro sintió cómo se le helaban las manos, pero no apartó la vista.

No puede ser —susurró.

Esta vez decidió ponerlo a prueba. Movió la cabeza lentamente de un lado a otro. Su reflejo lo imitó sin fallos. Chasqueó los dedos. Ningún problema.

Exhaló, aliviado. Pero cuando se inclinó para escupir la pasta de dientes y volvió a alzar la vista, su reflejo estaba mirándolo fijamente con una sonrisa que él no había trazado.

El cepillo de dientes se le escurrió entre los dedos.

Retrocedió torpemente hasta la puerta y salió del baño sin apagar la luz. Se quedó un momento en el pasillo, con la respiración entrecortada, sintiendo el pulso acelerado. Cuando se atrevió a mirar de reojo hacia el espejo, su reflejo pareció normal.

Pero algo en su expresión le hizo entender que había visto bien.

Y que el reflejo también lo sabía.

Esa noche, Alejandro decidió que el reflejo, que «esto» había llegado demasiado lejos.

Arrancó la sábana del espejo, lo descolgó de la pared y lo llevó hasta la cocina. Se quedó unos segundos frente a él, contemplando su reflejo con una mezcla de temor y rabia.

Sea lo que seas, no vas a seguir jodiéndome.

Tomó un martillo del cajón de herramientas y, sin pensarlo un instante, lo estrelló contra el cristal.

El golpe resonó en todo el apartamento. Se formaron grietas en la superficie, pero el espejo no se rompió del todo. Alejandro levantó el martillo para asestar otro golpe… y entonces, el reflejo se movió.

No de forma errática, ni con retraso. Se movió antes que él.

Alejandro sintió un nudo de pánico en el estómago.

El reflejo levantó su propio martillo, pero en lugar de golpear el cristal, sonrió y lo dejó caer al suelo.

Luego, extendió la mano hacia el espejo.

Alejandro no tuvo tiempo de reaccionar. Las grietas en el vidrio comenzaron a ensancharse, palpitando como si estuvieran vivas, y antes de que pudiera retroceder, sintió un tirón en el pecho.

Un frío indescriptible lo recorrió de pies a cabeza.

Y cayó.

La sensación de vértigo se disipó en un instante.

Alejandro se encontraba en su baño. O al menos, eso parecía. Pero algo estaba… torcido.

El aire era denso. La luz del techo parpadeaba con un resplandor enfermizo. El agua del lavamanos estaba quieta, como si no existiera el tiempo.

Y frente a él, en el espejo, estaba su apartamento.

Su verdadero apartamento.

Alejandro parpadeó, intentando entender qué estaba viendo. Entonces, en el reflejo, alguien entró en la habitación.

Él mismo.

Su reflejo.

El otro Alejandro se estiró con tranquilidad, flexionando los dedos como quien prueba un traje nuevo. Se inclinó hacia el espejo y le dedicó una sonrisa burlona.

Alejandro sintió un puño de hielo cerrándose en su garganta.

Golpeó el cristal con fuerza.

¡No! ¡Sácame de aquí!

El otro Alejandro inclinó la cabeza, estudiándolo como si fuera un insecto atrapado en un frasco.

Luego apagó la luz del baño.

Y se fue.

Alejandro quedó en la oscuridad, con su propio reflejo convertido en una puerta cerrada.

Quiso gritar, pero el sonido se apagó en el aire inmóvil.

Y entonces, el espejo comenzó a reflejar algo más.

Algo que no era su apartamento.

Algo que lo miraba desde la negrura.

©Nitrofoska

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martes, 29 de abril de 2025

ABRELATAS

Ánimo, androides, hubo tiempos peores.

Imagen: Desconocidx
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lunes, 28 de abril de 2025

MÁQUINAS PARA CREAR GRAFITIS (IV)

Sistema LÍNEA-B

Se despliega en capas. Traza geometrías imposibles. Sus tentáculos recorren las fachadas a velocidades ilegales. Nadie la controla. A veces dibuja mapas. A veces escribe nombres que luego nadie recuerda. La LÍNEA-B no pinta para humanos. Su arte va dirigido a otras máquinas, a los sensores, a los drones que patrullan sin permiso. Se trata de un lenguaje oculto, un código entre entidades que no saben si son libres. Si lo serán alguna vez. Cada uno de sus trazos funciona como señal, como cicatriz, como una fractura más en la pulida fachada del control.


