domingo, 18 de agosto de 2024

SOLO QUIERO VIVIR

Hola, androides. Hoy les traigo SOLO QUIERO VIVIR, el relato de mi último libro del que les hablé la semana pasada. Ese relato en el que introduje un «androide sportivo» para darle a la narración un barniz de futuro, cuando en realidad me estaba basando en una fiesta de los 90. Puro engaño.

Ahh, por cierto, la protagonista y narradora de esta historia es una mujer. ¿Soy yo una mujer? No, no lo soy. Tampoco un hombre. Soy un androide, con sus tornillitos y sus circuitos de hojalata.

Qué farsa, dirán algunos y algunas y algunes de ustedes. Pues sí, una completa farsa. A disfrutar.

Ilustración: Nitrofoska
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SOLO QUIERO VIVIR
©Nitrofoska

Él ya se encontraba mal antes de la fiesta. Sus retorcidas marcas de viruela se veían acentuadas por unas profundas ojeras, y su cara, demacrada, lucía más pálida de lo habitual.

Debí convencerle de que se quedara en casa a descansar, lo sé, pero cualquiera le dice nada cuando está a punto de empezar la fiesta de Riqui.

Llevaba un flamante pañuelo de seda de Salvatore Ferragamo, que sobresalía majestuoso del bolsillo superior de su esmoquin de Armani. Unos distinguidos zapatos de piel oscura de Aubercy y la inconfundible fragancia Opera Prima de Bvlgari que revoloteaba a su alrededor en las grandes ocasiones.

Era de noche, pero nos miraba tras unas gafas de sol de Gucci. Negras.

Sin apenas saludar, se me acercó y puso en mis manos las llaves de su coche. Ahí fue cuando me di cuenta de que algo extraño estaba pasando. Nunca hasta la fecha me había dejado conducir su resplandeciente Porsche Cayenne. Fue un gusto, la verdad. Me cambió el ánimo. El bólido se deslizaba suave por la autopista, con una furia y una potencia contenida que me embriagaba, me hipnotizaba. Durante el trayecto Lola habló sobre los canapés que nos esperaban. Dijo que el anfitrión del evento atesoraba la merecida fama de mantener a su servicio a la mejor cocinera de la ciudad. Lola siempre tiene hambre, y eso que está más delgada que un alambre. ¡Qué tipo tiene, la tía! Sin embargo come como una piraña, come, come y come. No sé dónde lo mete, la muy zorra.

Él, muy recto en el asiento trasero, no dijo nada, ni siquiera un leve suspiro durante el largo trayecto. Al pasar junto a una enorme rotonda tomé la tercera salida y le pregunté si íbamos bien, si era por ahí. Me contestó sin prestarme atención, moviendo con suavidad la mano hacia adelante. El formidable diamante incrustado en el anillo de oro blanco que exhibía en su dedo anular hizo centellear la cabina del Porsche. Y nada más. Al llegar me pidió las llaves del coche y agarró a Lola por la cintura, para joderme. Los vi subir muy despacio, como desmayados, por la escalinata de mármol que trepaba hasta la mansión de Riqui, donde iba a dar comienzo la que todo el mundo en Ciudad Humanoide llamaba La Fiesta del Año. Y del siglo también, por lo menos para mí. No recuerdo haber tenido jamás una regla tan abundante y dolorosa como la de aquel día. Pero sonreía sin parar, cómo no, mostrando dientes y risa y jolgorio hasta la tumba, eso no lo voy a cambiar.

Coqueteé como nunca con Álvaro Sosa, el actor. Le ponía las tetas bajo la barbilla una y otra vez y empujaba un poco, lo justo. Lo tenía más caliente que un obispo en una guardería, aunque sabía de antemano que no me lo iba a triscar, con semejante río sanguinolento manando de mi entrepierna, ni de palo, no way. Pero ese flirteo lujurioso me mantenía entretenida, me hacía olvidar la sangre, y la bilis, y en general todo el espanto que me rodeaba.

Yo no vi muy bien lo que pasó, solo a medias, estaba demasiado centrada en mi regla y en los aspectos negativos de mi vida, que en días así me acuden a borbotones, sin piedad, desordenados, chillones y malévolos, invaden mi cabeza y nublan mi vista, y es ahí, ahí es cuando más sonrío.

