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viernes, 13 de diciembre de 2024
jueves, 12 de diciembre de 2024
martes, 10 de diciembre de 2024
domingo, 8 de diciembre de 2024
jueves, 5 de diciembre de 2024
EL CRISTO
La gente del barrio apenas recuerda cuándo comenzó aquello. Se podría decir que el Cristo del poste de la luz se materializó frente a ellos una madrugada, como si lo hubieran depositado allí desde el delirio de un sueño febril, en ese intersticio donde la vigilia y el sueño se entrelazan y se confunden. Fue Ramírez, el barrendero, quien lo vio primero. Ahí estaba, un Jesucristo a gran escala, con las manos clavadas a la cruceta del poste y la mirada vuelta hacia el cielo, pidiendo tal vez clemencia o explicaciones, todo bañado en la luz amarilla y sorda de un farol callejero.
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La imagen resultaba tan absurda como majestuosa. Ese Cristo, con su manto harapiento agitado por el viento, con su cuerpo escultural atrapado en la utilitaria arquitectura urbana tenía algo de milagroso, pero también de profano. Su figura rompía con la rutina de los lunes, con el traqueteo de los camiones de basura y el insomnio resignado de algunos vecinos asomados a las ventanas. Había un olor acre en el aire, una mezcla de basura acumulada y humedad estancada que se mezclaba con la sensación de que algo sagrado había irrumpido de forma inesperada. Sin embargo, había algo perverso en la manera en que sus pies desnudos colgaban sobre el enjambre de cables, como si se hubiera fundido en la miseria de ese paisaje gris y señalara un camino hacia una verdad que nadie quería ver.
Los rumores no tardaron en correr como la pólvora. Algunos dijeron que era una intervención artística, la obra de un genio incomprendido. Otros aseguraron que había sido colocado por alguna secta, un grupo de fanáticos con ideas de penitencia.
Sin embargo, el Cristo tenía algo que lo hacía distinto, algo que no encajaba en una simple estatua. Su expresión no era la de un molde inanimado, sino que parecía reflejar un dolor sincero y resignado. Al tercer día, una grieta apareció sobre su frente, y la gente se agolpó al pie del poste para ver cómo desde esa frente fracturada goteaba un líquido oscuro que parecía aceite quemado. Las voces se alzaron: que si lloraba por la humanidad, que si lloraba por el barrio olvidado y sus calles sin futuro. La humedad del aire hizo que el olor del aceite quemado se extendiera, penetrando en las casas cercanas y volviendo el ambiente sofocante, opresivo.
Fue Dante Martínez, el ex-electricista que ahora vendía cigarrillos de contrabando quien dijo que aquello era un aviso. «Ese Cristo no está llorando aceite. Es el alma de esta ciudad que se está derramando por sus heridas. Ya lo verán». Nadie le hizo demasiado caso, pero el mensaje quedó latiendo, como el eco de una profecía maldita. Y en efecto, una mañana, cuando alguien intentó trepar por el poste para quitar la figura —tal vez por morbo o por desafío a lo sagrado—, un destello azul recorrió con furia los cables, un chispazo vivo y fulgurante, como una advertencia divina. El hombre cayó al suelo con los ojos abiertos y las manos chamuscadas. Desde ese momento, devoción y miedo se fusionaron en el nuevo sentir del barrio.
Los días siguientes, la vecindad fue golpeada por una serie de tragedias inexplicables. Primero, un accidente de tráfico sacudió la calle principal cuando dos automóviles chocaron justo frente al poste del Cristo. Los conductores resultaron heridos, la gente dijo que la mirada fija de la figura los había hecho perder el control. Pocos días después, las aguas del barrio se contaminaron de manera repentina. La disentería se propagó como una sombra, dejando a los vecinos débiles, incapaces de comprender cómo algo tan esencial había podido llegar a volverse tóxico. Como si todo eso no fuera suficiente, una noche de tormenta el suministro eléctrico falló, sumiendo al barrio en la más completa oscuridad.