Texto e imagen: Nitrofoska
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domingo, 27 de abril de 2025

MÁQUINAS PARA CREAR GRAFITIS (III)

Graph-OVO

Este modelo se usó para plantar color en zonas prohibidas. Se camuflaba como una cápsula abandonada, pero por las noches se abría y escupía tinta desde sus costillas metálicas. Usaba plantas como pigmento. Robaba energía a las farolas. Tenía algo de animal y algo de ritual. Los chavales le dejaban ofrendas: tapas, cables rotos, mensajes garabateados. En una semana podía transformar una pared de hormigón en un poema húmedo. Nunca repetía. Si la intentabas seguir, desaparecía tras una nube de esporas naranjas.


Texto e imagen: Nitrofoska
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sábado, 26 de abril de 2025

MÁQUINAS PARA CREAR GRAFITIS (II)

Unidad 7-5

Más que pintar, esta máquina improvisaba. Se movía como un DJ sin mapa, conectando cables a ritmos eléctricos, salpicando colores donde antes solo había vigilancia. La Unidad 7-5 aprendía de los errores: cada trazo defectuoso lo convertía en estilo. Le gustaban los túneles, las estaciones apagadas, los lugares que ya no esperaban visitas. Su estilo era barroco, psicótico, lleno de esquinas inútiles. Pero si tomabas distancia sus trazos hablaban. Con urgencia. Con herida.


Texto e imagen: Nitrofoska
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viernes, 25 de abril de 2025

HABEMUS PAPAM

Foto: Desconocidx
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MÁQUINAS PARA CREAR GRAFITIS (I)

MODELO BARAKA-3000

Fue diseñada para llenar muros muertos con frases que nadie se atrevía a decir. No necesitaba pintura: usaba residuos, óxido, saliva de cable, trozos de anuncios antiguos. La BARAKA-3000 no firmaba. Era su forma de decir que el arte no tiene dueño, es impulso. A veces lograba colarse por las rendijas de los barrios sellados y dejaba un corazón mal trazado en la cúpula de alguna torre. Cometía fallos. Se repetía. Escupía letras sin sentido. Pero cuando el sol le daba de lado, toda la ciudad parecía escrita por ella. 

Texto e imagen: Nitrofoska
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jueves, 24 de abril de 2025

DUDAS INMENSAS

Imagen: Nitrofoska
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Somos dudas inmensas
sumergidas en formol.
Somos cadencia del cosmos
enlatada en cuerpos celestes.
Somos una pequeña parte
del pensamiento de un niño
acorralado por sus sueños.


© Max Nitrofoska

miércoles, 23 de abril de 2025

DÍA DEL LIBRO

Disfruten de la lectura, androides.

Imagen: Nitrofoska
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DÍA DEL LIBRO

Hola, habitantes. A disfrutar.

Cartel: Maria Altuna
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lunes, 21 de abril de 2025

ÁLBUM LITERACCIÓN 25E

Hola, habitantes. Aunque han pasado casi tres meses del evento, aquí llegan al fin todas las fotos, los vídeos, el manifiesto, los carteles y el suceso LITERACCIÓN que tuvo lugar el pasado 25E en el Tiki-Volcano de Malasaña. 

Todo junto en un álbum, aquí  ENLACE

A disfrutar.

Foto: Daniel Muaré
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domingo, 20 de abril de 2025

PUENTE

Hola, androides. ¿Cómo van estos días?

Foto: Stefano Perego
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viernes, 18 de abril de 2025

TORSIÓN

Hola, androides. ¿Cómo va el eje?

Foto: @benzank
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miércoles, 16 de abril de 2025

COSAS NORMALES

La mesa estaba puesta desde hacía rato, aunque nadie parecía dispuesto a sentarse. El mantel tenía manchas antiguas, redondas, como de vasos olvidados, y un par de migas junto al plato más cercano a la ventana. No era hora de comer, ni de cenar. No era hora de nada.

En el pasillo, la mujer seguía allí, parada, con las manos hundidas en los bolsillos del batín. Escuchaba con atención, como si esperara un ruido, una señal, una voz que rompiera el entumecimiento de la casa. Pero no había nada. Solo el zumbido bajo de la nevera y, más lejos, el ronroneo inconstante del tráfico.

El chico estaba en su cuarto, aunque ella no lo sabía con certeza. Desde que le dieron el portátil nuevo, había empezado a encerrarse. No tanto por gusto como por costumbre. Se le pegó la rutina del encierro con la misma facilidad con la que antes se le pegaban los anuncios de la tele: con una mezcla de fascinación y rechazo.

