Hola,
androides. Buscando entre algunos archivos he encontrado un relato
que escribí en los primeros días de este siglo sobre el Capitano
Claudio. Un saludo, Capitán.
EL CAPITANO CLAUDIO
La redacción de Der
Valle-Bote Zeitung, El Mensajero del Valle, estaba repleta de
cañas de pescar, arpones, sogas, mandíbulas de tiburón y peces
disecados, entre ellos un gigantesco pez espada. Vestigios de las
correrías del Capitán.
Mi jefe, el redactor y
propietario de la revista al que todos llamaban Capitano Claudio era
un viejo lobo de mar que tenía la costumbre de ronronear, gruñir y
blasfemar mientras escribía en su cuaderno de hojas cuadriculadas.
En la redacción del
Valle-Bote podías encontrar al Capitano a todas horas, con
sus dos metros de altura y sus cien kilos de peso, sentado sobre una
minúscula silla con un bolígrafo de plástico atrapado en su
robusta manaza y un cuaderno apoyado sobre los pies desnudos,
escribiendo inclinado, como si estuviera buscando entre sus pies algo
perdido en un naufragio.
El Capitano escribía todos
y cada uno de los artículos que publicaba la revista, y los firmaba
con diferentes seudónimos, así es que cuando alguien se personaba
para protestar o directamente abofetear al autor de los insultos,
difamaciones, burlas o atropellos, el Capitano Claudio le decía
desde su minúscula silla que el autor de dicho artículo era un
anciano que vivía en la montaña y no quería ser molestado. Después
atendía amablemente las protestas del damnificado y le deseaba
buenos días diciendo que ya se sabe, que con estos viejos locos que
vienen a perderse en islas remotas hay que tener un poco de
paciencia.
Cuando nos quedábamos a
solas, el Capitano estallaba en una sonora carcajada y descargaba el
puño derecho sobre su manaza abierta, mientras repetía una y otra
vez en español:
—Esto hacer verr, Max, esto
hacer verr.
Sin que nunca llegara a
explicar qué era lo que nos hacía ver aquello.
Imagen: Nitrofoska
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A primera hora de una tarde
de enero especialmente calurosa, una de esas tardes de calima con
viento sahariano cargado de arena, un chico alemán entró en una
cafetería del puerto y le dijo a la camarera, una bonita muchacha de
melena rubia y piel tostada, que estaba locamente enamorado de ella,
que prefería poner fin a sus días antes de seguir soportando la
angustia que le producía su rechazo.
Debió decirlo acodado en la
barra, inclinando la cabeza hacia adelante, viendo pasar ante sus
narices un café tras otro, los cafés que ella estaba sirviendo sin
prestarle la más mínima atención.
En el puerto la gente
comentaba lo sucedido a gritos. Cuando Florian hubo terminado de
declarar su no correspondido y desbordado amor a la bonita muchacha
de larga melena y piel tostada, se subió a la azotea de un edificio
en obras contiguo a la cafetería y se arrojó al vacío, gritando a
pleno pulmón sobre la sahariana tarde que envolvía el pueblo: "Ich
liebe dich". Te quiero. Algunos decían que Florian había
gritado: "Tú eres mi único amor". Otros: "Me mato
porque no puedo tenerte". El viejo Isaías decía que el chico
gritó "Banzai".
Caminé hasta la redacción de
Der Valle-Bote y me encontré al Capitano escribiendo, inclinado hacia el suelo. Le conté lo ocurrido
pocos minutos antes en el puerto. Cuando acabé, me miró deteniendo su
bolígrafo de plástico y ladeando la cabeza.
—¿Y ha muerto? ¿El chico ha
muerto?
Le dije que no, que la
ambulancia se lo había llevado con las piernas partidas, y también
los brazos, y algunas costillas, o todas, dependiendo de la versión.
El Capitano se puso en pie,
levantó los brazos hasta la altura de la cabeza con el bolígrafo de
plástico en la mano y dijo mirándome serio, concentrado, con sus
ojos azules cruzados, como si una bruma espesa y turbia le impidiera
mirar al frente:
—Esto hacer verr, Max, esto
hacer verr.
El Capitano Claudio se sentó
despacio, posando con delicadeza su gran cuerpo sobre el diminuto
taburete, arrancó de un certero y comedido zarpazo las hojas de su
cuaderno que ya habían sido escritas, las dejó caer a un lado y
empezó una nueva página con cuidada caligrafía, doblando con un
suave respingo cada coma, y diciendo a cada rato:
—Esto hacer verr, Max, esto
hacer verr.
Sin que al final acabara por
explicar qué era lo que nos hacía ver aquello.
***
Un dibujo de una señal de
tráfico, como las que indican que por la zona son frecuentes los
desprendimientos de piedras ilustraba la portada del nuevo número de
Der Valle-Bote Zeitung. Con la diferencia de que en el interior de la
señal que aparecía en la portada de la revista, en lugar de un
montón de piedras se veía la silueta de un hombre cayendo al vacío.
Un hombre bien empalmado, con
aquello tan tieso como una antorcha, y tan grande que casi hubieras
preferido que te cayera encima con todo su peso a que te alcanzara
con aquel trabuco. El titular decía algo así como: "No se
despisten con los baches que hay en el pueblo. Miren hacia arriba:
Peligro, hombres enamorados".
Al día siguiente, cuando fui a
la redacción a tomar el primer café del día me encontré con
Florian sentado frente a la puerta en una silla de ruedas cromada con
las palmas de las manos sobre los muslos, inmóvil, mirando
fijamente al Capitano.
