La luz de la tarde entraba en ángulo, brutal, y dejaba al descubierto motas de polvo que flotaban sobre la mesa, justo por encima del borde del plato. Clara no se movió para no romper la ilusión de quietud. Úrsula, sin embargo, extendió una mano y deslizó el dedo índice sobre la superficie de termoplástico, no buscando suciedad, sino solo la afirmación de que aquello estaba liso. Era un ritual compartido, donde la pasividad de Clara validaba la precisión de Úrsula.
—¿Te parece suficiente? —preguntó Úrsula. Su voz era plana, sin aristas, como si leyera una nota del parte meteorológico.
Clara no respondió inmediatamente. Su respuesta nunca era sobre la suficiencia de la comida, sino sobre la aceptación del orden. El plato, idéntico al de ayer y al de anteayer, contenía una ración medida con precisión clínica: tres cucharadas de arroz blanco y una porción de algo que Úrsula llamaba «proteína», cuya textura indefinida nunca permitía adivinar el origen. La provisión, como ella la denominaba en sus escuetas notas.
—Sí —dijo Clara, con un hilo de voz que no intentaba ser sumiso, sino meramente funcional. La energía que le quedaba la reservaba para la respiración.
Clara esperó a que el pomo girara y la cerradura de seguridad echara el cerrojo. Solo entonces cogió la cuchara. Se había impuesto la norma de no tocar el alimento en presencia de Úrsula; era el único terreno que mantenía lejos de su control. Úrsula vigilaba el acto de la provisión, pero no su ejecución.
El apartamento era pequeño, pulcro, carente de personalidad. Las paredes tenían un color crema que absorbía la poca luz y los muebles, funcionales y sin adornos, parecían haber sido diseñados para desaparecer. Era un lugar donde uno podía vivir sin ser visto, y lo que era más importante, sin dejar huella. Aquí no había lugar para el desorden emocional, ni para el olvido de un objeto sobre una superficie.
Clara empezó a comer. El arroz estaba tibio, casi frío, y la proteína, insípida. Llevaba cuatro meses en el apartamento, y aunque cada día repetía los mismos gestos y consumía la misma dieta, el cuerpo seguía negándose a aceptar el régimen. Sentía una sorda protesta en el estómago, no de hambre, sino de rechazo a la monotonía impuesta.
«La dependencia es una forma de comodidad», le había dicho Úrsula la segunda semana, cuando ella, en un arranque inútil, había preguntado por la fecha de su partida. Úrsula no había elevado la voz. Se había limitado a extender la mano y a señalar la ventana, que daba a un patio interior sin gracia. «Afuera hay ruido y juicio. Aquí, solo hay necesidad satisfecha».
Ella había entendido que la satisfacción era un concepto unilateral. Úrsula satisfacía su necesidad de control; ella, su necesidad básica de techo y alimento, a cambio de su tiempo, su silencio, y esa pequeña rigidez en la columna que nadie podía ver. A veces, intentaba encontrar el punto exacto de la transacción, el momento en que su necesidad se había trocado en sujeción. Nunca lo encontraba. Simplemente había pasado. Se había sentado un día en una silla, y ya no se había levantado.
Clara tomó un sorbo de agua. El vaso era de cristal grueso, de los que no se rompían al caer. Pensó en el juicio, en el ruido que Úrsula tanto temía o simulaba temer. Lo único que recordaba del exterior era una sensación de prisa colectiva, de cuerpos que se rozaban sin verse. Aquí, en cambio, la mirada de Úrsula era constante, aunque ella no estuviera presente. Se había instalado en su cabeza como un parásito tranquilo, reescribiendo los diálogos internos.
Había terminado el arroz. Quedaba la porción de proteína. Clara se preguntó si Úrsula, ahora al otro lado de la puerta en el pequeño estudio que había habilitado para trabajar, estaría oyendo el ligero raspado de la cuchara en el termoplástico. La certeza de que ella, de algún modo, registraba cada minúsculo movimiento, era lo que hacía que cada bocado fuese una rendición.
Clara terminó la "proteína" con un esfuerzo. El sabor, que en un principio era insípido, ahora le resultaba ligeramente metálico, como si masticara una moneda antigua. Dejó la cuchara en el plato con un cuidado exagerado. El único sonido audible en ese bloque de silencio era el latido insistente, y por lo tanto molesto, de la nevera.