Texto e imagen: Nitrofoska
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Ella pensó en decirle algo. Solo para comprobar si respondía. Pero no se movió. Ya no insistía. La última vez que llamó a su puerta, la respuesta fue un murmullo apagado, sin forma gramatical, y le pareció suficiente.

Volvió a la cocina. Movió los cubiertos de sitio. Los platos eran de loza blanca, con un filo azul casi borrado. Eran de la madre. O tal vez no. Ya ni eso recordaba con certeza. Tenía esa forma de olvidar que no era descuido sino defensa.

Del otro lado del patio, una vecina tendía ropa. Las pinzas eran de madera. El gesto de colgar las prendas, una por una, tenía algo mecánico, como un ritual. Camisetas, calcetines, una sábana de flores desvaídas. La vecina la observó un instante. Pensó que quizá debería hacer la colada también. Pero no tenía ropa suficiente para justificar el esfuerzo.

Encendió la radio. Solo unos segundos. Una voz hablaba de política internacional. Apagó. Se sirvió un vaso de agua. El vaso estaba astillado por el borde, pero no cortaba. A veces, por la noche, soñaba que se lo llevaba a la boca y se desangraba en silencio.

El chico, finalmente, salió del cuarto. Caminaba con pasos blandos, casi sin apoyar los talones. Estaba más flaco que antes. O tal vez era el pijama, que le caía como una prenda prestada. No la miró. Fue directo a la nevera. Abrió, cerró. Se llevó algo a la boca.

¿Has comido? —preguntó ella sin alzar demasiado la voz.

Él encogió los hombros. Seguía sin mirarla.

Podríamos comer algo juntos.

Ya he comido —dijo él, pero la respuesta era automática, carente de contenido.

Ella no insistió. Se sentó al borde de la mesa. No para comer, sino por ocupar un lugar. El chico se fue otra vez, con el paquete de galletas medio abierto en la mano. Al irse, dejó la puerta entreabierta. Ese gesto, más que cualquier palabra, fue lo que le hizo daño.

Pensó en seguirlo, cruzar la puerta y entrar en su cuarto como lo hacía antes, sin pedir permiso, sin medir las distancias. Pero hacía tiempo que esas cosas habían dejado de estar permitidas. Ahora cada paso, cada palabra, era una prueba. Una posibilidad de estropearlo todo.

Se quedó en la cocina. El reloj del microondas marcaba una hora equivocada. Había perdido la costumbre de ponerlo en hora. El chico se lo había dicho una vez: que era inútil. Que daba igual qué hora dijera si nadie la usaba para nada.

Recordó entonces una frase. No sabía de dónde venía, si de un libro, de una película o de una conversación lejana. Decía: «Los hijos se van, pero no como uno espera. Se van quedándose». Le pareció exacta. Una definición precisa de ese modo suyo de irse sin irse.

El resto de la tarde transcurrió como tantas otras: sin marcas, sin rupturas, sin nada que permitiera distinguirla de la anterior. A ratos, ella se sentaba en el sofá. A ratos, se levantaba y recorría la casa como si buscara algo extraviado. No sabía qué. Solo que, de encontrarlo, todo mejoraría.

Hacia las siete, sonó el timbre. Una sola vez. Ella se sobresaltó, como si no recordara que existía gente fuera. Caminó hasta la puerta y miró por la mirilla. Era una mujer joven. Llevaba una carpeta bajo el brazo y una sonrisa tensa, casi fingida.

Buenas tardes. ¿Está tu madre?

Ella tardó un segundo en comprender.

Soy yo —dijo.

La joven asintió, se disculpó con un gesto mínimo y explicó que venía a hablar de unos formularios, unos datos del centro. Era del instituto. Mencionó el nombre del chico. Lo dijo como si fuera evidente que ella debía saber a qué se refería.

¿Ha tenido algún problema últimamente? —preguntó la joven.

La mujer dudó. Pensó en las tardes encerrado, en las comidas rechazadas, en la puerta entreabierta. Pero no dijo nada de eso.

No. Está bien. A veces calla mucho, pero eso es normal a su edad, ¿no?

La joven sonrió otra vez, aunque esta vez no parecía saber muy bien por qué. Le entregó unos papeles y se despidió con amabilidad cortés. Cuando se fue, el pasillo quedó más oscuro que antes.

El chico no preguntó quién era. Ni siquiera asomó la cabeza. Ella dejó los papeles sobre la mesa, junto al plato vacío. No los leyó. Sabía que hablaban de él, pero prefería no saber en qué tono.

