Ariadna despertó una mañana con una estructura cristalina brotando de su cabeza. El casco parecía un coral transparente y frágil, pero al tocarlo, sintió la resistencia metálica de sus propias obsesiones. Los médicos del Instituto de Psicología Cuántica le informaron que se trataba de una emanación neurocristalina, una proyección física de su mente: pensamientos demasiado intensos, atrapados y sin salida, habían encontrado un modo de solidificarse.
La estructura crecía, ramificándose en espinas y microtubos que extraían sus memorias sin su consentimiento. Los pensamientos reprimidos, los recuerdos periféricos y las emociones larvadas pasaban por esos canales, descomponiéndose en moléculas psíquicas que, al salir, se evaporaban como humo sutil, un residuo de recuerdos obsoletos.
Al cabo de unos pocos días, el casco era
tan extenso que apenas podía sostenerlo. Pero algo la detuvo cuando
pensó en extirparlo: la estructura cristalina ya no era un parásito.
Era un órgano, una prótesis de su propia memoria.
A medida que el casco cristalino seguía creciendo, Ariadna percibió algo insólito: ciertos recuerdos que antes apenas le llegaban como sombras difusas, comenzaban a definirse con una precisión inquietante. A través de las agujas de cristal que sobresalían de su cabeza, captaba imágenes con una claridad asombrosa: su niñez olvidada, rostros de desconocidos en calles que jamás había pisado, fragmentos de conversaciones que no recordaba haber oído.
El casco, en su evolución, había desarrollado una capacidad inesperada: no solo canalizaba sus pensamientos reprimidos, sino también los pensamientos de otros, como si fuera una antena sensible a la memoria colectiva. ¿Acaso sus propios pensamientos habían perforado una membrana psíquica común, un almacén de experiencias compartidas?
Las voces, al principio apenas audibles, fueron aumentando en intensidad. Cada día, Ariadna escuchaba más claramente pensamientos ajenos, retazos de sueños, ansiedades eufóricas o tristes. Tras dos semanas, la cacofonía mental era incesante, un oleaje incontrolable que invadía su mente y erosionaba sus propios recuerdos. Intentó distinguir su identidad entre las infinitas voces, pero sentía que se desdibujaba, que su ser se disolvía en la maraña psíquica que crecía dentro del casco.
La última noche, cuando ya no soportaba el peso del cristal ni la tormenta de pensamientos, dejó de resistir. Se dejó caer en el flujo de memorias como quien se abandona al sueño. Sintió cómo su yo se expandía, perdiendo sus límites, disolviéndose en una red de conciencias que parecían eternas. De pronto, se dio cuenta: el casco no había sido un castigo ni una enfermedad, sino una invitación.
Ariadna ya no existía como individuo. Su identidad se había fusionado con el torrente mental colectivo, un océano de pensamientos sin orilla. Desde entonces, quienes pasan por el Instituto de Psicología Cuántica juran escuchar un susurro en el aire, una presencia difusa, como una voz que te llama desde dentro de tu propio pensamiento.