La desesperación se hizo palpable. La figura del Cristo seguía allí, con la grieta en la frente y su semblante imperturbable. Ramírez, agotado, se sentía impotente frente a la acumulación de desgracias, y cada madrugada se acercaba al poste, buscando respuestas. La figura, iluminada solo por el tenue resplandor de las velas de las ofrendas, le devolvió una mirada vacía, indiferente a todo lo que sucedía a sus pies. Había noches en que Ramírez sentía el frío del suelo filtrarse por sus zapatos mientras observaba el rostro del Cristo, y en esos momentos le invadía una extraña mezcla de furia y resignación, un deseo de desafiar al Cristo y, al mismo tiempo, de implorarle por un milagro.
Las tragedias parecían no tener fin, pero una noche, en medio de la oscuridad, el Cristo cambió de expresión. Para algunos, ese cambio mostraba un destello de piedad; para otros, una sonrisa siniestra. Y luego sucedió lo inesperado. Algún vecino osado, cansado ya del infortunio y decidido a desafiar con una dosis de humor la sombra lúgubre que los cubría, se armó de valentía y colgó una gorra de béisbol sobre la cabeza del Cristo, agregándole además unas gafas de sol. Al día siguiente, el ambiente en el barrio había cambiado. Las risas reemplazaban al murmullo de temor, y la figura en lo alto del poste, con su nuevo atuendo, se había convertido en una especie de aliado contra la desesperanza.
Fue así como la tensión que había envuelto al barrio comenzó a disolverse. La bocina colocada en la base del poste no tardó en aparecer, y pronto el chotis y la cumbia inundaron las calles. El sonido de la música, combinado con el calor del asfalto, parecía revivir el color de las fachadas apagadas, y la gente comenzó a pasar frente al poste con una sonrisa, como si aquel Cristo, antes tan severo, ahora fuera parte de la comunidad, un protector excéntrico que veía por ellos.
Ramírez, que antes pasaba siempre temeroso junto al poste, comenzó a tararear y dar pequeños saltitos con la música. Las miradas furtivas se convirtieron en sonrisas abiertas, y las ofrendas cambiaron: ahora eran velas, sí, pero también frutas, naranjas y piñas y cerezas y guirnaldas de luces que adornaban al Cristo como si se tratara de una festividad viva y perpetua. Los colores de las luces bailaban sobre el manto harapiento del Cristo, y Ramírez se encontró a menudo parado junto a su escoba para admirar el espectáculo. «Bueno, esto ya es otra cosa», murmuró esbozando una sonrisa.
Los cambios en el Cristo se convirtieron en un evento comunitario. Cada semana amanecía con algo nuevo: una bufanda tejida durante el invierno, unas sandalias de plástico colgando de sus pies, un cartel que decía: «¡Haz algo!». Lo que había comenzado como un enigma perturbador ahora se transformaba en una especie de talismán humorístico que el barrio había hecho suyo. La solemnidad oscura se desmoronaba, y en su lugar brotaba algo distinto, una energía colectiva llena de música, risa y redención ligera.
Una mañana, alguien colocó un ventilador de pilas en la base del poste, y pronto la figura del Cristo, con su manto ondeando perezosamente, pareció disfrutar de una brisa divina, refrescándose en los días más calurosos como cualquier otro vecino, con ese aire desenfadado de quien, por fin, se permite un descanso. Los niños del barrio comenzaron a llamarlo «El Cristo Fresquito», y se reunían cerca del poste para jugar mientras sus padres descansaban. El sonido de las risas de los niños se elevaba hasta perderse entre los cables eléctricos, llenando el aire de una calidez que el barrio había olvidado hacía tiempo. Nadie esperaba ya milagros oscuros ni castigos divinos, sino, al contrario, un guiño de buena suerte o una carcajada compartida.
Fue entonces cuando comenzaron los «Milagros modernos del Cristo Fresquito». Todo empezó con Gregorio, el conductor del camión del butano. Juró que, mientras conducía por la calle principal, vio al Cristo guiñarle un ojo. Gregorio, conocido por ser propenso a exagerar, sobre todo cuando empinaba el codo, contó que poco después encontró un billete de veinte euros en la acera. La historia corrió como la pólvora, y el barrio, que tanto había sufrido, comenzó a llenar sus días de pequeños milagros, historias y anécdotas que, aunque improbables, le devolvían un sentido de pertenencia y alegría.