Esa noche, antes de acostarse, se asomó a su cuarto. Él estaba tumbado boca arriba, con los ojos abiertos. En la pantalla, una imagen detenida: un videojuego, o una serie, o un vídeo sin movimiento. Difícil de saber.

¿Quieres que apague la luz? —preguntó ella.

Él no respondió. Solo giró la cabeza, muy levemente, en su dirección.

Ella se quedó un segundo más en el umbral.

Mañana podríamos salir, si quieres. A dar una vuelta.

El chico volvió a mirar al techo.

Mañana no puedo.

Bueno. Otro día.

Cerró despacio. Se quedó un rato en el pasillo, escuchando. No se oía nada. El silencio era tan limpio que le pareció una forma nueva de distancia. Una que ya no podría acortar.

Se fue a dormir. Antes de apagar la luz, pensó en la vecina del otro lado del patio, en las pinzas de madera, en la sábana de flores desteñidas. Pensó que, si al día siguiente llovía, la ropa quedaría empapada. Y que quizá nadie saldría a recogerla.

©Nitrofoska

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lunes, 14 de abril de 2025

VUELTA SIDERAL

Hoy, una vuelta más a los planetas de mi entorno. 

¡Gracias, humanoides, por el combustible! 
Y no humanoides 👽

Foto: Mimisme
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domingo, 13 de abril de 2025

EL BESO (IV)

Texto e imagen: Nitrofoska
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Fragmento 4:

Esta mañana he encendido el casco por mi cuenta. He fingido una sesión de mantenimiento. He cerrado los ojos. He dejado que el zumbido me envolviera. Las luces bailaban en el interior, como lo hacían antes, cuando aún intentábamos entendernos.

He hablado en voz baja, dentro del casco. No para él. Para mí. Le he contado que todavía pienso en el pasillo C14. Que no he vuelto a rozar la frente de nadie. Que el sistema sigue funcionando, claro, sin errores, sin desviaciones.

Pero algo se quedó congelado ahí, entre su sonrisa y mi torpeza. Algo que nadie más ha sabido replicar.

No espero respuesta. Pero me niego a olvidar ese beso torpe, invisible, estorbado por capas de material y norma. Porque si hay algo que sigue siendo mío, es eso. Aquel beso.

©Nitrofoska

sábado, 12 de abril de 2025

EL BESO (III)

Texto e imagen: Nitrofoska
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Fragmento 3:

Desapareció sin aviso. Un día estaba. Al siguiente, el casco emitía un pitido seco al intentar conectar. Pregunté, discretamente, en el módulo técnico. Me dijeron que había sido trasladado. Nivel superior, dijeron. Nadie volvió a mencionarlo.

Me emparejaron con otro al día siguiente. Parecido en complexión, en tono de voz. Pero distinto. Nunca se reía. Nunca dejaba interferencias en la señal.

Yo, en cambio, empecé a sabotear los emparejamientos. Dejaba fragmentos de código suelto, pensamientos cruzados, pequeños errores en los paquetes de datos. Nada grave. Solo lo justo para que me reprogramaran. Para que me asignaran un protocolo nuevo. Algo más cerca del ruido, de lo que tuvimos.

Pero nunca funcionó. Porque él —y esto lo supe demasiado tarde— no era especial por lo que compartimos. Sino por lo que no pudimos terminar de decirnos.

©Nitrofoska

viernes, 11 de abril de 2025

EL BESO (II)

Texto e imagen: Nitrofoska
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Fragmento 2:

Lo hicimos solo una vez. En el pasillo C14. A esa hora la sección estaba en sombra, con el ciclo lumínico reducido y los sensores en pausa por mantenimiento. Él me miró como si lo supiera. Como si los dos hubiésemos estado esperando ese hueco durante semanas.

No nos quitamos los cascos —habría sido una infracción grave— pero nos acercamos tanto que las esferas se empañaron. No fue un beso perfecto. Hubo torpeza, un golpe de hombros, una carcajada muda. Pero también hubo algo más. Un temblor. Un tipo de miedo que no venía de las normas, sino de nosotros mismos.

Sabíamos que después de eso no volveríamos a sincronizar igual. Que algo se había escapado del sistema. No lo dijimos, claro. Solo apoyamos la frente el uno contra el otro y respiramos. El aire filtrado olía a ozono.

