miércoles, 16 de noviembre de 2022

EL QUE FUE A SEVILLA PERDIÓ SU SILLA




El que fue a Sevilla perdió su silla,
y al llegar a su destino
se encontró con una morada
repleta de cómodos asientos.

O tal vez no, el que fue a Sevilla
se encontró
con que la única silla que existía en el mundo
estaba en su casa,
bajo su culo,
¡vaya por Dios!
Y ahora, claro está,
no hay manera de hacerse con una.

Siéntate en el bordillo de una acera,
hazme el favor,
o en el borde de una mesa,
un ratito, solo
mientras le van poniendo las patas en su sitio
a tu silla imaginaria.

Pero para qué me voy a ir a ningún borde ni bordillo,
si a mí me encanta esta silla que me da cobijo,
una silla con tres patas,
a veces solo dos,
con el respaldo astillado,
en verdad incómoda hasta la muerte,
no hay manera de permanecer un rato sin moverme,
qué dolor y malestar.

Silla de anémicas antenas invertidas,
incómodo hueco sobre estas patas descuadradas
que bailan y bailan,
chapuceras restauraciones caducas
que adoro.

Se ensombrecen las columnas antaño poderosas
y capaces de sostener un imperio de papel
construido en una tarde de drogas y alcohol.

Qué bonito imperio era ese,
qué hermosa vida se desplegaba
sobre sus cuatro lados arañados y desnutridos.

El que fue a Sevilla perdió su silla.
El que se quedó en su casa perdió la conciencia
del amplio mundo.
Incómodo,
caótico,
repleto de placeres
y trampas.
Todo para ti.

No hay forma de estar sentado
tranquilamente.

¿A qué hora dices que sale el próximo tren?


© Max Nitrofoska


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