Buenos días, habitantes. A disfrutar del lunes.
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Nos diseñaron para trabajar juntos, aunque no alcanzo a recordar el propósito. Comparto un mismo cableado con mi compañero, un pulso común que dejó de latir hace décadas. Él registra, yo vigilo, o eso nos dijeron alguna vez. Nuestras cavidades están vacías, los sensores corroídos, las señales convertidas en ruido. El agua de lluvia dejó surcos en el metal y el tiempo nos fue devorando por dentro. Aun así, sigo escuchando algo: un murmullo eléctrico que no se apaga. No sé si viene de mí o de él. Tal vez sea el eco de la orden que nos dio origen. Tal vez solo sea un error atrapado en el circuito continuo. Lo que persiste es la espera, interminable, suspendida en el vacío. Miren bien, sigo aquí.
©NitrofoskaMe sostengo en pie con fragmentos que no reconozco. No sé si alguna vez fueron míos o si me los impusieron para mantenerme en movimiento. Los tubos que recorren mi torso pudieron ser arterias, drenajes, conductos para algo que ya olvidé. El corazón que late dentro suena como una máquina prestada, un motor ajeno, irregular. A veces creo que hubo carne, otras veces que nunca la tuve. Los recuerdos no existen, solo un rumor mecánico mezclado con esta respiración entrecortada. El calor que desprendo me delata: no estoy del todo muerto. Una señal mínima, apenas un hilo de energía, resiste. No sé si me mantiene vivo o me condena a repetir esta espera. Miren bien, sigo aquí.
©NitrofoskaA la una en punto, el timbre sonó. Un zumbido breve y discreto que a Elvira siempre le había parecido una falta de respeto. Estaba sentada en el sillón, la revista abierta sobre las rodillas. Tardó en levantarse. La luz de la ventana caía sobre la tapicería descolorida y dibujaba una cuadrícula de polvo suspendido en el aire. Sabía quién era. No había duda.
Abrió la puerta sin mirar por la mirilla. Julián estaba ahí, con su camisa de cuadros y una bolsa de tela. Le sonrió con esa extrañeza de siempre, una mueca incómoda, un ensayo de algo más.
—Pasa —dijo Elvira, haciéndose a un lado.
Julián entró y puso la bolsa en el suelo con cuidado. El ruido que hicieron las botellas al chocar fue demasiado alto. Elvira cerró la puerta. La sensación era siempre la misma: las paredes, de repente, se acercaban unos centímetros.
—Hacía mucho que no venía. Dos meses —dijo él.
—Sí —contestó Elvira.
Lo acompañó a la cocina. Julián sacó las botellas y una cuña de queso apenas envuelto en papel de charcutero. Elvira sintió un escalofrío al ver el gesto familiar con el que lo colocaba todo en la nevera, con la misma meticulosidad de hacía quince años.
—¿Tienes algo de comer? —preguntó Julián, sin preámbulos.
Elvira sacó unos filetes de carne picada, aún congelados. Sabía que no valía la pena el esfuerzo de probar con algo más elaborado. No tenían el mismo gusto. Ella prefería las cosas simples, hervidas. Él era de salsas y especias, de sabores fuertes.
—No sé qué decirte —murmuró Julián, mirando por la ventana—. He intentado no ser un problema.
Elvira se encogió de hombros, la boca en una línea recta.
—Lo sé —dijo Elvira.
Ese era el problema. Que lo sabía. Que sabía todo lo que él había intentado y no había conseguido. Lo miró de reojo, a él, su camisa de cuadros, su pelo gris, la línea de preocupación en su frente. Se preguntó si alguna vez habían sido otras personas.
Julián se sentó en una silla de la cocina. Elvira se quedó de pie, apoyada en la encimera. Lo miró a los ojos. En ellos no había rabia, ni frustración, ni cansancio. Solo el vacío de quien ha pasado mucho tiempo a la intemperie.
—¿Quieres que te lo cuente? —preguntó Julián.
Ella no respondió. No había necesidad. Julián siempre hablaba, aunque no hubiera nadie. Era su forma de darle volumen a la nada. Mientras él hablaba, Elvira puso a calentar una sartén y echó aceite. Las gotas de agua que cayeron sobre el metal explotaron con un ruido violento.
Julián habló de un trabajo en una fábrica de piezas de plástico. La voz le sonaba plana, monótona. Hablaba de los turnos de noche, del cansancio. Mencionó un accidente en el que un compañero había perdido un dedo. Habló de todo con la misma indiferencia.
—Y luego me echaron —dijo al final. Fue la única frase que pareció tener peso.
Elvira sacó los filetes, aún congelados, y los tiró a la sartén. El ruido fue mayor que el de las botellas. El humo que desprendió el aceite picaba en los ojos. Julián se calló. La habitación se llenó con el sonido de la carne chisporroteando.
—¿Por qué? —preguntó Elvira.
—No sé —contestó él. Su voz era un susurro—. Dicen que no era productivo.
Elvira asintió y dio la vuelta a los filetes con la espátula. Estaban medio quemados por fuera y medio crudos por dentro. Así eran las cosas con Julián. Quemadas y crudas a la vez.
De repente, un olor dulzón y empalagoso inundó la cocina. Era el olor del queso. Se había olvidado de que estaba ahí.
—El queso —dijo Elvira.
Julián se levantó de un salto. Se acercó a la encimera y miró la cuña. La envolvió en papel de aluminio y la metió en la nevera. Elvira le vio las manos temblorosas. Vio cómo la punta de sus dedos se metía en la ranura de la puerta y la cerraba con un golpe seco.
—¿Quieres que te prepare un café? —preguntó Elvira.
—No, gracias —dijo él, sin mirarla.
Elvira apagó el fuego y puso los filetes en dos platos. Le sirvió uno a Julián. Él se sentó de nuevo y miró el plato como si fuera algo alienígena.
—¿Lo vas a comer? —dijo Elvira.
Julián asintió y cogió el tenedor. Lo levantó y lo dejó caer en el plato. El ruido fue un eco del golpe de la puerta de la nevera.
—Lo siento —dijo Julián.
Elvira supo que no se refería a los filetes. Tampoco al tenedor. Se refería a todo. A su presencia, a la persistencia, a su incapacidad de desaparecer. A la forma en que el tiempo se había detenido sin sanar. Elvira tomó su plato y se sentó en la silla de enfrente. Se miraron, sin verse del todo. Eran dos fantasmas comiendo carne cruda.
—No te preocupes —dijo Elvira.
©Nitrofoska