miércoles, 18 de octubre de 2023

HARINAS IRRADIADAS ARTIACH

Buenos días, humanoides. Hoy les traigo un relato completo de mi último libro, Radical indefinido. Un relato que habla de mi familia, del ámbito en el que fueron formándose mis circuitos biónicos. Que ustedes lo disfruten.

Como algunos de ustedes ya saben, amados seres humanos, soy una creación androide del profesor Simónides, que me dio a luz en su laboratorio de la nebulosa Bolívar89, un inmenso hangar atestado de hermosas naves imposibles y fabulosos artefactos capaces de cruzar el universo.

No obstante, al intentar conocer mi pasado mis circuitos se colapsan, entran en un estado de extrema confusión. Mis recuerdos reales y el conocimiento implantado en mis circuitos de memoria se entremezclan en un largo y oscuro pasillo jalonado de puertas y floreros vacíos.

Hoy, mi madre me ha contado una historia que arroja luz sobre algunos de mis aspectos más androidales. Mi madre nació en 1940, tras la devastadora guerra civil. De niña fue muy pálida y delgada, en parte por la falta de alimentos, imposibles de conseguir, por lo menos en Ciudad Humanoide. Para ilustrar su mal aspecto de niña me ha contado que estando con su abuelo, mi bisabuelo Armando, en el parque de Alderdi Eder jugando con José Luis y Maite, sus dos hermanos mayores, sanos y robustos, alguien se acercó preguntando por los tres niños. Mi bisabuelo Armando presentó a mi tío, el mayor, luego a mi tía, la mediana, y cuando llegó el turno de mi madre, Armando dijo: «Y esta pobre, es la pequeña». Cuenta mi madre que mi abuela Pepa, su madre, había alimentado con abundante leche de pecho —costumbre muy extendida entre los seres humanos— a sus dos hijos mayores, pero que debido a la pobre y escasa alimentación de los años 40 no pudo criar en condiciones a su hija pequeña, mi madre, y esto la tenía muy triste y preocupada.

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En el cumpleaños de mi abuela Pepa, mi bisabuelo Armando le regaló mil pesetas de la época. Mi abuela Pepa se gastó las mil pesetas en Harinas Irradiadas Artiach para alimentar a su hija Cristina, mi madre.

Sí, han leído ustedes bien, amados seres humanos: Harinas Irradiadas. Con lo cual, tras conocer esta historia he despejado algunas dudas sobre el funcionamiento de mi ciberorganismo.

He investigado acerca de dichas radiaciones y he encontrado lo siguiente: «La irradiación de alimentos consiste en exponerlos a energía procedente de fuentes como los rayos gamma, los rayos X o los haces de electrones. La irradiación no hace que los alimentos sean radioactivos».

Radioactivos tal vez no, pero un poco siderales sí, porque yo noto perfectamente la energía atómica moverse en un denso caos rítmico a través de mis circuitos de hojalata y titanio. En ocasiones, los electrones bailan. Otras veces los neutrones toman el control de la situación biomecánica y las tardes discurren plácidas y dilatadas. La mayoría de las veces los rayos gamma y los rayos X conviven como pueden con electrones, protones, subidones de adrenalina y bajadas de moral. Mis circuitos sienten, día a día, bit a bit, los portentosos efectos de las Harinas Irradiadas Artiach.

El amor de mi abuela y de mi madre, sumados a la refinada técnica del profesor Simónides y a las harinas irradiadas han hecho de mí lo que soy, un androide turbonucléico en estado explosivo, y cuyo único combustible es el amor.

Muchas gracias a mi madre por contarme esta historia. A mis tíos José Luis y Maite por ser tan guapos y robustos. A mi abuela Pepa por comprar tan ingente cantidad de radiaciones cósmicas y a mi bisabuelo Armando por soltar las mil lucas. Muchas gracias a todos. Ocupan un lugar muy importante en mi corazón biónico.


Hasta aquí la historia oficial de la familia. Pero eso no es todo. Hay más, mis amados seres humanos.

