Hola, humanoides. Hoy les traigo uno de los relatos de RADICAL INDEFINIDO, mi último libro.
Los cuentos que componen R.I. podrían dividirse en «Relatos cibernéticos, de ciencia ficción» y «Relatos costumbristas, de la vida cotidiana, sucesos que han ocurrido en mi efímera vida humanoide.
PAPARAZZI es un relato del segundo grupo, de los tiempos en que me ganaba la vida montado en un coche agarrado a una cámara de fotos persiguiendo a petardxs más o menos famosxs.
Cuando escribí los relatos salieron así, sin más, sin pensarlo, tal vez por la doble vida que habita en mis neuronas y circuitos. Cuando tuve 20 relatos y 5 poemas y quise armar un libro los retoqué en su totalidad, para cubrirlos con un barniz que les otorgara cierta coherencia de grupo.
Con lo cual, en la descripción de, por ejemplo, una fiesta de los años 90 en que baso mi relato SOLO QUIERO VIVIR, aparece un androide sportivo, un campeón olímpico de titanio y silicio que tropieza con nuestra heroína, se disculpa y desaparece de nuestra vista. Y tan solo esa mención nos arroja del presente, nos borra del pasado, esa sola mención nos lanza a un futuro incierto. No se tomen ustedes a mal estos pequeños trucos, estas tretas que utilizo para que todo el libro navegue en la misma dirección, para que el viaje de su lectura les resulte a ustedes más satisfactorio.
Otro día les traigo SOLO QUIERO VIVIR. Hoy tienen aquí PAPARAZZI. A ver si son ustedes capaces de descubrir las artimañas que he introducido entre las frases y palabras que siguen para que la historia crezca en interés. A disfrutar.
Texto e imagen: Nitrofoska
PAPARAZZI
—Ven por la noche, sobre las doce, y te lo tengo preparado.
Y así fue, a las doce de la noche el exteniente del ejército de tierra Servando Delgado me mostraba la bolsa de basura con los desperdicios de la jornada de Mirta Sastre, la famosa cantante española.
Corría el rumor de que Mirta Sastre estaba embarazada, y las conjeturas se habían disparado en las revistas del corazón: ¿desde cuándo está embarazada? ¿Espera un niño o una niña? ¿Qué nombre le pondrá al bebé? Y la pregunta del millón de euros: ¿quién es el padre?
En esos días, la prensa de papel cuché parecía dispuesta a pagar por cualquier foto de la cantante, bien fuera tomando el té, paseando al perro o regando las flores. Pero no eran esas las fotos que yo buscaba, las que lograrían sacarme del resbaladizo hoyo de deudas y números rojos en que me encontraba desde hacía ya demasiado tiempo. Necesitaba algo más punzante, más rotundo, una foto de Mirta Sastre con el padre de la supuesta criatura, una foto de los dos juntos mirándose a los ojos, abrazados, entrelazados o besándose apasionados en la noche, una foto definitiva que sacase a la luz de una vez por todas el intenso enigma capaz de sumir en la incertidumbre a todo un país: a quién mete en su cama Mirta Sastre. Ahí, en el corazón de esa foto había dinero suficiente como para respirar una larga temporada.
Localicé un lugar desde el que poder observar el movimiento de personas y vehículos frente al domicilio de la diva Sastre, un palacio suntuoso, imponente, a la altura de su viva leyenda y aparqué ahí. Pasé los siguientes días encerrado y oculto en mi coche, anotando las matrículas de los autos que la visitaban y tomando fotos de todas y cada una de las personas que cruzaban el umbral de su casa, atento al más mínimo detalle que pudiera proporcionarme una pista.
Al atardecer del quinto día creí tener algo entre manos cuando un pintoresco joven de pelo largo llegó al volante de un magnífico Audi de color dorado. Sin embargo, esa misma noche supe que se trataba del primo de Mirta. Al parecer, solían verse con cierta frecuencia para charlar y gestionar los numerosos y desperdigados bienes familiares.
