miércoles, 14 de diciembre de 2022

UN HIPOPÓTAMO Y UNA NIÑA

Foto: Mary Ellen Mark


Un hipopótamo y una niña
juegan en el parque que hay delante de tu casa.
Los miras a ambos y no sabes lo que significa.
Crees estar soñando,
porque no es habitual ver ahí,
a esa hora en que la niebla confunde las siluetas,
esa hora en que los fantasmas se pasean por la ciudad
a un hipopótamo y una niña.
No es habitual ver en el parque frente a tu casa
a un hipopótamo y una niña.

Tal vez sea por eso, por la niebla
por lo que no sabes si se trata de un sueño,
no sabes si el hipopótamo es de carne y huesos
o de hielo,
ni a quién pertenece esa tímida sonrisa.

¿Quién es esa niña
vestida como de domadora?
Con una malla de domadora, en todo caso,
y con un pequeño látigo en la mano que,
piensas,
aunque ella decidiera descargarlo contra la bestia
no le haría ningún daño,
tan solo una caricia
para ese enorme animal
que es el hipopótamo
que tiene delante,
que tienes delante.

El hipopótamo que siempre te vigiló.
Y te vigila. De cerca.
Ese hipopótamo que te rebasa
con su masa encefálica irrisoria, sí,
pero ojo,
con una masa corporal que da miedo,
que aterra.

Es en ese momento del alba
en el que te embarga un profundo temor por la niña
y por ti misma también,
porque en verdad tal vez seas tú la niña
y esto no se trate de ningún sueño,
sino de la vida,
que pasa frente de ti,
ahora.

Y esa es la historia de tu vida,
ojos llorosos
y bastante miedo en general
ante los acontecimientos
que estallan a tu alrededor.
Incluso ante los incidentes
sobre los que no puedes hacer nada,
sucesos que van a acontecer
sin que tú tengas la más mínima posibilidad
de cambiar su rumbo o de evitar que tengan lugar.
Son los que más te aterran,
te cortan la respiración
esos episodios oblicuos,
dentados,
con la boca abierta
y dispuestos a masticarte,
a partirte en dos bocados.

Qué hermosa tu sonrisa
cuando deseas ser gentil,
cuando quieres salir a pasear
y ver la puesta del sol en el templo de Debod
y más tarde masticar una ensalada de rábanos
y zanahorias canallas
en un garito vegetariano
pero de rock and roll,
subrayas.
Porque ahora cuidas tu alimentación,
cuidas lo que comes
y lo que respiras por la nariz,
oxígeno plantígrado afable
y nutritivo
que te hace sonreír bien. Buena sonrisa.
El oxígeno también emborracha.
No sé a quién se lo escuchaste,
pero no te cansas de recordarlo,
de repetirlo,
el oxígeno,
esa sustancia inodora
e insípida
que inhalas sin cesar,
ojo, que también emborracha.

La vida emborracha.
La vida te vuelve loco.
La vida tiene un morbo inmenso,
repleto de egos
y destierros
y nenúfares que flotan
sobre los estanques más oscuros
y tenebrosos
del alma.
Nenúfares rojos
y nenúfares morados
y nenúfares tiernos
que sucumben a dentelladas de hipopótamos ineptos.
Ni siquiera es que sean unos cabrones
o desalmados
los hipopótamos que arruinan
tus maravillosos nenúfares.
Se trata tan solo de hipopótamos despistados,
solo eso.

Y eso, eso, eso es lo peor,
te dices,
porque podrían haber evitado con facilidad
cagar sobre tus nenúfares de cielo y oro.
Solo con desviar un poquito el orto
habrían cagado en ese retrete maltrecho
que se ve ahí al fondo,
tan ricamente,
de un tirón,
mierda infalible y victoriosa.
O incluso podrían evacuar su ira
sobre los coloridos nenúfares
de otra personita.
Eso también es posible.
Que cada cual se haga cargo de sus propios nenúfares,
concluyes
con dignidad y aparente sosiego.

Aparente porque
se te ve muy alterada, querida.
Por los hipopótamos,
por los átomos acrósticos,
por las miradas sin rumbo,
por los deseos mancillados
y las ilusiones maltrechas
y el gavilán inflamado y herido.

¿Pero es que tanto cuesta mirar a los ojos cuando pides algo?
¿Es que tanto cuesta dar las gracias?
Te preguntas en cada ocasión
en que tu suerte se ve ultrajada,
ofuscada,
apabullada y untada de caca maloliente.

Va a resultar que no hay forma de salir bien parado
de esta trampa circular que es la vida alquilada,
la vida de marmota y zombi,
la vida en la que tu tiempo lo alquilas,
lo vendes,
lo mejor de ti mismo,
de ti misma
se lo quedan otros por unas pocas migajas,
por techo, comida y unas vacaciones pagadas.
Bueno, eso de pagadas es un decir,
porque lo que es a ti te cuestan un riñón.
El riñón derecho o el izquierdo,
el que prefieras,
pero en cualquier caso
un riñón con nombre y apellidos, patentado.
Porque mira tú qué función tan esencial
ejecutan los riñones,
que filtran, te filtran
los fluidos, principalmente,
pero también algunos sucesos,
y todo reaparece poco después
en tu mente centrífuga y expansiva
de manera más digestible,
más humana.

Pero el hipopótamo no es humano.
Él escapa de la furia limpiadora de tu riñón.
Y además mira tú qué dientes tiene.
Centrífugos también,
sus dientes.
Una odisea dental.
Colmillos que gotean sangre
y cabalgan sobre tu lomo
repleto de hipótesis
sobre los nenúfares
y los hipopótamos,
que lo veas como lo veas
no son los responsables
de las cagadas que te sepultan,
de toda esa mierda que se acumula
en las cenagosas orillas
del mundo hediondo en el que vives.

Puede que un látigo diminuto no sea suficiente arma
como para detener las dentelladas de un hipopótamo
de ese porte,
de ese calibre.
Sabes bien que para este trabajo vas a necesitar
un rifle de repetición,
capaz de desfondar a ese plantígrado
repugnante y caduco
que debería haberse extinguido hace años.
Ese bichejo insoportable y odioso
de fuerte corpachón rojo.
Porque el sudor de los hipopótamos
es rojo.
Y cuando salen del riachuelo,
de la sucia charca en la que se bañan en pelotas
emergen rojos, flamígeros,
como una llamarada de dientes,
abarcando todas las estancias
y espacios en los que suceden los peores momentos
de tu vida.

Y he aquí la pregunta:
¿Cuáles son los peores momentos de tu vida ahora?
¿Cuáles serán en un futurosi lo permites, los peores momentos de tu vida?

Rellene la persona lectora si es tan amable los espacios en blanco:

1-…
2-…
3-…


© Max Nitrofoska

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