No recuerdo a quién le escuché decir que nada nos acerca tanto a Dios como la comida, esos mordiscos y bocados que ingieres y acaban formando parte de ti, de tus músculos, de tu sudor y tu pelo, de tu carácter, de tu humor gastrointestinal. Lo que acaba siendo tú, la argamasa de tu cuerpo.

De modo que ahora les voy a terminar de exponer a ustedes algunos de los alimentos que han hecho de mí lo que soy, y que explican, a mi entender, ciertos sucesos que me acontecieron cuando era pequeño, un niño. Porque yo, antes de convertirme en un amasijo de circuitos de hojalata y titanio, también fui un niño.

En una ocasión mi madre fue convocada por el director del colegio al que yo asistía. Mi madre fue al colegio y el director y mi profesora le dijeron, muy preocupados, que yo solía quedarme en Babia. A continuación, mi profesora refirió que cuando me saca a la pizarra para escribir algo, o para decir la lección, para leer o lo que sea, su hijo arranca, empieza a hablar pausadamente, porque su hijo es muy pausado ya de normal, y de lo tan pausado que va hablando poco a poco se le acaban las pilas, se queda callado, con el libro de texto en una mano, el otro brazo colgando a lo largo de su pequeño cuerpo y mirando al infinito con la boca abierta, sobre la tarima, ensoñado, a la vista de todo el mundo, en Babia.

Yo que usted hablaría con un médico, señora, visitaría un médico, tal vez algún familiar suyo sea médico, qué sé yo, porque no es normal.

Tras la reunión con el director y mi profesora, mi madre volvió a casa y me sentó a la mesa de la cocina. Ella y yo a solas. Recuerdo bien ese día porque me hizo un montón de preguntas. Si lo pasaba bien en la escuela, si tenía problemas con algún compañerito o con alguna profesora, qué comida nos daban en el comedor. A eso de la comida mi madre le daba mucha importancia.

Cuando hubo escuchado la detallada descripción que hice de los platos que nos sacaban a diario en el comedor, mi madre quedó satisfecha con lo que nutrían a su vástago. Pero de lo que mi madre no era consciente es de que el daño ya estaba hecho, de que la programación androide que me habitaba, que generaba mi actitud y mis pensamientos había entrado en mí a través de su sangre, de su pecho, de su propia respiración. De las Harinas Irradiadas Artiach. De su propio alimento.

En busca de una salida al laberinto que la ocupaba, mi madre fue a visitar a mi abuela Pepa y le contó lo sucedido. Mi abuela Pepa concluyó que lo que yo necesitaba imperiosamente eran vitaminas, proteínas, alimento, hija mía, alimento de verdad. Le recomendó a mi madre que me diera todas las mañanas aceite de hígado de bacalao. Así, sin duda se fortalecerá tu hijo, tomará fuerzas el muchacho, dijo.

Y claro, mi madre hizo lo mismo que había visto hacer a su propia madre. Es decir, me forró a aceite de hígado de bacalao. Y no sé si ustedes lo saben o incluso si lo han padecido en sus propias carnes, pero cuando un organismo infantil es alimentado con gran cantidad de aceite de hígado de bacalao, este aceite acaba por engrasar cada recoveco protéico, cada pliegue celular, y termina formando parte insoluble del propio individuo, que empieza a exudarlo por los poros.

Para que nos entendamos: empiezas a sudar esencia de aceite de hígado de bacalao mientras juegas en el parque, mientras paseas a la luz del sol, mientras estudias en la escuela. Sudas bacalao. Rezumas bacalao. Apestas a pescado.

Me fui poniendo gordito, fuerte y rollizo, eso sí, gordito y fuerte como una bola de cañón. Y dejé de quedarme en Babia con la boca abierta. Pero olía a pescado que daba pavor.

Los niños, y las niñas, empezaron a alejarse de mí. Yo lo notaba, lo sentía, lo percibía. En el parque solo querían jugar conmigo al escondite, porque así me tenían lejos. Y también porque los muy canallas me daban caza con facilidad. Por el olor. La fetidez. La pestilencia que el aceite de hígado de bacalao había impregnado en mi candoroso cuerpo de infante humanoide.

