Lo
único que se sabe
de
este feo asunto
es que el sonido,
ese sonido sordo,
crustáceo, espeso
crece sin mesura y
te rompe la cabeza,
y
las neuronas, heridas,
resbalan por tus mejillas.
Parecen
lágrimas.
Lágrimas que huelen a petróleo.
Y
arde, este petróleo,
quema, este petróleo,
impregna cada
uno de tus pliegues
en un suceso sin importancia
que prende
con facilidad.
Resplandecen las llamas en color rojo
oscuro,
casi negro.
Te
cuesta ponerte en marcha
con esas piernas de corcho colgando de
tu cuerpo,
con esas piernas de mentira
que son las que te
han transportado siempre
a través del tiempo.
Es
frecuente verte tropezar,
a veces tropiezas
y te
hieres en la rodilla
o acaso en un ojo
o los dos ojos a
la vez y no ves,
no ves nada de lo que tienes por delante.
Tal
vez sea el humo
y las llamas
de todo lo que arde a mi
alrededor,
te dices.
Pero
no es el humo.
No son las llamas.
No está tan lejos.
A
mí me quema.
Mira, tengo el culo pelado,
chamuscado, y
eso
es muy cercano.
Duele.
Escuece.
Pomadita de
la farmacia en el culillo.
Este
feo asunto no es más que un vagón lleno de gente
en el que
todo el mundo habla sin parar.
Gritan,
vocean,
retransmiten,
y
lo poco que saben
se diluye en sus gargantas de metal.
Como
una bala sin nombre.
Y aquello, claro está, salta por los
aires,
es una especie de géiser sonoro
en el que las
notas,
los sonidos
vuelan de un lado a otro
como
cohetes enloquecidos
que te rompen los tímpanos.
Y otras
cosas.
Hay que decirlo.
Las pelots.
Todo
lo que arde se convierte en rojo oscuro.
Y más tarde en
negro.
Queda poco tiempo.
Aprieta fuerte.
Contempla
las llamas.
Acércate a su calor.
Ni un paso atrás.
Resumen:
Todo
lo que arde se convierte en rojo oscuro.
Y más tarde en
negro.
Queda poco tiempo.
Aprieta fuerte.
Contempla
las llamas.
Acércate a su calor.
Ni un paso atrás.
© Max Nitrofoska