©Nitrofoska

jueves, 10 de abril de 2025

EL BESO (I)

Imagen: Nitrofoska
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Fragmento 1:

Nos conectaron el día diez, justo después del chequeo de rutina. Entré en la sala sin hacer preguntas. Seguí las instrucciones. Me habían hablado del acoplamiento, de los protocolos de seguridad emocional, del filtrado de impulsos. Pero nadie te explica lo que se siente cuando el casco se cierra y, de repente, no eres tú sola dentro de tu cabeza.

El primer beso no fue un beso. Fue una invasión leve, como una canción antigua mal grabada. Vi imágenes suyas —o eso creo—: una mujer de espaldas en un muelle, un edificio ardiendo, un perro con una oreja rota. Cosas inconexas. Luego vinieron mis recuerdos, deformados, devueltos como si fueran suyos. Me mareé.

Él alzó la mirada y sonrió, casi como si también supiera que aquello era un error necesario. No dijimos nada. No podíamos. Y en ese silencio, supe que seguiría conectándome.

©Nitrofoska

martes, 8 de abril de 2025

INTELIGENTE

Imagen: Nitrofoska

Tú no sabías que un edificio pudiera ser inteligente.
No tenías ni la menor idea de eso.
Tú pensabas que inteligente solo podía serlo una persona,
o tal vez un perro,
algún delfín del mar Egeo,
pero jamás un edificio.

Cuando escuchaste lo del edificio inteligente
te quedaste con la boca abierta,
mirando al cielo,
como un niño al que le hubieran revelado
un gran secreto.

Pero lo bueno de todo esto es que poco después
escuchaste que también los teléfonos son inteligentes.
Y luego los semáforos,
y más tarde un montón de artefactos que te rodean.
Resulta que todos son inteligentes,
y aquí el único soplapollas inútil y cabestro eres tú,
al parecer.

Creo que voy a hacerme una tortilla de bacalao,
que llego tarde a la sesión de noche.
La sesión de noche de algún cine inteligente,
no te jode.
Voy a ver La cena de los idiotas.
Ahí, por lo menos, habrá un sitio para mí.

© Max Nitrofoska

domingo, 6 de abril de 2025

TROMBÓN

Hola, humanoides, suban la música.

Foto: Desconocidx
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viernes, 4 de abril de 2025

JAGUAR YOU?

Hola, humanoides. Jaguar you?

Viñeta: Onix
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miércoles, 2 de abril de 2025

ABEL

Abel llevaba más de una hora atrapado en la autopista. El calor subía del asfalto y se colaba en su coche, un viejo Ford con las ventanillas a medio bajar, el aire acondicionado muerto desde hacía meses.

Los nudillos de su mano derecha tamborileaban sobre el volante, un ritmo irregular que solo servía para desgastar aún más su paciencia.

La radio, siempre sintonizada en Radiolé, apenas conseguía tapar el coro de bocinazos y maldiciones del atasco. Abel la apagó de golpe. No estaba para distracciones. La pelea era esa noche, y él seguía atrapado en el tráfico como un imbécil.

Texto e imagen: Nitrofoska
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Giró la cabeza hacia el asiento del copiloto. Ahí estaban los guantes, medio rotos, el cuero gastado en los nudillos tras demasiados asaltos en gimnasios mugrientos. Junto a los guantes, una botella de agua caliente rodaba sobre el asiento. La agarró, le dio un trago y la escupió por la ventanilla.

Joder.

El calor era asfixiante. Hasta el aire sabía mal.

Faltaban unas horas para el combate. No era una pelea cualquiera: era su gran oportunidad de salir del agujero.

Su entrenador había insistido:

Si ganas este combate, Abel, vienen los contratos serios. Dinero de verdad. Pero tienes que ir con todo. Este tipo no es cualquier matao.

Abel lo sabía. Pedro «El Tarántula» era un cabrón peligroso, con fama de mandar a sus rivales al hospital. Pero no tenía opción. Lo que le iban a pagar esta noche apenas alcanzaría para tapar las deudas con el casero y lo que debía en la esquina donde solía apostar, pero le permitiría sacar la cabeza del hoyo.

El sudor le resbalaba por la frente y le empapaba el cuello. Se pasó la mano por el pelo corto, intentando despejarse. El tráfico seguía inmóvil.

Dos coches más adelante, un tipo con camisa de tirantes salió del coche y empezó a gritarle a otro:

¡Muévete, hijo de puta! ¡Qué cojones estás haciendo ahí!

Abel lo observó con indiferencia.