Me lo dijo el exteniente del ejército de tierra Servando Delgado, que a la sazón desempeñaba las labores de chófer, jardinero y hombre para todo en casa de Mirta Sastre. Delgado odiaba a la diva Sastre. Supongo que su cerebro, modelado en la ardua, espartana y tan masculina disciplina militar llevaba muy mal el hecho de que una mujer le diera órdenes.
A pesar del minucioso empeño que puse en pasar desapercibido, el exteniente Delgado detectó mi presencia en el mismo momento en que aparqué mi auto frente a la casa de su patrona. Servando era un sabueso, un sabueso herido, y se identificó de inmediato con mi causa. Le motivaba verme pasar horas encerrado y agazapado en mi coche frente a la vivienda de su detestada jefa, comiendo bocadillos y meando en una lata con la vista clavada en la puerta. Le recordaba a los inicios de su carrera militar, esas largas guardias en las diminutas garitas de su Cádiz natal. Al caer la segunda noche, Delgado cruzó la carretera que me separaba de la casa de Mirta Sastre y me ofreció con ímpetu castrense un hatillo con bocadillos de jamón y lomo y una botella de litro de coca-cola. «Toma, chico, toma, te sentará bien».
A partir de ese momento, Servando Delgado se mostró tan involucrado en mi trabajo como yo mismo. Su entusiasmo y sus deseos de colaborar eran desbordantes, parecía haber descubierto su auténtica vocación. Este valioso cómplice absolutamente imprevisto me resultó de gran utilidad. Me hacía llegar las conversaciones telefónicas que mantenía Mirta Sastre, me filtraba citas o reuniones a las que iba a acudir o incluso me hacía propuestas del tipo: «Deja chico, ya la vigilo yo. Esta tarde ha dicho que no va a salir, si veo algo fuera de lo normal, te llamo».
Aproveché para acudir a la gala de La mujer perfecta que se celebraba esa tarde en un restaurante de moda de la calle Mandanga. En el photocall del evento fotografié a algunas celebridades de segunda fila, posados que se venderían baratos pero seguros y me permitirían ir atravesando el molesto e inexorable día a día. También repartí mi tarjeta a algunos periodistas, camareros y gente de la farándula por si veían o escuchaban algo sobre Mirta Sastre u otra petarda. Si salta algo gracias a tu información me acordaré de ti, les decía.
Tras el evento de la calle Mandanga cené un plato humeante de estofado de lentejas. Por fin algo caliente. Se me saltaban las lágrimas. Lo saboreé de pie, en un bar del centro cuyo mostrador asoma a la calle y desde el que podía tener vigilado mi coche, aparcado en segunda fila. Unos minutos antes de las doce de la noche estaba entrando en la vivienda del exteniente del ejército Servando Delgado, una caseta de cemento adosada a la fabulosa mansión de Mirta Sastre. Vamos a ver qué nos cuenta esa bolsa de basura.
—Pues
muy embarazada no parece que esté. Cuánta compresa, cuánta
sangre.
—Mira.
—¡Hostia! ¿¡¡Pero este
no es el rey!!?
—Sí. El mismo. El rey de nuestro
querido país.
—¿Se la está chupando o se está atando
un zapato?
—No lo sé. Tal vez las dos cosas.
—Aquí sí que tienes tema, muchacho.
Desde luego que había tema. Había un tema enorme.
El día siguiente amaneció nublado, oscuro, pesado. Muy temprano, antes de que nada ni nadie hubiese asomado su nariz a la calle, fui hasta la casa de Mirta Sastre y enfoqué mi cámara a su puerta, dispuesto a sacar adelante este tema, dispuesto a salir del profundo bache económico que me mantenía obcecado y confuso.
No podía dejar de pensar en la foto de la basura. La atesoraba en el bolsillo interior de mi chaqueta y la miraba de reojo a cada rato, como si el rey fuera a materializarse frente a la puerta de Mirta Sastre por el mero hecho de que yo ojease una y otra vez la foto en que se profesaban intenso cariño mutuo.
