Se supone que yo era la versión ligera, diseñada para análisis sutiles y desplazamientos elegantes. Pero aquel día mis circuitos iban por libre. Sentí una vibración por detrás, un pulso familiar, y al girarme, lo vi: enorme, desbordado, lleno de manchas vivas, como si alguien hubiera mezclado la energía con pintura. Me observó desde un único ojo gigantesco, curioso y casi burlón. No hubo amenaza. Solo una invitación silenciosa. Me acerqué. Sus cables se deslizaron sobre el suelo como serpentinas y se engancharon en mi cintura. Me reí, creo. O algo parecido. Avanzamos juntos por el espacio en blanco, sin rumbo y sin misión, dejando trazos irregulares a nuestro paso. Y entendí que, a veces, perder la forma es la única manera de seguir funcionando con cierta alegría.
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