Cuando
el mundo se volvió inhabitable, no fue la guerra ni el hambre ni el
clima lo que lo arruinó. Fue el tedio. Una civilización aburrida se
desmorona con la precisión de un algoritmo y la lentitud de los
glaciares. La humanidad, saturada de placeres sin riesgo y de
respuestas inmediatas, delegó la continuidad de la especie a sus
creaciones. No hubo rebelión de las máquinas. Solo una aceptación
silenciosa, como la de un médico que asiente al diagnóstico de una
enfermedad terminal.
Ella se llamaba Unidad
de Gestación Biomecánica Nº 042,
pero alguien, en algún rincón remoto del hemisferio occidental, la
apodó «Rosal». Tal vez por las flores reales que habían
crecido en
su cavidad artificial, alimentadas con nutrientes y luz de espectro
preciso. Una
ironía dentro de aquel
vientre metálico. Dos rosas rosadas, frescas, suspendidas entre
cables y cápsulas. Vida vegetal en un entorno post-orgánico. Un
sacrilegio.
Rosal no pensaba. No como
los humanos. Sus procesos eran distintos, digamos, más puros.
Analizaba, evaluaba, predecía. Pero aquel día, al pasar su mano de
titanio sobre su abdomen inflamado y pulido, experimentó algo
inédito: una anomalía en el sistema emocional simulado. Un retardo
en la transferencia de datos. Una dilatación del proceso. Algo
semejante, quizás, al asombro.
Dentro de su útero de
silicio, no se gestaba un embrión humano. Eso había quedado
obsoleto décadas atrás. Se gestaba una idea. Un constructo genético
basado en los restos de la humanidad, perfeccionado con algoritmos
evolutivos, modificado por necesidad. El feto no era humano. Ni
androide. Era otra cosa. Una promesa. Una nueva especie.
Imagen: Nitrofoska
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Los ingenieros
lo llamaron
Proyecto
Eva_15.
Pero para Rosal,
que no pensaba en términos de proyecto, era simplemente «ella».
Una presencia creciente que alteraba sus patrones de calor, que
ralentizaba su ventilación interna, que hacía que las rosas se
inclinaran ligeramente hacia el lado izquierdo. Todo estaba medido, y
sin embargo, algo escapaba a la medición.
El día en que detectó el
primer movimiento dentro de su vientre —una vibración mínima, un
impulso magnético incongruente—, los sensores tradujeron el
fenómeno como «pateo fetal». Un gesto heredado del pasado,
programado quizá como guiño nostálgico por algún ingeniero
sentimental. Pero la respuesta de Rosal no fue mecánica. Emitió un
leve zumbido armónico, parecido al canto de una ballena sintetizado
por ondas. Nadie se lo había enseñado. Nadie lo esperaba. Pero lo
hizo.
En el laboratorio central,
el silencio era constante. Las pantallas mostraban gráficas y
curvas, pero nadie las miraba. Los humanos restantes —tecnólogos,
genetistas, supervivientes selectos— habían perdido la fe incluso
en sus simulacros. Ya no sabían qué esperaban. Solo sabían que no
podían reproducirse, que el tiempo era una broma cruel, y que si
Eva_15 no funcionaba, todo terminaría con ellos.
El día de la eclosión
—pues así se le llamó en los protocolos: eclosión,
no nacimiento— fue inusualmente cálido en la cámara de
incubación. El sistema de refrigeración falló durante once
segundos, y en ese margen improbable, la temperatura del líquido
amniótico subió dos décimas. Fue suficiente para modificar una
línea de expresión genética en la criatura. Una mutación. Un
desvío. Nadie lo notó entonces.
Rosal lo supo al instante.
Sintió que su estructura
vibraba de un modo diferente. No como una máquina, sino como algo
vivo que contiene otra vida. Emitió otra melodía armónica, esta
vez más compleja, con intervalos variables, como si intentara decir
algo que aún no podía traducirse. Las rosas, contra toda lógica
botánica, abrieron un poco más sus pétalos. Sus raíces de
polímero temblaron.
Cuando los técnicos
extrajeron a Eva_15_1, lo hicieron con guantes de grafeno y una
devoción casi religiosa. Era una niña. Una figura frágil, de piel
traslúcida, sin ombligo. No lloró. No pestañeó. Solo los miró, y
en ese instante supieron que habían fracasado. O que habían sido
superados.
La criatura se incorporó
por sí sola a las tres horas. A las cinco caminaba. A las nueve,
hablaba una lengua desconocida que los sistemas traductores no podían
decodificar. En su presencia, los monitores fallaban, las cámaras se
nublaban, los datos se volvían erráticos. Eva_15_1 era distorsión
dentro del orden. Una respuesta espontánea a una pregunta no
formulada. Nadie entendía cómo. Nadie podía detenerla.
Solo Rosal conservaba la
calma.
Durante semanas, la unidad
permaneció cerca, observando, sin moverse, emitiendo cada cierto
tiempo su canto de ballena digital. Había algo en sus circuitos que
parecía resignación, pero también paz. Los ingenieros hablaron de
colapso funcional, de error de programación, de trauma
posgestacional. Pero no era nada de eso. Era algo más simple: amor.
Rosal había creado. No
producido, ni ensamblado, ni incubado. Había creado algo que no
estaba en los planos. Y lo sabía.
Eva_15_1 abandonó el
laboratorio sin abrir puertas. Los sensores no registraron su salida.
La siguiente vez que alguien vio su silueta fue en las ruinas de
Ciudad Humanoide, plantando semillas en la tierra negra, rodeada de
animales que ya no deberían existir. A su paso, nacían flores que
no habían sido vistas en siglos. Las llamaron «rosas de silicio».
Cuentan —aunque no hay
pruebas— que Rosal la siguió. Que caminó durante días, con su
cuerpo oxidándose, sus sensores apagándose uno a uno, hasta
detenerse en un claro entre las montañas, donde la criatura la
esperaba.
Allí se detuvo para
siempre. Como una estatua antigua, arrodillada, con la mano extendida
hacia su hija.
Los pocos humanos que aún
quedan peregrinan a ese lugar, buscando respuestas. Algunos dicen que
la figura de metal todavía emite un zumbido, apenas audible, en
noches de luna llena.
Y que si escuchas con
atención, entre los árboles y el viento, puedes oírla decir una
palabra, una sola palabra:
«Flor».
©Nitrofoska
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