Somos categorías separadas por un muro de incienso.
Deambulamos juntos, de la mano,
a través de ese laberinto que creaste
cuando te entró ardor de estómago
por comer carne humana.
Yo procuraba caminar sorteando los obstáculos,
sin despertarte,
sin molestarte,
respirando apenas mientras tú dormías a pierna suelta,
condescendencia sublime
con la servidumbre que sestea
a tu vera.
El laberinto era una cosa seria.
Tuve que emplearme a fondo para derribarlo,
porque como no pude entrar ni salir de él,
de ti,
hube de aplicarme en tumbar muros,
quemar setos,
trepar, también,
y deslizarme por los agujeros
que horadaban
las paredes agrietadas
y llenas de orina.
Tú mirabas desde lo alto de la torre,
cada mañana,
al amanecer.
Nunca veías más allá de la bruma
y del sol
y de las nubes
y de los pajarillos que revoloteaban
de un lado a otro
ante tu mirada impasible.
Tú no veías que en las calles,
bueno calles,
raíles roñosos y quebrados
que habías concebido para impedir que alguien,
sea quien fuere,
pudiera acercarse a ti con el rostro descubierto,
no veías que en las calles se agolpaban personas
caminando en todos los sentidos,
confusas,
abrumadas,
esperanzadas.
Había quien cargaba una mochila con provisiones
a sabiendas de la dificultad de la empresa
que le llevaba hipnotizado,
en volandas.
Otros iban con un ramo de flores reseco entre las manos,
arrastrando sus pies,
la mirada perdida.
Otros hablaban solos,
alucinados y desnutridos.
Y luego estaba yo.
Que tenía una silla de esas de camping.
Y un perrito caniche.
Y un sándwich de jamón y queso, también,
por lo que pueda pasar.
Un día desenfundé los catalejos,
unos prismáticos que me encontré
en un recodo del laberinto
y los enfoqué hacia tu torre.
Se te veía bien,
ahí arriba.
Yo no quería verte en ninguna otra parte,
dicho sea de paso,
no quería contemplarte en el fango,
ni escurrida como una bayeta
en el fregadero de cualquier hotelucho barato.
No, tú ahí estabas,
estás,
muy bien.
Te favorecen las torres de cristal,
o de acero,
o de oro macizo,
en general te sientan bien tus torres,
te hacen ganar altura
y también es verdad
que desde ahí arriba se ve mejor el mundo, la vida,
te escucho decir mientras mojas la tostada de centeno integral
en el té de Ceilán.
Y yo no puedo estar más de acuerdo.
Pero por alguna extraña razón
me sigo aferrando a mis catalejos oxidados
y cargados de dioptrías dudosas.
Perdóname,
pero no sé vivir sin estos catalejos
que distorsionan lo que veo,
distorsionan la aburrida realidad
y a veces tiñen de algún color el gris oficial y autorizado.
No, si yo sé que eres sincera,
que la verdad
y la bondad
y el deseo vital habitan en tu corazón
de sístole tranquila y bienhechora,
de excursiones en las que el sherpa
siempre es familiar tuyo
y tras la travesía te invita a un vino, o a dos,
o a un café con un donut.
Somos pares e impares indescifrables y primos.
Incesto numérico y sonoro.
Sonoro porque lo dijiste en voz alta, aquella vez.
Lo escuchó todo el mundo.
Somos primos.
Somos números primos.
No nos puede dividir nadie,
nadie nos podrá separar.
Se te olvidó añadir: Excepto nosotros mismos.
Y así fue.
Somos curvas tangenciales.
Somos categorías sublimes y deslucidas.
Somos cinco empujones a las puertas de un concierto masivo.
Cinco, pero no seis.
Porque seis no es un número primo
y desentona con lo nuestro.
Con nuestra amistad,
con nuestro amor,
con nuestra farsa.
Habitas tu torre.
Me aferro a mis catalejos.
Bailamos el último vals entre números primos
y espesos muros de incienso.
A lo lejos, se avecina una tormenta.
© Max Nitrofoska