El primer día que salimos al campo, yo no me di cuenta. Caminábamos entre los matorrales secos, las piedras desiguales del sendero, la maleza crecida por todas partes. Llevaba sandalias, un error. Me rozaban los tobillos las ramas espinosas, y tenía que mirar al suelo constantemente para no tropezar.
Éramos cinco. Habíamos alquilado la casa una semana antes, a través de una aplicación. Era barata, estaba apartada y tenía piscina. No preguntamos más. Era la forma que teníamos de decidir las cosas entonces: por impulso, sin pensar. Era agosto, el calor apretaba y ninguno quería quedarse en la ciudad. Yo tampoco.
El silencio fue lo primero que empezó a incomodarme. Era un silencio grande, plano, como una sábana extendida. No era el silencio habitual del campo, con grillos, hojas, algún zumbido. Era otra cosa. Me di cuenta en medio del paseo, cuando paramos a descansar. Nos sentamos bajo una encina y entonces lo supe. No había pájaros.
No los vimos volar. No los oímos. Nada. Ni un gorjeo, ni un aleteo. Solo el aire caliente, espeso, arrastrándose por las piedras. Me estremecí.
—¿No os parece raro? —dije.
Los demás me miraron sin entender. Uno de ellos —Leo, creo— se encogió de hombros. Otro hizo un chiste. Bebieron agua, se limpiaron el sudor. No lo notaban. O no querían notarlo.
Esa noche no dormí bien. Me picaban las piernas. Las sábanas eran ásperas. La casa olía a madera húmeda, a polvo acumulado en los rincones. El ventilador daba vueltas lentas, sin convicción. En la oscuridad, sentí que algo se movía. Algo minúsculo, pero insistente. Como una vibración. Me incorporé, encendí la lámpara, miré debajo de la cama. Nada.
A la mañana siguiente, salimos a comprar pan al pueblo más cercano. Tardamos media hora en coche. Allí tampoco había pájaros. Empecé a fijarme. En los cables eléctricos, vacíos. En los árboles, callados. Ni una pluma, ni un nido. Lo mencioné en voz baja, mientras esperábamos en la cola de la panadería. Nadie respondió. La mujer del mostrador nos miró sin pestañear, con una sonrisa educada, pero tensa. Dijo: «Disfrutad del verano».
Por la tarde llovió. Una lluvia corta, pegajosa, que no refrescó nada. Salimos a bañarnos en la piscina. El agua tenía un color raro. No turbio, pero no limpio. Como si estuviera a punto de convertirse en otra cosa. Alguien puso música desde el móvil. Reíamos, fingíamos normalidad. Pero el aire seguía mudo.
Esa noche, al cerrar las ventanas, vi algo.
Un bulto blanco entre los árboles. Inmóvil. Como esperando.
No le dije nada a nadie. Cerré la ventana con cuidado y me acosté de lado, con los ojos abiertos. El bulto seguía ahí. Pensé que podía ser una piedra, una bolsa, incluso un animal dormido. Pero lo que fuera no se movió. Ni un temblor, ni un soplo.
A la mañana siguiente bajé antes que los demás. Salí al jardín fingiendo que iba a recoger las toallas. Desde ahí se veía parte del bosque. El bulto ya no estaba. Lo que sí encontré, junto al seto, fue un ala. No entera. Un ala suelta. Como de gorrión. Sin sangre, sin cuerpo. Solo el ala, caída como una hoja.
La metí en el bolsillo y no la enseñé.
Los días empezaron a deformarse. Las conversaciones eran banales, pero tensas. Todos hablaban un poco más bajo. Las bromas tardaban en hacer gracia. Alguien —Marta, creo— tuvo una pesadilla y gritó en mitad de la noche. No quiso contarlo. Dijo que no se acordaba. Yo no le creí.
Por las mañanas, la piscina tenía una espuma tenue en la superficie. Blanca, filosa, casi imperceptible. Nadie quiso comentarlo. A media tarde, siempre lo mismo: esa luz oblicua, amarilla, sin dirección, como si no viniera del sol sino del suelo. Empezamos a salir menos. A quedarnos más tiempo dentro. Encendíamos las luces aunque fuera de día. No por miedo, sino por una especie de instinto. Algo callado, como una regla antigua.
Leo dijo que quizá nos habían estafado, que la zona estaba contaminada, que por eso era tan barato todo. Rió, pero nadie respondió. Marta propuso irnos antes de lo previsto. Los demás dijeron que no. No había razones. Solo impresiones. Cosas pequeñas. Y ya habíamos pagado.
El día antes de irnos, fui al bosque sola. No lo planeé. Me encontré saliendo, con el ala aún en el bolsillo. La llevaba como un talismán, aunque no sabía para qué. Caminé sin rumbo. Pasé el árbol de la encina, la roca partida, el lugar donde nos habíamos detenido el primer día.
Y entonces, lo vi.
No el bulto. No un cuerpo. Lo que vi fue un círculo de tierra removida, perfectamente trazado. En el centro, un agujero. Pequeño, exacto. Como si alguien —algo— hubiera cavado desde dentro hacia fuera. No entraba luz, pero sentí calor.
No me acerqué. Solo miré.
Cuando volví, nadie me preguntó dónde había estado. Recogimos nuestras cosas. Al día siguiente dejamos la casa limpia, vacía. El silencio era más denso, como si nos despidiera.
Al entrar en el coche, metí la mano en el bolsillo. El ala ya no estaba.
Condujimos de vuelta a la ciudad en silencio. Pasamos por pueblos sin carteles. El cielo no tenía aves. Tampoco las carreteras. Ni un vuelo, ni una sombra cruzando. Me fijé con cuidado. Nadie más pareció notarlo.
Solo cuando llegamos a la autopista alguien dijo:
—Este año el verano ha sido raro, ¿no?
Y nadie respondió.
©Nitrofoska
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