La mesilla que la acompañaba junto a la cama desde hace años siempre le había parecido «muy sosa». Ese despertador tan pasado de moda, esa estatua que representaba a un joven lanzando un paso de baile, un joven que bien podría ser cualquiera de los que crecieron con ella en su pueblo natal, allá en Wisconsin.
Hace por lo menos 50 años que no pisa el pueblo. De esa época es también el pequeño paño de macramé sobre el que descansan tanto la estatuilla como el despertador. Un paño que hizo su hija con sus propias manitas en una clase de pretecnología. A ella, en su momento se le antojó una creación encantadora. Lo acomodó con mimo sobre la mesilla, junto a sus plácidos sueños. Y ahí se quedó, ahí sigue desde entonces.
Pero hoy ha decidido darle «un toque personal» a la mesilla. Dejar atrás tanto recuerdo, conectarse con el presente a través de lo único que le queda de tangible en esta vida, a través de su propio cuerpo. «¡Y ya está!», se ha dicho mientras hacía sonar una vigorosa palmada, «un toque personal».
Buenos días, humanoides. Disfruten sus contorsiones. Para encajar, digo. O no.