De repente, sintió el teléfono vibrar en el bolsillo. Lo sacó rápido, pensando que era su entrenador. No, era Susana. La pantalla mostraba su foto, esa que él mismo le había tomado una noche, cuando ella reía, despreocupada. Abel dudó un segundo antes de contestar.

¿Qué pasa, Susi? —dijo, seco.

¿Dónde estás? ¿No deberías estar ya en el gimnasio?

Su tono era directo, casi cortante, pero con una pizca de preocupación.

Tráfico. Estoy atrapado. Ten calma.

Pues date prisa. No quiero otra excusa barata, Abel. Esta pelea tiene que ser tuya.

Lo sé, joder. Lo sé.

Colgó antes de que ella siguiera. No quería escuchar más sermones.

Suspiró y se dejó caer contra el respaldo del asiento, mirando el cielo opaco a través del parabrisas. Estaba acostumbrado a las broncas, pero ese día todo pesaba el doble. El tráfico. La pelea. Susana. La vida misma.

De un volantazo, giró hacia el arcén, esquivando baches sin levantar el pie del acelerador. Tenía que llegar. No podía permitirse otra derrota, no esta vez. A medida que avanzaba, el aire caliente se volvía aún más sofocante, como si el sol cayera directamente sobre él, vigilándolo.

La radio, que había vuelto a encender sin darse cuenta, anunció con su voz metálica:

Se ha registrado otro accidente en el acceso sur. Dos carriles bloqueados.

Abel golpeó el botón para apagarla, maldiciendo entre dientes. La cabeza le palpitaba, un tambor retumbando en su cráneo.

El coche se detuvo en seco al llegar a un cruce. Un camión oxidado bloqueaba la salida, ocupando todo el paso.

Bajó la ventanilla y sacó la cabeza.

¡Muévete, cabrón!

El conductor ni se inmutó. Seguía discutiendo con alguien en el asiento del copiloto.

El motor del camión tosió una nube de humo negro, y Abel sintió el calor pegajoso en la garganta.

Miró el reloj. Menos de treinta minutos para la pelea.

«No puedo quedarme aquí», pensó.

Abrió la puerta y salió del coche, dejando atrás botellas vacías y guantes desgastados. Al pisar el suelo, el asfalto ardiente le quemó las suelas. Golpeó con los nudillos la puerta del camión, pero nadie respondió. La discusión seguía en el interior de la cabina como si él no existiera.

Respiró con dificultad. El rugido del tráfico se mezclaba en su cabeza con las bocinas. Su pecho subía y bajaba rápido, como si estuviera en el último asalto de un combate.

Al final, dio un paso atrás.

Volvió a su coche, abrió el maletero, sacó una mochila con lo esencial y empezó a caminar.

Cada paso era un golpe contra el suelo caliente. La camiseta se le pegaba al cuerpo, el sudor le escocía en los ojos. Pero no se detuvo. Pasó entre coches atascados y rostros indiferentes. Sentía la mirada invisible de todos ellos, y también un vacío creciente en el pecho.

El gimnasio estaba demasiado lejos. Lo sabía. Pero moverse le mantenía cuerdo, aunque cada minuto que pasaba le arrebatara un pedazo de esperanza.

Al cruzar un puente peatonal quedó inmóvil, hipnotizado. Desde allí, la autopista parecía un hormiguero hirviendo, una masa interminable de coches atrapados.

Sacó el teléfono de la mochila y vio una notificación de Susana. No la abrió.

¿Qué iba a decirle? ¿Que no iba a llegar? ¿Que otra vez la vida le había pasado por encima?

Apoyó los brazos en la barandilla y dejó caer la cabeza. Cerró los ojos, intentando bloquear el ruido, el calor, la frustración.

Podía sentir su propio pulso en las sienes, pesado y lento, como un reloj sin prisa.

Abrió los ojos y miró hacia abajo. El asfalto reflejaba el sol con un brillo cegador.

Un coche pasó lentamente por un camino lateral. Un niño pequeño asomó la cabeza por la ventanilla. Lo señaló con una sonrisa inocente, ajeno al caos de la autopista y a los demonios en la cabeza de Abel.

El boxeador sonrió apenas, un gesto involuntario, y se apartó de la barandilla.

La vida en el barrio siempre había sido así: un combate tras otro, golpes que a menudo no podías esquivar y te mandaban a la lona con los huesos rotos.

Esta vez no habría campana para salvarlo.

Pero aún podía caminar.

Con pasos lentos y firmes, volvió a la autopista.

©Nitrofoska

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