Se levantó para lavar el plato. Era la única tarea no prescrita, la que realizaba por inercia residual, por hábito de limpieza heredado de una vida anterior donde el desorden no era una amenaza, sino un síntoma de vitalidad. Bajo el chorro fino y regulado del grifo, Clara frotaba el termoplástico. La grasa se despegaba con facilidad, dejando el material opaco y neutro. No se permitía mirar el reflejo del agua que se tragaba el desagüe. Sabía que mirar ese torbellino era como mirar el sumidero de su propio tiempo.
La puerta del estudio se abrió. Úrsula salió. Se detuvo en el umbral, sin apoyarse, sosteniéndose con una rigidez vertical que parecía desafiar la gravedad. Llevaba en la mano un pequeño cuadernillo de tapa negra, el mismo donde registraba la provisión.
—El lunes tocará legumbre —anunció, sin dirigirse a Clara, sino al aire que las separaba. Era una afirmación, no una consulta.
—Bien —respondió Clara, sin girarse.
Úrsula no comentó nada sobre el plato lavado, ni sobre su respuesta escueta. Se limitó a cruzar el pasillo hacia la sala de estar y se sentó en el único sillón individual. Úrsula encendió la lámpara de pie, aunque todavía había luz natural, creando un círculo innecesario de intensidad sobre sus rodillas. Abrió el cuadernillo.
Clara se secó las manos en el paño de cocina y se dirigió al sofá. Se sentó en el borde, sin hundirse en el cojín, manteniendo esa rigidez invisible en la columna. No había televisión ni música. El entretenimiento en el apartamento era la contemplación mutua de la inacción.
Úrsula la miró entonces. Por primera vez en la tarde, levantó la vista del cuadernillo. Sus ojos eran claros y secos, y la mirada no la interpelaba, sino que la medía, como un perito que evalúa el valor de un objeto estático. Lo hacía con una frialdad desapasionada que resultaba peor que la furia.
«Tu uso es vitalicio», no decía, pero Clara lo entendía.
Clara recordó el olor del mar. Había estado en el mar, seguramente. No recordaba la playa, ni la compañía, solo el olor salino y el peso del aire húmedo. Era un recuerdo tan fragmentario que le causó una punzada física, no de nostalgia, sino de confusión. ¿Por qué el mar y no el rostro de su madre? La memoria, se dio cuenta, era la última arma de Úrsula: una vez borrada por la rutina, la necesidad de afuera desaparecía.
Cerró los ojos un instante. Al abrirlos, Úrsula seguía midiendo, el cuadernillo ahora cerrado sobre su regazo. La lámpara creaba una sombra definida en la pared, un fantasma preciso.
Ella deslizó la punta del pie, casi imperceptiblemente, y empujó el borde de la alfombra de yute. Era una alfombra barata, de esas que se deshacen con el tiempo. El borde se dobló un milímetro. Era un desorden tan minúsculo que nadie lo notaría, ni siquiera Úrsula en su revisión diaria de la perfección geométrica. Pero ella lo sabía. Era su pequeña mota de polvo rebelde, su diminuto acto de corrosión en la estructura inexpugnable.
El corazón le dio un golpe seco contra las costillas. Era un pánico infantil, irrazonable, por esa mínima alteración. Esperó la reprimenda. Esperó el gesto, la contracción en la boca de Úrsula que indicaría que el equilibrio se había roto.
Pero Úrsula solo suspiró, un sonido ligero y contenido, la respiración de una persona que ha finalizado una labor ineludible. Dejó el cuaderno a un lado y se levantó, encaminándose de nuevo a la puerta.
—Es tarde —dijo. Y la frase, igual que la pregunta sobre la provisión, no era una indicación, sino la mera constatación de un hecho que marcaba el siguiente ritual.
Clara asintió. Se quedó sentada en el sofá, la espalda todavía rígida, la mente atada al milímetro de yute levantado. La puerta se cerró. Escuchó los dos giros del cerrojo de seguridad.
Afuera, en el patio interior sin gracia, no había juicio ni ruido, solo el silencio que ahora pesaba, denso y satisfecho. Se levantó y caminó hacia la alfombra, pero no la alisó. Se limitó a mirarla. Mañana la provisión llegaría de nuevo, y con ella, la pregunta. Pero esa noche, por un instante fugaz e inútil, la pequeña arruga seguiría ahí.
©Nitrofoska
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