Fue por
casualidad. Yo no quería llegar a Stålenhag, yo no quería verlo, tener la
certeza de que existía. Pero lo vi. Y desde entonces todo ha cambiado en mis
circuitos. La información tarda en llegar, en atravesar las bioneuronas. Los
iones éticos se revuelven sin cesar, expulsan un vapor nauseabundo que impide
que me concentre, que piense, que pueda realizar la más sencilla actividad con
un mínimo de precisión y alegría.
Sí, fue
por casualidad. Mi nave interplanetaria recorría Alfa Centauro en busca del
mítico ALF (Askatasuna Libertaris Felizidanka) cuando un fuerte ruido en los
reactores laterales me alertó e hizo que disminuyera la velocidad. Pronto pude
ver que algo fallaba y que no podría repararlo sobre la marcha, con lo cual
consulté las cartas planetarias en busca de algún oasis ingrávido que me
permitiera tomar tierra. Fue entonces cuando leí en la carta “Stålenhag”. Nunca
antes había oído hablar de ese planetoide, pero el ruido del reactor no me dejó
pensar ni investigar sobre mi nuevo destino. Marqué las coordenadas en el
cuadrante sideral y accioné la navegación de emergencia. Una lenta y suave
cadencia de vuelo, solo interrumpida por los roncos estallidos del reactor
averiado, me acompañó en el descenso.
Ilustración: Simon Stålenhag
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Mi
vieja nave interplanetaria Thompson Jet tomó tierra suavemente, sin ningún
incidente pese a la avería que me lastraba. Al salir de la cabina, justo frente
a mis circuitos oculares vi un ser de metal enorme, colosal. Se trataba de un
Dios Standard de metal forjado. Un Dios que recorría lo que parecía una
carretera secundaria del planeta Stålenhag. Miles de seres humanos, conectados
con el Dios mediante cables y tubos de acero, le seguían en silencio, bajo la
lluvia. Todos y cada uno de los seres humanos estaban iluminados por una llama,
que surgía de sus cabezas como si fuesen santos recibiendo la revelación o
mineros abisales en busca de la verdad suprema. El enorme Dios Standard tenía la cara triste, muy triste, tal vez por la falta de independencia y
autoestima que demostraban sus seguidores. O por lo menos eso es lo que me
pareció. Él no decía nada, no les decía a sus feligreses lo que estaba bien o
lo que estaba mal… se limitaba, como todo buen Dios que se precie, a permanecer
en silencio, observando, estudiando, aprendiendo para mejorar eventualmente su
aportación a un Universo mejor.
Ilustración: Simon Stålenhag
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Pero
los seres humanos seguían sin soltarlo, le pedían instrucciones, normas,
reglas, modos de uso, recetas, adiestramiento, orientaciones, pensamientos,
orden, análisis, imaginación, preceptos, celebraciones y catástrofes… pero no
demasiado ruidosas, para andar por casa, que no descoloquen los cuadros del
recibidor o puedan manchar el mantel del comedor.
Seguía
lloviendo. A los pies de mi nave interplanetaria empezaba a formarse un extenso
charco, irisado por el combustible que goteaba del acumulador.
Las
lágrimas, que brotaban tibias e incesantes del Dios Standard, se fundían
con la lluvia. Era así como conseguía disimular su decepción y su dolor por la
Humanidad. Lluvia, lluvia en la cara.
Porque
los seres humanos no se mojan. Algunos incluso llevan artefactos paraguas. Otros
se hacen con una barca para poder navegar por el llanto, tanto propio como ajeno.
Navegantes de lo absurdo, del espejismo sideral.
De
pronto, en medio del diluvio escuché una canción. Una canción que escribí hace
muchos años en el lugar en el que nací… donde llueve siempre. Y siempre, allí,
es siempre.
Quinientos doce días lloviendo sin parar,
Paseando entre las gotas
Empapándome los pies.
Esperando la inundación que me prometiste el otro día.
Paseando entre las gotas
Empapándome los pies.
Esperando la inundación que me prometiste el otro día.
Los paraguas se despliegan,
Cabezas bien cubiertas.
Casi me sacan un ojo,
Me queda otro para ver vomitar
A un viejo tuerto y sordo
Que se parece a mí cantidad.
Quinientos doce días lloviendo sin parar
Y así va
Así va
Cabezas bien cubiertas.
Casi me sacan un ojo,
Me queda otro para ver vomitar
A un viejo tuerto y sordo
Que se parece a mí cantidad.
Quinientos doce días lloviendo sin parar
Y así va
Así va
Tras la
canción, el Dios Standard de metal miró en mi dirección y suspiró. Creo que
también me sacó la lengua.
Lo que
más me gusta de la lluvia es el Sol que le sigue. Porque el Sol es nuestro. Y
cuando digo nuestro quiero decir de todos.