Se desnudó en medio del escenario. Antes, bueno, creo que no he dicho nada sobre la pistola que llevaba en la mano, una pistola más grande que su anillo, una pistola de esas con el tubito delgado, como las que usa el agente 007, que parecen las más mortíferas. Pues apuntando con esa pistola instó a los músicos a que siguieran tocando, como si nada. Lo que es yo no podría decir ni mi nombre con esa pistola apuntándome a la cara, y menos con la regla, pero por fortuna yo me encontraba abajo, lo bastante lejos como para que lo que veía no me asustara demasiado.

En medio del alboroto llegué a pensar que él podía llevar consigo un paquete bomba o algo así. Pero enseguida se me fue esa idea de la cabeza. Para volar el baile, para hacerlo saltar por los aires hay que tener los cojones bien puestos, no como este medio marica, que se desnuda y para que le miren ha de sacar una pistola porque lo que tiene entre las piernas no dispara ni mantequilla.

Se fue desnudando al ritmo de La marcha turca de Mozart, que iba descarrilando ligeramente, porque los músicos, más que las partituras era la pistola lo que no perdían de vista.

Lola se estaba trabajando a un tipo muy alto, tal vez fuera un androide sportivo de estos que hay ahora por todas partes, o un jugador de baloncesto de algún equipo importante, vete a saber cuál; pero importante o no el tipo era alto como una torre, como la torre de Pisa más bien, porque se le veía torcido, mirando desvaído hacia el escenario y a esa pistola danzante, como todo el mundo. Menos yo, que miraba más entre mis piernas. Por una cosa u otra siempre estoy mirando entre mis piernas o entre las piernas de un hombre, no lo puedo creer. Si no lo digo en voz alta reviento, pero es así, siempre con la nariz metida en una entrepierna, creo que ya va siendo hora de que siente la cabeza de una vez, que plante una familia, que funde un árbol, yo qué sé, algo.

Lola se apretaba al jugador de baloncesto sportivo, le ponía las manos en los hombros, ocultaba su rostro entre las solapas de su esmoquin, se aferraba a él, bien apretadita a sus músculos. Yo no tenía el día, no tenía el día, habría sido una buena oportunidad para hacerme con el Sosa, pero no tenía el día, solo eso.

Fue entonces cuando vi que se había desnudado por completo. Y se había metido la pistola en la boca. El chorro de sangre que rezumaba entre mis piernas me recordó que soy mortal. A pesar de todas las rayas que me había metido. Y es que la cocaína me hace sentir fuera del alcance de cualquier peligro, incluso de la muerte. En ese momento, aunque sabía a ciencia cierta que él no iba a disparar sentí que yo era mortal, que algo de mí estaba muriendo en ese salón de baile.

Después él dejó la pistola por un instante sobre el atril de uno de los músicos, para rascarse o algo así, y fue entonces cuando un tipo delgado y musculoso saltó sobre el escenario y lo inmovilizó. Luego se lo llevó la policía. Antes tuvieron que vestirlo. Pero eso yo no lo vi. Me negué a asistir a semejante innoble espectáculo. Si bien es verdad que con tanto ajetreo se me había bajado la coca y casi me quedo dormida. Menos mal que vino el Yony y me rescató con un par de rayas. Pero yo no tenía el día y acabé discutiendo con el Yony y más tarde también con Lola. Quería que me diera las llaves del Porsche, las llaves del coche de ese pringao, pero se negó. Se las saqué del bolso y me fui de la fiesta. Sola. Como salen las damas que cuentan. Sola y sangrante.

Fui a la comisaría central y pregunté por él. Estaba esposado en un rincón, sentado en una silla de plástico de estas plegables, como si fuera un objeto perdido, no más. Le di las llaves del Porsche Cayenne y le dije: «Esto es tuyo». Antes de que pudiera abrir la boca me di la vuelta y salí de ahí. Había empezado a llover. El precioso vestido rojo de Prada, que me sentaba como un guante se mojó, se apretó a mi cuerpo, empapado. Me quité los zapatos de tacón y seguí caminando descalza bajo la lluvia. Me negué a tomar un taxi. Quería llegar a mi casa paso tras paso, por mis propios medios. Aunque la compresa iba bien amarrada, empezaba a pesar demasiado y amenazaba con caer y soltar el tomate en la acera. Me daba igual. Todo me da igual. Solo quiero vivir.

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