Incluso las autoridades, que en un principio habían intentado desmontar la figura, parecieron rendirse ante la energía positiva que se respiraba en el barrio. Los operarios que una vez habían enfermado misteriosamente ahora se acercaban a tomarse fotos con el Cristo del poste, posando con los pulgares hacia arriba y dejando propinas en una caja improvisada que decía «Fondo para la próxima fiesta del barrio». Algunos incluso bromeaban con que «El Cristo Fresquito» tenía mejores ideas para la comunidad que el propio ayuntamiento.
Y así, el Cristo del poste permaneció allí por muchos años, con sus gafas de sol reflejando el brillo cambiante de las estaciones, su gorra de béisbol inclinada con desparpajo, sus sandalias de plástico y su bufanda colorida ondeando al viento, como un testigo alegre del renacimiento del barrio al que pronto dio nombre: «El barrio del Cristo Fresquito».
«¿Quién iba a decirlo, verdad?», decía Ramírez mientras barría la acera, mirando al Cristo con una sonrisa. «De todas las cosas que podrían habernos pasado, tuvimos la suerte de que nos tocara un Cristo con un gran sentido del humor». Y con eso, se alejó tarareando un chotis, mientras el Cristo del poste, El Cristo Fresquito, adornado y resplandeciente, seguía mirando al cielo, disfrutando él también del espectáculo.
©Nitrofoska
miércoles, 4 de diciembre de 2024
martes, 3 de diciembre de 2024
domingo, 1 de diciembre de 2024
ÉBOLI DE MERR Y SU CORTEJANDO FUEGO
Hola, androides. El próximo día 4 tendrá lugar la 47 edición de Cortejando Fuego, el evento poético que Éboli de Merr lleva varios años organizando en Pinto. Sí, han leído ustedes bien, edición 47.
A Éboli la conocí en distintos eventos poéticos, ella se muestra siempre muy vehemente, recitando con belleza y convicción, un placer escucharla.
En 2018 me invitó a uno de sus Cortejando Fuego, que se celebró un 31 de julio en Pinto, a 25 kilómetros de Madrid, con el termómetro en cotas muy altas. Pensé para mí: «¿Y quién demonios va a ir hasta allí a recitar y escuchar poesía?»
Cuando llegué a Pinto me encontré con un bonito local, amplio, con escenario y equipo de sonido y luces y muy bien preparado para el evento. Pero sobre todo, lleno, lleno de gente. Esa es Éboli de Merr, ese es su magnetismo y en lo que se traduce su amor por la poesía.
Celebro una nueva edición de su Cortejando Fuego. Celebro que la llama siga ardiendo. No os lo perdáis, androides, ya sabéis que el fuego purifica. Y una buena purificación les vendrá a ustedes pero que muy bien.
➡Coordenadas: miércoles 4 de diciembre a las 18h en el Puerto Pirata de Pinto. ¡En órbita!
viernes, 29 de noviembre de 2024
miércoles, 27 de noviembre de 2024
EN DEFENSA DEL ARTE CONTEMPORÁNEO
lunes, 25 de noviembre de 2024
CENTAURO
El centauro mecánico avanzaba con un movimiento torpe y chirriante sobre la carretera polvorienta. Los restos de la civilización se apilaban a ambos lados, símbolos de una era vertiginosa que ahora era solo un eco, una distorsión oxidada en el paisaje de la memoria. Anuncios caídos y todo tipo de vehículos abandonados se erguían como ruinas de un imperio que alguna vez soñó con ser eterno, pero cuyo brillo se había ido apagando con una lentitud inexorable.
