Yo
me lo merezco,
te escucho decir a menudo.
Te
lo mereces casi todo,
a decir verdad.
Pero
luego las cosas se empantanan,
se encallan
y te quedas
con una golosina insignificante
entre los dientes.
Escaso
premio para tu talento.
Y te entran ganas de vomitar un poco,
una arcada sin entusiasmo,
algo retraído y cataléptico,
dardos de morfina
entre los ojos.
Ese
lunar que reverbera
en tu frente de alabastro
a duras
penas
adorna tus días,
tus feos olores corporales
y
la desidia que se pasea
contoneándose
por algunos de tus
esguinces morales.
Pestañeas.
Aire fresco
en tus
calores de verano.
Lo
que quiero decir es que sí,
te lo mereces todo,
cómo
no,
pero a menudo deseas
disfrutar del verano
cuando
hace un frío que pela,
y es notorio
que hubiera sido más fácil,
más sencillo,
«más
natural», usando tus palabras
gozar del verano
con la
canícula de julio y agosto.
Qué agradable sofocón.
Te
lo mereces todo a medias,
llego a pensar.
Te lo mereces
todo
solo en tus días pares,
porque no recuerdo momento
en que no enarboles espinas
y lanzas de acero,
herrumbres
varias
oxidadas y maltrechas
que te ensucian las manos
y
el alma
al tiempo que se clavan,
envenenadas,
en
las personas que te rodean.
Me
parece
que en esos momentos
de sublime ira
parroquial
no has tenido muy en cuenta a esas personitas
que
te rodean.
Y esas personas también se lo merecen.
Sea lo
que sea también se lo merecen.
Se merecen un pastel bañado en
chocolate fundido.
Se merecen un abrazo.
Se merecen unas
vacaciones pagadas en Portugal
y se merecen que las tengan en
cuenta,
que no las ninguneen,
como suele hacerse en tus
pasillos
habitados por hipopótamos hipocondríacos
y
cabrones.
Estas
personas abrasadas,
con el culo abrasado y pelado
se lo
merecen como el que más,
pero no van por ahí
dando la
paliza en voz alta.
Era
esto
lo que quería decirte.
Tú
te lo mereces.
Cómo no.
A cuatro patas.
© Max Nitrofoska