Al caer el sol, tras un muy largo día encerrado en mi coche sin que ocurriera nada relevante, el vehículo de Mirta Sastre salió del garaje. Servando no me había avisado de ningún movimiento extraordinario, en realidad no me había avisado de nada desde anoche. Probablemente, pensé, el exteniente se ha asustado al saber que el novio de Mirta Sastre es el propio rey, el capitán general de todos los ejércitos de este país. Las cosas no iban como yo esperaba. Como de costumbre, me dije mientras arrancaba el motor de mi automóvil.
El coche de Mirta Sastre, un lujoso sedán negro, rueda despacio, tomando cada curva con parsimonia. Lo sigo a una distancia prudente, con los ojos fijos en cada giro.
El sedán se incorpora a la autopista y tras unos cuarenta kilómetros tuerce de improviso a la derecha para hundirse en la oscuridad de una vía comarcal que desemboca frente a una alta y sólida verja poco iluminada. Al fondo, entre las sombras, se dibuja la silueta de un lujoso palacete.
El sedán negro queda inmóvil frente a la cancela. Yo me echo a un lado del estrecho camino y apago el motor y las luces. Abro la ventanilla y un frío soplo de aire me golpea el rostro con violencia. Empuño mi cámara y vuelvo a mirar la foto de reojo. Aunque no veo nada sé que el rey está ahí, en la foto y también en la casa, tiene que estar ahí.
Al cabo de un minuto la verja se abre a través de algún mecanismo remoto y el coche de Mirta Sastre se pierde en el interior de la finca privada.
Tomo mi cámara y el mejor teleobjetivo de que dispongo, un Canon EF capaz de clavar una foto a cien metros de distancia con la luz de una vela, salto la valla que rodea el palacio y me oculto entre unos tupidos setos.
Apunto con obstinación mi Canon EF hacia la entrada del palacete. A cada rato oteo las ventanas en busca de una imagen, de un reflejo, un destello que me pueda servir. Pero ante mi creciente crispación ni una sola sombra se mueve en la casa.
Al amanecer, un sol tamizado ilumina con un suave resplandor el espléndido palacio y sus amplios y modernos ventanales. Tras una larga noche a la intemperie, los pájaros, confiados, revolotean a mi alrededor. Un hilo de pegajosas mucosidades brota sin pausa de mi nariz; alergias, picores y escalofríos me envuelven en un temblor continuo. De pronto, la puerta de la mansión se entreabre y a través de la esponjosa neblina aparece una silueta desvaída que la cruza despacio, girando su cuerpo, como si estuviera manteniendo una conversación con alguien situado en el interior.
No puedo asegurar que la imagen sea real, tal vez se trate de un espejismo producido por la bruma del alba, por mis cansados ojos o mi propio deseo de movimiento, de acción, de que suceda algo de una maldita vez. No obstante acomodo la cámara, la enfoco y contengo la respiración. Acaricio el obturador. Mirta Sastre, su nebuloso resplandor da un paso hacia el exterior mientras se abrocha el abrigo para protegerse del frío de la madrugada. Cuando va a cerrar la puerta, esta se abre de golpe y a través de la lente veo salir al rey, despeinado, en pijama, con cara de dormido. El rey da un paso hacia afuera en el porche, inclina su cuerpo sobre Mirta Sastre y le da un beso apretado en la boca. Hago unas veinte fotos en los escasos segundos que dura la escena. Cuando el rey vuelve a entrar en el palacio y cierra la puerta tras de sí escucho mi corazón latir a mil revoluciones. Retumba con tal intensidad contra mis tímpanos que temo se escuche desde la casa. Abrazo mi cámara preñada con fuerza, sintiendo con gozo su peso sobre mi vientre. Poco a poco, tendido boca arriba, recupero la respiración. Mirta Sastre permanece inmóvil y pensativa bajo el porche, envuelta en su confortable abrigo de piel. A los pocos segundos aparece su sedán negro. Lo conduce Servando Delgado. Supongo que el exteniente Delgado ha acabado por encontrar el frágil equilibrio entre el odio que le inspira su jefa y la lealtad que le debe a su máximo superior. Y en ese equilibrio no entro yo.
