El aire en Madrid, espeso y cargado de polvo, transformaba cada respiración en un esfuerzo deliberado. Bajo un sol inmisericorde, los cuarenta grados a la sombra no ofrecían consuelo alguno a los peatones ni a los conductores que se deslizaban por las avenidas, sus rostros endurecidos por la fatiga. Marcos, enfundado en un uniforme amarillento que apestaba a sudor seco, maniobraba su bicicleta con precisión entre el tráfico detenido. Cada semáforo en rojo era una batalla entre la urgencia y el agotamiento.
Llevaba horas recorriendo la ciudad, entregando paquetes que no llegaban a pesar más de unos cuantos gramos pero que, en su acumulación, cargaban su mente con una inercia abrumadora. El dispositivo que sujetaba al manillar vibró una vez más, iluminando una nueva dirección. La notificación parpadeante era un recordatorio más de su condición: un cuerpo en movimiento, meramente funcional, un engranaje más en la maquinaria indiferente de la ciudad.
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Mientras giraba hacia una calle lateral, la imagen de Laura cruzó su mente con una claridad casi cruel. La última vez que la había visto, su voz temblaba al explicarle por qué ya no podía seguir adelante con «lo nuestro». Las palabras habían llegado frías y precisas, diseccionándolo en pedazos que nunca había tenido tiempo de recomponer. Ahora, semanas después, su rostro persistía como una cicatriz mal cerrada, surgiendo en los momentos más inesperados.
La bicicleta derrapó ligeramente al evitar un taxi que invadía el carril bici. Marcos sintió una descarga eléctrica de adrenalina mientras apretaba los frenos, estabilizando el vehículo justo a tiempo. El sudor le bajaba por la frente y se acumulaba en el borde de su barbilla, cayendo al pavimento en una secuencia rítmica. Observó el reflejo distorsionado de su figura en el cristal de un escaparate: una sombra difusa, desdibujada por el calor.
Llegó a su destino, un edificio desvencijado que resistía obstinadamente los intentos de modernización del barrio. Subió las escaleras hasta el tercer piso, cargando el paquete bajo el brazo, como si fuera un fragmento de sí mismo que debía depositar en manos ajenas. La puerta se abrió tras un crujido de cerradura y allí estaba ella, una anciana de cabello blanco, como una telaraña mal iluminada.
—Glovo —anunció, con tono neutral.
La mujer sonrió levemente, sus labios secos formando un arco que sugería más resignación que alegría. Su figura menuda contrastaba con el calor sofocante que parecía haber impregnado hasta las paredes del apartamento. Sin embargo, a pesar del entorno opresivo, sus ojos conservaban un brillo peculiar, como ventanas que miraran hacia un tiempo distinto.
—Espera, no te vayas todavía —dijo la mujer, desapareciendo momentáneamente en la penumbra del interior.
Marcos permaneció en la puerta, observando el pasillo agrietado y el papel pintado que colgaba en tiras como piel muerta. La anciana regresó con un vaso de agua. Se lo ofreció con un ademán firme.
—Toma, hijo. Este calor nos está matando a todos.
La sorpresa inicial dio paso a una sensación de desconcierto. Marcos, acostumbrado a interacciones, transacciones fugaces, no supo cómo reaccionar. Bebía el agua con lentitud, sintiendo cómo el líquido frío descendía por su garganta, un alivio momentáneo que contrastaba con la persistente tensión en sus músculos.
—¿Siempre haces esto? —preguntó ella.
—¿El qué?
—Llevar cosas. De un lado a otro.
Marcos encogió los hombros, sintiendo el peso de la pregunta, aunque la respuesta era simple.
—Es un trabajo.
Ella sonrió apenas, pero no con alegría.
—Yo también llevé muchas cosas de un lado a otro en mi vida. Al final, te preguntas si alguna vez llegaste a donde querías ir.
Marcos dejó el vaso vacío sobre una pequeña repisa. La anciana seguía mirándolo, pero no con la típica lástima que él sentía a veces en los ojos de algunos clientes. Lo miraba con curiosidad, con cierto cariño, como si lo conociera desde siempre.
Cuando finalmente se echó el macuto al hombro para irse, la mujer lo detuvo un instante más. Colocó un ventilador portátil en sus manos, uno de esos pequeños, desgastados pero funcionales.
—No hace milagros, pero ayuda. Cuídate, hijo.
Marcos se quedó mirándolo un momento antes de levantar la vista hacia ella.
—Gracias.
Ella asintió y abrió la puerta, como si entendiera que era hora de que él se fuera. Marcos salió al pasillo y empezó a bajar las escaleras. El ventilador colgaba de su mano, ligero.
Cuando llegó a la calle, el calor seguía ahí, implacable. Subió a la bicicleta, colocó el ventilador en el manillar, y pedaleó hacia el próximo encargo.
©Nitrofoska
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