Le saludé y traté de charlar
un rato con él. Pero Florian me contestaba con monosílabos,
dedicándome cada vez una breve mirada y la mejor de sus sonrisas
forzadas, tras lo cual volvía a girar la cabeza para seguir
observando al Capitano Claudio, que se encontraba como si una medusa
le cubriera el cuerpo, rascándose a la par con el bolígrafo de
plástico y con su gran mano de marinero.
***
Cuando volví por la tarde ahí
seguía Florian. Quieto como una estatua.
El Capitano Claudio se movía de un
lado a otro a trompicones, con la cabeza gacha, los ojos desorbitados
y los dedos de sus pies descalzos agarrotados, como un ave que ha
caído del nido y no sabe a qué rama asirse.
Le pregunté a Claudio qué
estaba sucediendo, y él se acercó a mí arqueado y de puntillas,
como un gatito, juntando las palmas de las manos como si fuera a
ponerse a rezar, con sus vivos ojos azules azuzados por el miedo, el
desconcierto y el orgullo, incapaces de pedir perdón.
Balbuceó algo despacio,
procurando parecer sereno. Algo como: "No sé qué quiere de mí,
yo no le he hecho ningún daño, el que ha tenido el accidente ha
sido él, yo no lo puedo remediar".
Eso de "El accidente lo ha
tenido él" resultaba algo insólito saliendo de su boca. En un
estado normal, el Capitano Claudio habría dicho: "No he sido yo
el que se ha tirado de un cuarto piso." O: "No ha sido a mí
a quien han dado calabazas." O: "Yo no me he despeñado
como una cabra sólo porque una chica no quiere tomar café conmigo".
En ese momento alguien tendría
que haberle dicho al Capitán: "Esto nos hace verr, Capitano,
esto nos hace verr".
***
Florian seguía ahí al día
siguiente, sentado en su silla cromada con las manos sobre los muslos
y sus ojos limpios, aniñados y tibios observando al Capitán.
La gente entraba y salía de la
redacción, pero a diferencia de lo que era habitual, el Capitán se
aferraba al recién llegado y le contaba mil historias sin sentido o
le hacía una tras otras un sinfín de preguntas inconexas. Temía
quedarse solo, en silencio, sentir la presencia de Florian, su mirada
volátil y serena, sus manos en reposo y su cuerpo fracturado y
lleno, rebosante de sensato desequilibrio mental.
A última hora el Capitano
Claudio, Florian y yo nos quedamos a solas. Un grueso tomo sobre
técnicas de navegación cayó de la estantería.
El Capitano se tapó las orejas
con las manos, como si hubiera estallado una bomba, como si todas las
palabras que luchaban por salir de su cabeza hubieran aumentado de
tamaño tras una detonación provocando un maremoto en el interior de
su cráneo.
Entonces se lanzó contra las
paredes, sacudió los arpones, metió los brazos entre las mandíbulas
de los tiburones, hizo girar el timón y acarició el metal de las
brújulas, como suplicándoles que le indicaran el rumbo a seguir.
El Capitano Claudio tenía
metido a Florian flotando en el cerebro como una gran bola de brea
fría y viscosa que poco a poco iba impregnando su cuerpo de desazón
y tormento. Pensé que cuando toda esa marea de amor propio
impregnara por fin sus pies desnudos la vida volvería a ser coser y
cantar para el Capitano, como de costumbre. «Y no olvidarr botellla
de rron, marinerro.»
***
Hacía ya dos semanas que
aquello duraba, con Florian anclado en la puerta de la redacción y
el Capitano descompuesto, cuando una mañana nos llegó de la
imprenta el nuevo ejemplar de Der Valle-Bote Zeitung
Abrí uno de los paquetes. En
la portada se veía una foto del Capitán que él mismo se hizo
extendiendo los brazos y apretando el obturador con la cámara pegada
a la cara y la bocaza abierta, carcajeando o cantando, o pidiendo
algo a gritos en una pesadilla.
La foto estaba enmarcada por
una señal como las que indican que por la zona suelen caer piedras.
El titular decía: "No hagan caso ni del cielo, ni de los baches
del suelo ni del infierno. Peligro: Capitán desconsiderado y
cotilla. Promete pedir disculpas ante el Gran Jefe, porque de veras
lo siente".
Era la forma del Capitano de
pedir perdón en su barco.
Miré al Capitano Claudio, que
parecía muy atareado apilando los paquetes de revistas uno encima
del otro. Cogí un ejemplar y se lo di a Florian.
—Toma, Florian —le dije.
Florian observó la portada un
buen rato y luego leyó la revista sin atisbo de sorpresa. La leyó
como si se tratara de un periódico deportivo hablando de su equipo
tras un partido amistoso.
Cuando acabó, Florian me
devolvió la revista.
—Creo que esto es para ti,
Florian.
Y Florian se fue.
El Capitano y yo acabamos de
apilar los fajos de revistas, me senté sobre uno de los montones y
encendí un cigarrillo. El Capitán no quiso fumar. Vi sobre sus pies
desnudos una mancha oscura y viscosa, como de petróleo o brea.
El Capitano Claudio empuñó su
bolígrafo de plástico y se sentó sobre su diminuta silla
flexionando una pierna, mientras la otra quedaba estirada y dura,
como un raíl dispuesto a soportar el paso de un tren muy pesado.
Dijo hundiendo su nariz en el cuaderno:
—Esto hacer verr, Max, esto
hacer verr.
©Nitrofoska