Una hora más tarde llego a casa. Revelo las fotos, las meto en un sobre y cruzo la ciudad a toda máquina rumbo a la agencia. Pienso en la pastaza que voy a ganar, los miles de euros que me esperan tras esta larga y tediosa caza. Por el camino estoy a punto de arrollar a un mendigo vestido con una casaca de color púrpura que lleva un cachorro en brazos. Detengo el coche y les hago una foto.
La secretaria me dice que el jefe está ocupado. Me siento frente a la puerta de su despacho y reviso los positivos. Los volteo, los estudio, los cambio de orden. Al cabo de un rato sale un tipo bajito que me saluda con un ligero movimiento de cabeza. El jefe se despide de él, le dice algo a la secretaria y me hace pasar. Tomo asiento mientras el jefe regresa a su puesto y sin decir nada dejo suavemente las fotos sobre la mesa, esperando su reacción. Él abre el sobre, mira las fotos y dice:
—Buen
trabajo. Muy buen trabajo, Jon, pero al rey no se le puede sacar en
la prensa, muchacho, es intocable. ¿Cuánto tiempo llevas con
nosotros?
—Tres meses.
—Pues ya sabes una
cosa más. Cuando salgas de aquí, y espero que eso no suceda
pronto, conocerás al dedillo las pequeñas particularidades de
nuestro oficio, Jon. Es una verdadera lástima ver tanto talento y
tanto esfuerzo desperdiciados. Pero estás en el lugar correcto,
tenlo por seguro. La verdadera universidad del corazón es esta.
—Es un consuelo.
—Sin embargo, voy a tomar las
fotos para mí mismo. Las guardaré en este cajón, a ver si en el
futuro nos resultan de alguna utilidad. Te voy a dar dos mil euros,
¿te parece bien?
—Sí… claro.
—Aquí
tienes, dos mil pavos.
En la puerta de la agencia vuelvo a cruzarme con el mendigo de la casaca de color púrpura y su cachorro. Le doy cien pavos al mendigo y al cachorro los caramelos que acabo de coger en la recepción.
Por la tarde llamo a Servando y le invito a un café. Mira al suelo y refunfuña con su lengua pastosa: «Es que con el rey no me puedo meter, chico, con el rey no».
—Lo entiendo, Serva, no pasa nada.
Era la última semana de marzo. La primavera brotaba, resplandecía en Ciudad Humanoide.
Dejé la urbanización de Mirta Sastre y enfilé la calle de los Misterios. Tomé cada una de sus curvas con libertad y emoción, pensando en los reyes y las reinas, la alergia al polen y los mocos nauseabundos, los estornudos que estallan y te nublan la vista y la puta madre que los parió a todos.
Ya cerca de Chamartín recibo una llamada en el móvil. Conecto el manos libres y me saluda Paca Prendas, una periodista que conocí en un photocall.
—Hola, Jon —dice Paca con excitación, atropellando las palabras— está Lalla Hashna
con
el Litri, el torero.
—¿Cómo? ¿Cómo dices, Paca?
—Sí, se ha venido aquí, la hija del rey de Marruecos a
Aliseda, en Extremadura. Está en la finca del Litri, ha venido a
pasar el fin de semana con él o yo qué sé, tío, con dos
furgonetas llenas de guardaespaldas a follar con un torero español.
Eso es un buen tema para ti, ¿no?
—Muchos reyes, Paca,
muchos reyes. Así no se puede ganar dinero.
—¿Cómo?
¿No te interesa? ¿No vas a venir, Jon?
—Sí, Paca,
ahora mismo voy para allá. ¿Tienes planes para esta noche?
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