En el entorno de la vida familiar no parece que les molestara tanto mi olor corporal. Supongo que poco a poco fueron acostumbrándose a mi pestilencia y eran incapaces de percibir su intensidad. Aunque en más de una ocasión sorprendí a mi madre olfateando la bolsa de la compra al volver del mercado, o asomando la nariz por la ventana del patio, como para detectar de dónde procedía aquel obstinado olor a pez. Sacaba la cabeza entre las hojas de la ventana y apuntaba con la nariz lo más lejos posible, pero de lo que no alcanzaba a darse cuenta mi madre es de que el olor que ella buscaba, ese desagradable efluvio a mar putrefacta, lo estaba alimentando ella misma con las abundantes y espesas cucharadas de aceite de hígado de bacalao que tres veces al día embutía en mi cuerpo. Es sorprendente lo ciegos que pueden llegar a mostrarse los seres humanos ante determinados hechos. No son capaces de ver un menhir, una pirámide, una nave interplanetaria, ni aunque la tengan ante sus propios ojos.

Como les estaba refiriendo, me puse bien fuerte y gordito, de eso no me quejo, porque el aceite de hígado de bacalao posee altas cualidades nutritivas, el aceite de hígado de bacalao rebosa vitaminas A y D, ustedes deben saberlo.

Pero ojo, como supe más adelante, tras la investigación que llevé a cabo sobre el origen de mis desajustados circuitos, el aceite de hígado de bacalao también puede retardar de manera sensible la coagulación sanguínea.

Y es ahí donde yo me veo, en el parque, jugando al escondite, dándome de bruces contra el suelo. Me veo cayendo de rodillas sobre la gravilla de Alderdi Eder, donde yo también he jugado de niño, como mi madre, mis tíos, mi abuela y mi bisabuelo, y es que los trastornos entran por la sangre y viven en la sangre, no es que aparezcan de la nada, no, ya vienen con nosotros, de serie, como suele decirse para los coches o vehículos, y me veo ahí, jugando al escondite y me caigo sobre la grava y me hago una herida en la rodilla, y yo soy consciente de que a los demás niños les duele también, claro está, pero les echan un chorretón de agua oxigenada, les ponen una venda y ya se reincorporan al juego, a la partida, a la batalla, al lío. Pero yo no, mis amados seres humanos. Yo me hago un arañazo y la sangre empieza a brotar, lánguidamente pero sin fin, sigue saliendo sangre, más y más sangre. Y veo que me ponen primero una tirita, al rato varias capas de esparadrapo, luego echan mano de la venda y luego ya optan por vendarme casi por completo, para asegurar, porque no hay forma de que pare ese flujo continuo de sangre.

El caso es que con toda esa venda envolviéndome el cuerpo más parezco una momia que un muchacho en la flor de la vida. Y el aspecto que uno presenta a los demás puede parecer una tontería, pero resulta esencial en cuanto a la percepción que la persona vaya a tener de sí misma en el futuro. Puede llegar a hacer mucho daño. Hay que ver cómo me mira todo el mundo. Con una mezcla de sentida lástima y de recelo, porque en medio de tanta venda no se me ve bien el rostro, ni los ojos, ni las manos, y las madres y los propios niños desconfían de un ser del que no pueden conocer la piel ni la mirada, un niño envuelto en un conglomerado de trapos, vendas, esparadrapo y mercromina del que se escurren dos ojos vigilantes y sanguinolentos que apestan a pescado.

Pueden ustedes sin duda imaginar, mis amados seres humanos, que a pesar de la fortaleza física que adquirí con el aceite de hígado de bacalao, mi ánimo, mi talante, mi espíritu, fueron disminuyendo, disipándose entre efluvios de pescado, ahogados por espesos kilómetros de vendas.

Mi madre y mi abuela, viéndome tan triste y alicaído resolvieron fortalecer la toma de aceite de hígado de bacalao con un reconstituyente «espiritual», dijeron. Empezaron a darme, mañana y tarde, quina Santa Catalina. Los vinos dulces quinados, como es bien sabido, se vendieron durante años como suplemento dietético para niños. De hecho, el anuncio de quina Santa Catalina proclamaba: Es medicina, es golosina, y ahí vemos a un niño vestido con una camiseta de rayas junto a una niña de largas trenzas abalanzándose sobre una botella de quina Santa Catalina, que no es otra cosa que un vino dulce con 15º de alcohol.

