El centauro mecánico avanzaba con un movimiento torpe y chirriante sobre la carretera polvorienta. Los restos de la civilización se apilaban a ambos lados, símbolos de una era vertiginosa que ahora era solo un eco, una distorsión oxidada en el paisaje de la memoria. Anuncios caídos y todo tipo de vehículos abandonados se erguían como ruinas de un imperio que alguna vez soñó con ser eterno, pero cuyo brillo se había ido apagando con una lentitud inexorable.
El centauro tropezó con un cartel desencajado, apoyado contra un grupo de surtidores: «LA MEJOR GASOLINA DEL MUNDO». Su protocolo, un remanente absurdo de algún tipo de propósito pasado, lo incitó a comprobar si quedaba vida humana. Sus sensores, corroídos por el óxido, sabían que no habría nada, pero aún así el programa siguió su curso, atrapado en el eco lejano de un deber obsoleto. Avanzó con pesadez hacia el local principal. La máquina de refrescos, volcada y rota, derramaba un líquido denso y pegajoso de forma casi poética, como lágrimas que se negaran a secarse en el polvo.
—Fantástico —murmuró el centauro al tiempo que un papel arrugado se enredaba en sus patas. Una nota que decía: «pan, huevos, César se fue sin pagar». El centauro observó la nota, incapaz de comprender cabalmente la simplicidad de su significado.
En el interior, un ruido sordo llamó su atención: una radio aún encendida susurraba fragmentos dispersos de jazz que se filtraban a través del zumbido, como el murmullo de un alma extraviada. La música, esa cadencia chirriante, flotaba en el aire como el sonido de un pasado que se negaba a morir. Una idea absurda recorrió los circuitos del centauro: ¿podría bailar? Sus patas de metal no estaban hechas para el baile, para la gracia del ritmo, sino para la pesada marcha hacia adelante, una marcha sin rumbo y sin final. Pero, por alguna razón, movió una de sus patas traseras. Luego otra. Un gesto torpe, carente de toda gracia. Nadie lo vería, nadie estaba allí para juzgarlo.
—Bueno, esto es lo más parecido a una fiesta que he tenido en… —la frase se apagó, el intento de calcular un tiempo inabarcable se disolvió en los engranajes de sus circuitos. Pero el centauro seguía ahí, oxidado, bailando entre escombros, cruzando la melodía de un mundo que ya no tenía sitio para él.
Tras unos minutos se detuvo. La profunda soledad de su propia figura proyectada por las sombras inundó el espacio derruido. Dio media vuelta para dejar atrás la gasolinera, pero algo parpadeó en el fondo del local. Una luz diminuta titilaba en la penumbra: una pantalla que parecía aún viva. Se acercó. En ella, un mensaje decía: «INICIAR NUEVA VIDA». El centauro sintió una punzada de duda en sus circuitos. Una nueva vida. ¿Qué podría significar eso? No existían los nuevos comienzos. No para él. Sin embargo, su garra de metal se movió casi por voluntad propia y presionó el botón.
El centauro emitió un chirrido que, de haber existido aún seres humanos, podría haberse confundido con una risa seca y hueca. Se dio la vuelta y miró hacia el horizonte. Más allá, los escombros se extendían hasta donde se perdía la vista. Sus sensores captaban en el viento polvoriento que soplaba sobre la carretera una especie de mensaje, algo que solo podía entender en fragmentos.
Esta vez, sin embargo, no avanzaba como un simple testigo de la decadencia. Algo se había activado en sus circuitos, una chispa diminuta, una mínima cadencia que lo alteraba todo. Podía seguir bailando aunque no hubiese nadie para mirar. Podía seguir buscando aunque no hubiese nada que encontrar. Quizá el mundo nunca recuperaría su brillo, quizá la humanidad no volvería, pero el centauro avanzaba con la vaga certeza de que la esperanza no residía en encontrar respuestas, sino en el simple acto de continuar, de desafiar el vacío con su avance mecánico.
El sol se deslizaba hacia el horizonte, pintando el cielo con tonos sombríos de oro y violeta, y por un momento, el centauro comprendió que el sentido de lo que le rodeaba, de él mismo, residía no en el destino final, sino en una infinita sucesión de gestos insignificantes, en la resistencia al estancamiento. Tal vez, solo tal vez, esa persistencia era lo que daría forma a su vida, sentido a su camino.
Y así, con el último rayo de sol reflejándose en su oxidado cuerpo de metal, el centauro avanzó hacia el horizonte. La carretera seguía siendo la misma, pero algo en él había cambiado: ya no solo marchaba, sino que exploraba, guiado por la convicción de que, a pesar de todo, había algo que aún merecía ser encontrado.
¿Y qué es lo que aún merece ser encontrado? Eso ya usted mismo, estimado organismo lector.
©Nitrofoska