El centauro tropezó con un cartel desencajado, apoyado contra un grupo de surtidores: «LA MEJOR GASOLINA DEL MUNDO». Su protocolo, un remanente absurdo de algún tipo de propósito pasado, lo incitó a comprobar si quedaba vida humana. Sus sensores, corroídos por el óxido, sabían que no habría nada, pero aún así el programa siguió su curso, atrapado en el eco lejano de un deber obsoleto. Avanzó con pesadez hacia el local principal. La máquina de refrescos, volcada y rota, derramaba un líquido denso y pegajoso de forma casi poética, como lágrimas que se negaran a secarse en el polvo.
—Fantástico —murmuró el centauro al tiempo que un papel arrugado se enredaba en sus patas. Una nota que decía: «pan, huevos, César se fue sin pagar». El centauro observó la nota, incapaz de comprender cabalmente la simplicidad de su significado.
En el interior, un ruido sordo llamó su atención: una radio aún encendida susurraba fragmentos dispersos de jazz que se filtraban a través del zumbido, como el murmullo de un alma extraviada. La música, esa cadencia chirriante, flotaba en el aire como el sonido de un pasado que se negaba a morir. Una idea absurda recorrió los circuitos del centauro: ¿podría bailar? Sus patas de metal no estaban hechas para el baile, para la gracia del ritmo, sino para la pesada marcha hacia adelante, una marcha sin rumbo y sin final. Pero, por alguna razón, movió una de sus patas traseras. Luego otra. Un gesto torpe, carente de toda gracia. Nadie lo vería, nadie estaba allí para juzgarlo.
—Bueno, esto es lo más parecido a una fiesta que he tenido en… —la frase se apagó, el intento de calcular un tiempo inabarcable se disolvió en los engranajes de sus circuitos. Pero el centauro seguía ahí, oxidado, bailando entre escombros, cruzando la melodía de un mundo que ya no tenía sitio para él.
Tras unos minutos se detuvo. La profunda soledad de su propia figura proyectada por las sombras inundó el espacio derruido. Dio media vuelta para dejar atrás la gasolinera, pero algo parpadeó en el fondo del local. Una luz diminuta titilaba en la penumbra: una pantalla que parecía aún viva. Se acercó. En ella, un mensaje decía: «INICIAR NUEVA VIDA». El centauro sintió una punzada de duda en sus circuitos. Una nueva vida. ¿Qué podría significar eso? No existían los nuevos comienzos. No para él. Sin embargo, su garra de metal se movió casi por voluntad propia y presionó el botón.
El centauro emitió un chirrido que, de haber existido aún seres humanos, podría haberse confundido con una risa seca y hueca. Se dio la vuelta y miró hacia el horizonte. Más allá, los escombros se extendían hasta donde se perdía la vista. Sus sensores captaban en el viento polvoriento que soplaba sobre la carretera una especie de mensaje, algo que solo podía entender en fragmentos.
Esta vez, sin embargo, no avanzaba como un simple testigo de la decadencia. Algo se había activado en sus circuitos, una chispa diminuta, una mínima cadencia que lo alteraba todo. Podía seguir bailando aunque no hubiese nadie para mirar. Podía seguir buscando aunque no hubiese nada que encontrar. Quizá el mundo nunca recuperaría su brillo, quizá la humanidad no volvería, pero el centauro avanzaba con la vaga certeza de que la esperanza no residía en encontrar respuestas, sino en el simple acto de continuar, de desafiar el vacío con su avance mecánico.
El sol se deslizaba hacia el horizonte, pintando el cielo con tonos sombríos de oro y violeta, y por un momento, el centauro comprendió que el sentido de lo que le rodeaba, de él mismo, residía no en el destino final, sino en una infinita sucesión de gestos insignificantes, en la resistencia al estancamiento. Tal vez, solo tal vez, esa persistencia era lo que daría forma a su vida, sentido a su camino.
Y así, con el último rayo de sol reflejándose en su oxidado cuerpo de metal, el centauro avanzó hacia el horizonte. La carretera seguía siendo la misma, pero algo en él había cambiado: ya no solo marchaba, sino que exploraba, guiado por la convicción de que, a pesar de todo, había algo que aún merecía ser encontrado.
¿Y qué es lo que aún merece ser encontrado? Eso ya usted mismo, estimado organismo lector.
©Nitrofoska