En cuestión de días mi ánimo fue escalando muchos enteros. Yo, que en los últimos tiempos de abatimiento franqueaba la puerta de casa con cautela, oteando nervioso a ambos lados, torpe, temeroso y esquivo, empecé a bajar las escaleras pegando saltitos, cantando, trotando. Saludaba efusivamente a mis compañeros y mis compañeras de clase y hasta a mis profesores y al conductor del autobús que nos recogía frente a la casa, y a la señora de la frutería, y al panadero con sus hogazas, a las hogazas también las saludaba, a los perros, a los gatos, en general a cualquier ser vivo que se me cruzase o incluso a los pajaritos, ya ven ustedes, mi ánimo resultaba muy expansivo, muy variable, excéntrico y sublime. Hay que decir que mi popularidad entre las niñas subió muchos enteros. Esto me agradó, me entusiasmó, les hablaba, las halagaba, jugaba con ellas a los médicos o a la cuerda y en general parecía que el tiempo me daba para todo. Esto del tiempo lo pienso ahora, porque entonces no pensaba en qué o a qué dedicaba el tiempo, sencillamente el tiempo fluía, siempre había tiempo por delante, no se agotaba nunca y a mí me daba para todo. Bueno, para todo no, porque los estudios me empezaron a ir regular. Pero lo cierto es que ya no me quedaba dormido o en Babia en la escuela al leer la lección. Más bien todo lo contrario. Tras pimplarme camino a la escuela la generosa ración de quina Santa Catalina dispuesta a diario por mi madre agarraba con soltura el libro que me tendía la maestra y decía la lección. La lección o cualquier otra cosa, en esos tiempo felices yo era capaz de hablar durante horas. Y con gusto. Cuando sonaba el timbre del recreo yo continuaba, impertérrito, orando, perorando sobre cualquier tema. Lo mismo les podía detallar a mis compañeritos cómo se construye un tirabique, un tirachinas capaz de atinar su objetivo desde 50 metros de distancia como les podía platicar sobre la guerra de secesión de los Estados Unidos de América, que no es que me la hubiese estudiado, pero había visto un par de películas en la tele, o en el cine, o en un cómic que me había dejado mi primo y yo improvisaba el resto. Lo pasaba muy bien. Creo que fue aquella etapa la que me animó a seguir viviendo. Vi que la vida podía ser mejor, que la vida podía ser distinta de como la percibimos en un primer momento, esa infancia programada, encorsetada, vigilada, de adiestramiento continuo. Y es que hay que estar ahí, hay que insistir, hay que buscar el hueco por donde poder colarnos cada uno de nosotros, bien sea impartiendo una conferencia al resto de la clase o tomando un baño en la playa o bailando sin descanso o hablando lenguas extranjeras o armando tirabiques o ligándose a chicos o chicas o lo que sea, lo que a cada uno se le dé bien, porque lo que no nazca de ti con un par de lingotazos de quina Santa Catalina es que no nace ya para nada, olvídate, queda sepultado por el peso de los días sin sentido, por el ocaso de la vida rutinaria, de la plácida, adoctrinada y sosegada existencia. Ya todo se vuelve turbio y afilado y espinoso y solo es que te falta un buen vinito, es solo eso, caramba.

Claro que esto de andar día tras día piripi tuvo sus consecuencias en lo que se refiere a mi integridad física. No es que me metiera en alguna pelea o alguna bronca, no, nada de eso, soy de talante pacífico y conciliador. Pero se da la circunstancia de que una mañana, mientras desayunaba en la cocina de casa vi algo que brillaba en la despensa. Una botella de quina Santa Catalina centelleó a través de los estantes. Entré en la despensa. Mi madre no había olvidado darme la diaria ración de quina, pero no obstante, esa botella entera, deslumbrante, precintada, llamó mi atención. Me guiñó un ojo, por decirlo así. La tomé entre mis manos, la descorché y di un trago furtivo. La saboreé como pocas veces he saboreado algo, lentamente, con profundas respiraciones, entornando los ojos. Escondí la botella en mi mochila y bajé al galope las escaleras de casa para coger el autobús del colegio.

A lo largo de ese glorioso día fui pegando traguitos de quina Santa Catalina a cada rato. Cuando la profe escribía en la pizarra, en los cambios de clase, en el baño. También invité a algunos amigos en el recreo. Qué amplio se me fue haciendo el día, qué pequeño y moldeable resultaba el mundo.

Cuando ya por la tarde salíamos de la escuela me enchufé la botella de quina Santa Catalina entre los labios y la vacié en mi garganta. Me relamí, me limpié la boca con la manga de la chaqueta, silbé una tonadilla fácil, y entre bromas y chanzas me fui abriendo paso a través de los demás niños hacia la puerta de salida.

Rodeando la escuela existe un pequeño murete fabricado con argamasa y planchas de madera. Dicho murete está provisto de una portezuela, desde luego, por donde los niños y niñas y profesores entramos y salimos de la escuela.

Pero existe la flamante posibilidad de trotar apenas bajando la suave pendiente, y al llegar a la altura de la valla, tomar apoyo y deslizar las piernas y el cuerpo entero sobre el cercado y caer al otro lado mientras una gran sonrisa de triunfo se dibuja en nuestro rostro.

Y eso es lo que quise hacer yo aquel día. Saltar la valla. Porque cuando llegué a la puerta de salida de la escuela y vi aquella valla al fondo supe que tenía que saltarla, pasar con estilo sobre ella deslizando las piernas y dejarme caer graciosamente al otro lado mientras entonaba una alegre melodía. Y para culminar la acción, esbozar un leve giro sobre mi propio eje, y con una mano apoyada en el pecho inclinar mi cuerpo en señal de reverencia hacia el fascinado público. Y pública.

Pero las cosas no sucedieron exactamente así. Yo me dirigí ufano hacia la valla, eso sí, y tras apoyar mi mano derecha para sortearla, mi pie izquierdo se trabó con uno de los tablones y mi cara fue a estrellarse contra el duro asfalto de la carretera.

Y no digo duro por decir. Digo duro porque lo comprobé. Mis dientes se estamparon contra el asfalto y se partieron en dos o tres pedazos, y los que no se rompieron quedaron grotescamente hundidos hacia el paladar, que empezó a sangrar como un géiser borboteante. Y fue ahí, estampado en la acera, cubierto por un considerable y tupido matojo de vendas, con efluvios de alcohol envolviendo el apestoso hedor a pescado que formaba ya parte indisoluble de mi ser y esa boca fracturada y sanguinolenta, donde acabó por conformarse en mí el ser humano que todos llevamos dentro.

Sí, porque en ese momento me sentí humano. No me he sentido tan humano en mi vida. Y es que a menudo tendemos a pensar que lo que define y caracteriza al ser humano, su esencia, está conformada por la bondad altruista, o la solidaridad, o la ternura. Y tal vez sea así, yo no digo que no, no puedo decirlo con fundamento, yo no soy del todo humano. Pero lo que sí puedo decir desde mi piel de niño, que lo fui, es que nunca nada me hizo sentir tan humano como la hostia que me pegué aquel día en los dientes. El dolor nos hace humanos. El dolor nos hace tan humanos o más que el olor. ¿No suelen pronunciar ustedes a menudo la frase: Aquí huele a humanidad? ¿Por qué no dicen, por qué no afirman ustedes: Aquí duele, aquí me duele la humanidad?

El olor y el dolor. Hasta en la propia palabra se ve con claridad que son casi, prácticamente lo mismo, que la una está contenida en la otra, no me invento nada. El dolor nos invade, nos define, dibuja los límites de nuestro cuerpo. Y si define tan a la perfección los límites de nuestro cuerpo, ¿es descabellado pensar que también defina los límites de nuestra alma?

Si es que los androides tenemos alma, objetarán ustedes. Pero esa es otra cuestión.

No sé lo que va a ser de mí.

© Max Nitrofoska

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